Voy a intentar ser claro para que nadie me malinterprete: creo que en el PP no han entendido nada. Absolutamente nada. Para mí, la principal conclusión que se podría extraer de los resultados de las elecciones autonómicas es que España ha cambiado y ya no entiende de mayorías. Para ellos, no.
A la vista de los diferentes resultados yo entiendo que ahora buscamos una democracia más madura en la que las diferentes sensibilidades políticas estén representadas. Y que aquellos que las encarnan sean capaces de encontrar puntos de coincidencia. Y logren acuerdos para evitar que las disensiones se conviertan en un problema. Ya no queremos mayorías que se impongan a las demás sensibilidades gracias a una consulta puntual. Queremos diálogo y consenso.
Las elecciones solo coronan un proceso continuo en el que los gobernantes deberían rendir cuentas continuamente a los gobernados. Un voto no es un cheque el blanco sino la delegación temporal de una confianza que una mala gestión puede romper. Por eso son tan importantes la transparencia y la voluntad de escuchar al que está abajo. El poder reside en él. De ahí la grandeza de la democracia.
Pero al parecer el PP no lo entiende. Para ellos la democracia es un fastidio. Algo que les obliga a tener que pasar por un molesto proceso de consulta a un electorado que, en la mayoría de los casos, considera imbécil. O, por lo menos, condescendientemente irresponsable. Cómo si no explicar medidas tan aberrantes, y tan profundamente antidemocráticas, como la que plantea: suprimir la pluralidad en las elecciones locales y otorgar al partido más votado el mando en los consistorios.
Esa es su lectura de las elecciones locales y autonómicas: que la ley es imperfecta y les ha impedido conservar un poder que, por algún motivo que se me escapa, consideran como un patrimonio propio. Nadie en el partido parece entender que el hecho de que el PP llegue a tener el 49% de los votos en unas elecciones significaría que el 51% del electorado –la mayoría, si mis deficientes matemáticas no me engañan– no quiere que gobierne.
Sin embargo las leyes se pueden cambiar. Sobre todo cuando uno está en el poder. Y más aún cuando uno se considera el verdadero propietario de dicho poder. ¿Cómo si no se puede explicar la obsesión que últimamente muestran en dicho partido con atajar cualquier oposición pública? En los últimos meses hemos vivido numerosos ejemplos, desde la vigilancia de los medios de comunicación para censurar palabras prohibidas hasta perseguir penalmente las manifestaciones públicas de disidencia, como hace la nueva Ley de Seguridad Ciudadana. ¿Acaso no son descendientes ideológicos de Fraga Iribarne? Pues entonces que se note. La calle es suya. La ley que se debatirá este verano –y que se puede aprobar con la mayoría de la que ahora dispone el Partido Popular– es un paso más en esa deriva obsesiva por evitar, a toda costa, someterse a los mecanismos de la democracia.
Lo paradójico del caso es que una iniciativa así venga de un partido que, en los últimos meses, parece haberse apropiado de la labora de vigilancia de los irresponsables coqueteos con el chavismo de algunos dirigentes de Podemos. Y digo que es paradójico precisamente porque el PP las tácticas que trata de emplear el PP para perpetuarse en el poder no podrían ser más bolivarianas.