Son las víctimas propiciatorias. El modo de vida de muchos adolescentes los convierte en carne de cañón, les vuelve proclives a ello. La pandemia, el individualismo rampante (¡vaya palabra manida!) y la adicción al portátil, a los videojuegos y a la dependencia a las redes sociales obran el milagro. El proceso iniciático comienza echando inocentes partidas con desconocidos a juegos de guerra, de fútbol o de marcianos. Gustavo empieza a hacer amigos anónimos con los que echar por la borda de la vida una tarde lánguida y lluviosa. El colega invisible le invita a leer o a visionar -que es más cómodo y menos cansino- unos videos colgados por otros que tampoco tiene el gusto de conocer de nada.
Fisga esos sermones disparatados para quedar bien con sus contrincantes, para no quedar en fuera de juego en las partidas online y no quedarse de nuevo aislado y solo, haciendo recados de intendencia doméstica a su madre, la pesada. Se engulle esas alocuciones de pirados al principio de forma escéptica, por obligación, pero poco a poco va haciendo mella en su mente a medio hacer, medio virgen de contenidos. Y le seduce, le encuentra gusto, por devoción, a ese nuevo entretenimiento, a esa forma sutil de adoctrinamiento. Devora cada vez más los encargos de los ideólogos del grupo y comienza a virar de rumbo en un mar embravecido y con un oleaje tipo galerna.
Gustavo abraza ideas descabelladas. Sus padres se extrañan. Esos anticuados que sabrán, piensa con resquemor. Son los nuevos conversos. Esa paulatina intoxicación ideológica va aposentando el veneno en su organismo a pequeñas dosis. Los algoritmos echan el resto: aceleran sus clics. La onda expansiva de la persuasión alcanza de lleno su dormitorio hasta altas horas de la madrugada. El cambio climático es un cuento; la COVID no existe, es una manipulación interesada; del feminismo cree que por culpa de ser tan correcto no liga ni a tiros y que las mujeres se pasan cuatro pueblos; la eutanasia es antinatural; Putin es un machote; el aborto, una aberración y la memoria histórica es un bulo revanchista contado por unos historiadores indocumentados y tendenciosos. Contra los catalanes también cargan los memes, pero últimamente menos. Los padres asombrados comienzan a contemporizar. Déjalo Marisa, ya se le pasará. Ha sido aceptado en esa nueva tribu negacionista donde se encuentran lunáticos que dicen que la NASA les mintió; terraplanistas que nunca han salido al extranjero o adoradores de políticos ramplones que les machacan con una consigna, idéntica a la posguerra, de que España es una y grande, oe, oe, donde imperan las tapas, los buenos vinos y la paella hecha a leña por un familiar ataviado con un delantal con un vinilo estampado con un puñado de procacidades.
Las feministas lo quieren todo, los inmigrantes se alimentan de subsidios y ocupan nuestras casas, los homosexuales se exhiben sin pudor, los ecologistas lo prohíben todo, con las paguitas el gobierno compra votos y con los impuestos no se paga el tratamiento de cáncer de la abuela, sino que se despilfarra en coches oficiales y asesores. Ahora, recapacita, inducido por sus mentores, han sacado a hurtadillas a un general genocida de una basílica sevillana donde llevaba años tranquilamente reposando en su sarcófago. ¿Qué revanchistas! Qué mundo asqueroso me ha tocado vivir, se lamenta. Lo tiene meridianamente claro: la culpa no es de él por suspenderlas todas: es del sanchismo. Sus deberes no son las ecuaciones de segundo grado: su cometido en la vida es salvar el país. ¡Vaya encargo más sublime!
Sus padres han optado por hablar de política a escondidas. Han decidido ocultar su voto en las próximas elecciones, no sea que se enfade el niño y se vuelva más irascible. En las comidas solo se habla de fútbol y los padres tragan con todo, incluida la pizza recalentada en el microondas. Adiós al potaje de acelgas.
El amigo invisible de los juegos de ordenador ha logrado revertir el tedio que le abrumaba. Tiene colegas de convicciones irreversibles en los chats, tiene grupos de wasap que le retroalimentan en peregrinas teorías cargadas de odio y resentimiento. De la nada más insípida, el chaval se ha vuelto un reaccionario cum laude con paga estable de fin de semana.
Gustavo, enfrascado en formol frente a la pantalla del ordenador, puede ganar la próxima partida sin moverse de un sillón anatómico comprado a plazos por sus sufridos y anacrónicos padres. ¡Game over!