Un día al acudir a la casa de unos amigos en el alicantino barrio de San Blas, vi un pequeño monolito con algunos dibujos infantiles y ramos de flores en el suelo. Me acerqué hasta él, allí ponía el nombre de un chico. Hacía dos años que un chiquillo del barrio había fallecido jugando con sus amigos y los petardos. El chaval de nueve años, tuvo la desgracia de estar en la trayectoria de una esquirla de metal proveniente de una lata donde había explotado un petardo.
El suceso tuvo lugar en Hogueras y conmocionó a toda Alicante. Hoy paseo por las calle de Valencia y veo los monumentos en el suelo tirados, cubiertos por un plástico, todavía sin vida, sin las miradas curiosas de la gente. Aún quedan unos días para que sean levantados para su admiración. La ciudad tiene un sonido raro estos días previos a las fallas, el sonido estridente pero característico de los petardos parece haber desaparecido.
Mi memoria me traslada en unos segundos a la infancia, a esos momentos donde los petardos, las tracas y las mechas se vendían y compraban desde el día uno de marzo.¿Quizás la crisis ha hecho que se compren menos fuegos artificiales antes de las fallas o tal vez ya no quieren los padres darle tanta manga ancha a los niños?. Ahora para que los niños menores de ocho años puedan comprar material pirotécnico tienen que llevar una autorización de sus padres o tutores legales encima, y no pueden tirarlos solos.
La Ley se ha puesto más dura, aunque en Valencia, que es una zona especial por su singularidad cultural, las amarras se han soltado un poco. En el Estado los petardos de categoría 1 solo se permiten a los chicos y chicas de doce años y aquí de ocho, y a los de categoría 2 de dieciséis años a nivel estatal, a diez en la Comunitat. Los menores de ocho años no pueden tirar petardos, bajo multa de 300 euros.
Recuerdo el temor que sentía cuando llegaban las fiestas a la ciudad y el olor a pólvora la inundaba. De pequeño conocí a un niño algo más mayor que yo que había perdido un ojo, no recuerdo dónde me topé con él, ni por qué salió la conversación, pero me habló de los Tro de bac, una clase de petardos que se usaban mucho en las despertaes por su fácil explosión. Aquello me dejó de piedra, ¿unos petardos de los que jamás había oído hablar podían dejarte tuerto?. Las fallas tenían muchas cosas buenas: podías salir hasta tarde, siempre por el barrio, tenías dinero para petardos (aunque yo no lo gastaba) y habían verbenas gratis en todos los lugares que quisieras. Había fiesta hasta las tantas, sin prohibiciones. Como niño jamás reparabas en las molestias que podías ocasionar al vecindario por la música o por las bebida en la calle.
Yo no solía tirar petardos, pero veía como otros lo hacían. Los padres no solían estar viendo como sus hijos prendían las mechas de los petardos, y así las posibilidades de un accidente crecían. Ponían “los chinos” con sumo cuidado en las mierdas de perros, porque antes los dueños no se detenían como ahora en agacharse a recoger el excremento perruno. Las boñigas saltaban por el aire, no como en nuestra imaginación, pero el grupo reía. Las latas eran un lugar perfecto para colocar el petardo, lo metías dentro y luego corrías como un poseso, creyendo que estallaría en mil trozos. Nunca me saltó una esquirla, pero podía haberlo hecho como le sucedió al niño alicantino. La falla de mi barrio la veía desde el balcón, tenía que sacar mucho la cabeza para poder mirarla, pero lo hacía, me daba igual estar en un quinto. Las figuran tenían algo hipnótico, estimulante, tenían la grandeza de saber que eran efímeras, de corta duración.
Las fotografiaba con una cámara analógica, no podía hacer videos como ahora, ni tampoco selfies con palos extensibles. A veces hacías colas enormes para poder comprar alguna caja de petardos, tenía la extraña creencia, estoy seguro que adoptada de algún amigo, de que si en Fallas no tiraban algún petardo tendrías mala pata el resto del año. Así que me compraba una caja, que meses después terminaba en algún cajón, con los petardos de colores esparcidos por todas partes. Un día, no sé de qué fallas, un chico lanzó unas bolas de colores a través de un palo, esas bolas las dirigió a una amiga y su pelo comenzó a arder. No fue mucho, quizás más el susto que las propias heridas. Ellos rieron. Ella también. Ellos decían, son Fallas, era su único alegato, como si al que no le gustan los petardos tuviera que odiar las fiestas o encogerse de hombros cuando le tiraran una salida encima.
El olor a pólvora lo envolvía todo, pero no sólo de pólvora. Otro año, del que tampoco recuerdo cuál fue, un monumento no acababa de arder, aquel San José había sido muy pluvioso, recuerdo mi ropa empapada y el olor a gasolina. Era como si los ninots se resistieran a morir, y los falleros no pararan de echarles su veneno para perecer. El humo era negro, el olor intenso, apenas había gente alrededor del monumento que intentaba prenderse. Debían ser las tres o las cuatro de la mañana, antes no todas se podían quemar a las doce, y creo que hoy sigue sin poderse hacer. La rumorología decía que en un mismo barrio los casales quemaban sus fallas con algo de desfase para que la gente que veía como se consumía una, pudiera llegar a la otra y así tener todas más público.
En una de esas cremaes una pavesa fue a parar a mi rostro, noté mucho dolor porque estaba incandescente todavía. La retiré con rapidez, pero me había quemado el rostro, no fue grave, en cambio una amiga se quemó al caer un trozo de la figura principal y hacer saltar chispas. Una le dio en la cara, desde entonces tiene ese recuerdo en forma de mancha en su piel. Las Fallas han sido y son parte de mi vida, no entendería Valencia sin ellas, pero al caminar por las calles con menos petardos, no puedo dejar de preguntarme si nos hemos vuelto más civilizados o más paranoicos.