En el accidente laboral del pasado 12 de febrero en Alboraya, que costó la vida de Luis Víctor Gualotuña, concurren todos los elementos de un drama humano y social de magnitud suficiente como para golpear nuestra conciencia individual y colectiva: emigrante ecuatoriano con residencia legal en España, padre de cuatro hijos, trabajando sin contrato pese a ser Oficial de 1ª en la rehabilitación de un edificio, sin disponer de las más elementales medidas de seguridad, se precipita fatalmente desde una altura de 8 metros, siendo escondido primero por órdenes del empresario y abandonado una hora más tarde por éste a las puertas del Hospital Clínico de Valencia, donde acabaría muriendo poco después por una perforación pulmonar que una rápida atención podría haber evitado.
Y, sin embargo, salvo algunas notas de prensa y una misa, promovida por sus compatriotas, en la parroquia de Santa María Medianera del barrio de La Olivereta (donde la víctima vivía en una habitación realquilada), la indiferencia social ante un caso que muestra la cara más sucia del capitalismo ha sido la norma y las contadas muestras de solidaridad la excepción, mientras que, sólo unos días después, se sucedían en nuestra ciudad manifiestos grandilocuentes y manifestaciones violentas en favor de un rapero impresentable (“energúmeno asocial” lo ha calificado Iñaki Gabilondo) cuyo nombre me resisto a reproducir, en una demostración de sensibilidad civil cuanto menos asimétrica.
Desde entonces, sendas denuncias sindicales ante la Inspección de Trabajo y la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana han activado las investigaciones oficiales para la determinación de las responsabilidades que corresponda, con la detención inicial del empresario, acusado de los delitos de homicidio imprudente y contra los derechos de los trabajadores.
Pero mientras siguen su curso los procedimientos legales, el caso merece, en mi opinión, más y mejores consideraciones de carácter tanto ético como sociopolítico, de las que las líneas siguientes constituyen sólo un apresurado apunte.
Cabe constatar, de entrada, la pérdida de centralidad que, en el discurso público y publicado, han sufrido el mundo del trabajo, los derechos de los trabajadores y la regulación colectiva de las relaciones laborales; desplazados por la exaltación postmoderna del consumo y la práctica creciente de un individualismo irrestricto e insolidario. No es este el momento de reproducir aquí el importante debate sociológico sobre las causas y efectos (estructurales, organizativos, institucionales, culturales…) de dichos procesos, por lo que me centraré tan sólo en analizar alguna de las dimensiones más problemáticas de nuestro mercado laboral que el dramático accidente que nos ocupa ha puesto aún más de manifiesto.
Se trata, en primer lugar, del excesivo peso que siguen teniendo en nuestro país la economía sumergida (entre el 11 y el 25 por cien del PIB, según diversas fuentes) y el trabajo no declarado (en torno al 10% de la población activa), con su impacto negativo en términos de competencia desleal para las empresas, pérdida de derechos y cobertura social para los trabajadores, así como de elusión y fraude fiscal al Estado (270.000 millones de euros/año según cálculos de GESTHA, el sindicato de técnicos de Hacienda) que lo es, en definitiva, al conjunto de la sociedad.
La espiral de precariedad laboral, que tiene en el trabajo no declarado su punto más negro, se retroalimenta por los altos índices de paro (16,1% de media y 26,6% entre la población extranjera, según la última EPA de 2020), especialmente el de larga duración (1.521.000 con más de un año buscando empleo) y de contratación temporal (24,6% sobre el total de asalariados), por cuanto no generan (o lo hacen mínimamente) cotizaciones a la Seguridad Social ni derecho a prestaciones por desempleo y posterior pensión de jubilación. Aún sin disponer, por razones obvias, de datos muy precisos, no resulta difícil imaginar que la situación se agrava exponencialmente entre los extranjeros en situación irregular, cuyo colectivo estaría integrado (según un reciente estudio de la Universidad Carlos III) por algo más de 400.000 personas (el 77% de origen latinoamericano), ocupadas en los márgenes del mercado de trabajo (40% en limpieza, 20% en la construcción, 12% en cuidados personales…)
Se trata, pues, de viejos problemas estructurales de nuestro modelo productivo y mercado de trabajo, agravados por la gestión neoliberal de la crisis económica de 2008 y la reforma laboral de 2012, que establecieron como principal variable de ajuste y recuperación la devaluación del factor trabajo, mediante la reducción de los costes laborales, los recortes salariales y sociales, el debilitamiento de la negociación colectiva y de la intervención sindical, con resultados devastadores sobre la calidad del trabajo, los derechos de los trabajadores y la desigualdad social.
Especialmente significativa resulta, a este respecto, la inversión de la tendencia registrada por el índice de siniestralidad (accidentes de trabajo por cada 100.000 personas asalariadas), que desde principios de siglo venía disminuyendo (como resultado de la aplicación de la Ley 31/1995 de Prevención de Riesgos Laborales) desde los 7.558,4 en 2000 hasta los 3.009,2 en 2013, registrándose desde entonces un aumento sostenido del índice de accidentes de trabajo, como efecto perverso de la reforma laboral del PP, hasta situarse en 3.427,6 a finales de 2019, siendo aún mayor entre los trabajadores con contratos temporales (4.707,3) y, sobre todo, en el sector de la construcción (8.505,8), donde se producen más de la mitad de los accidentes mortales (708 el pasado año).
Las políticas neoliberales y desreguladoras de la pasada década agravaron la precariedad del mercado de trabajo y la desigualdad social, impidiendo que la recuperación macroeconómica posterior a la crisis tuviera su correspondencia en el ámbito social: mientras que el PIB crecía un 21,9% entre 2014 y 2019, la tasa de pobreza tan sólo disminuía en 1,5 puntos porcentuales hasta situarse en el 20,7% (cuatro puntos más que la media de la UE y equivalente a casi diez millones de personas), quedando aún por encima de la registrada antes de la gran recesión (19,7%) y presentando niveles de distribución también desiguales (50,2% entre la población migrante, 43,3% en los parados, etc.).
Tras una década de recortes sociales y desregulación laboral, en los dos últimos años se habría iniciado un cambio de tendencia tanto sustantivo (aumento de la inversión pública, del salario mínimo y de la protección social) como procedimental (recuperación del diálogo social, refuerzo de la negociación colectiva, de la Inspección de Trabajo) que, si bien resulta aún incompleto, ha permitido enfrentar la actual crisis provocada por la COVID de forma radicalmente distinta, desplegando un amplio “escudo social” (ERTEs, Ingreso Mínimo Vital, ayudas a autónomos y trabajadores temporales…) que ha permitido mantener gran parte del empleo y reducir de forma significativa la caída de las rentas salariales de los hogares.
Aunque dichas medidas han amortiguado el impacto de la crisis, son aún insuficientes para evitar la reproducción estructural de la desigualdad, lo que requerirá de transformaciones más profundas del modelo productivo, el mercado de trabajo y los sistemas de protección social, para incluir en su ámbito de cobertura a quienes aún permanecen fuera o en los márgenes del mismo (trabajadores informales de la economía sumergida, migrantes en situación irregular, empleadas de hogar sin contrato…) que, como en el caso de Luis Víctor Gualotuña viven (y mueren) entre nosotros, aunque demasiadas veces, como en este caso, no los vemos porque -como decía Saramago en su “Ensayo sobre la ceguera”- somos ciegos que, viendo no ven…o no quieren ver!