El otoño televisivo nos ha deparado la irrupción de dos series, Patria y Antidisturbios, que acumulan las críticas más elogiosas y entre las cuales algunos medios han orquestado cierta y ficticia competencia por convertirse en la mejor serie del año en España. No hay necesidad de entrar en esa pugna artificial, sino alegrarse de que las dos estén ahí porque ambas tienen calidad y son altamente recomendables. La nueva televisión a la carta ni siquiera obliga a tener que elegir entre una y otra.
En Patria, dirigida por Félix Viscarret y basada en la novela de Fernando Aramburu que varias decenas de miles de españoles hemos leído con enorme curiosidad, que tal vez nos ha ayudado a entender algunos aspectos del llamado conflicto vasco, el protagonismo se reparte desigualmente entre dos colectivos antagónicos: verdugos y víctimas. En el caso del País Vasco, a estas alturas está claro dónde quedan unos y dónde los otros, la diferencia entre los que matan y los que mueren, los que asesinan y los que son asesinados.
En el caso de Antidisturbios casi nada es lo que parece. En principio la imagen de los antidisturbios ha sido temible y terrible para toda una generación de españoles entre los que me encuentro. Autómatas prestos para disolver, golpear y detener sin posibilidad de plantearse otra alternativa que la de obedecer órdenes. Quien escribe los sufrió en carne propia - ¡¡y cómo dolía! - después de un concierto de Lluís Llach en el Palau Dels Esports en Barcelona. Fue en el 76, pero les tuve pánico por lo menos hasta el 84. Tienen un trabajo feo y me siguen impresionando, tanto que agradezco que Rodrigo Sorogoyen les levante el casco tras el que se ocultan cuando les toca entrar en acción, para exponer con enorme talento, soltura y credibilidad que también son unos mandados que a veces pueden convertirse en peones del veneno, en coartada para intereses ocultos y tramposos.
Los gudaris, los soldados de la Patria Vasca, a esos policías solían llamarles “txakurras”, perros en euskera, durante el largo conflicto armado del que personalmente empecé a tomar conciencia cuando en diciembre de 1973 el atentado contra Carrero Blanco interrumpió mis últimos y juveniles ejercicios espirituales y pasé en un santiamén del afán de santidad al miedo a un golpe de estado. En aquel momento no percibí, con 16 años, el efecto beneficioso para España (la dictadura se quedó sin recambio) de que aquel almirante del Opus Dei volase por los aires. Cuando se cumplen nueve años del fin del terrorismo etarra, resulta más que didáctica e ilustrativa una serie que, a través de la vida de dos familias, nos traslada a los años de plomo y extorsión, del tiro en la nuca y la bomba lapa, de la tortura y la guerra sucia. Provoca, además, múltiples reflexiones, la primera podría ser cómo los herederos de aquel mundo siniestro de gudaris lanzados al matonismo en nombre de la Patria, que asesinaba indiscriminadamente a todo tipo de personas, menos a curas, son la segunda fuerza política en el País Vasco.
En El reino, y ahora con Antidisturbios, empecé a convencerme de que la vida real parece más real cuando la cuenta Rodrigo Sorogoyen, con esa veracidad que puede molestar, y de hecho ya ha molestado, a quienes desde el corporativismo sindical han tenido que negar por ejemplo que la policía, algunos policías, consuman porros o coca. Pero ocurre.
Patria y Antidisturbios tienen como valor añadido su excelente factura y ambientación y demuestran, una vez más, el potencial interpretativo que hay en este país, la capacidad de hacer creíbles personajes a los que bien podría aplicárseles aquello de que “se non é vero é ben trovato”. Las dos series son bálsamo en tiempos de pandemia y distanciamientos, oportunidad para disfrutar visitando nuestro presente o revisitando nuestro pasado reciente que ha dejado heridas profundas que no acaban de cerrar y más de 800 muertos. Que coincidan en el tiempo, poder ir alternándolas para digerirlas mejor, es una bendición.