Me he quedado realmente sorprendida de la capacidad de difusión que tienen las sentencias del Tribunal Constitucional. Especialmente, cuando la actividad de este tribunal se concreta en declaraciones de inconstitucionalidad de normativa catalana. Pero en el actual estado de situación de las relaciones Madrid- Gobierno de Cataluña quizás no debería extrañarme tanto.
La sentencia 62/2016, de 17 de marzo de 2016 (BOE num. 97, de 22 de abril de 2016) del Tribunal Constitucional, al estimar parcialmente el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Gobierno de España contra el Decreto -ley de Cataluña 6/2013, de 23 de diciembre, que impedía a las eléctricas y gasistas hacer cortes durante el invierno a las familias que no pudieran pagar sus facturas, ha dado un nuevo impulso a la difusión del concepto de pobreza energética, y en esto le estoy francamente agradecida, aunque también debo decir, que solamente en eso.
Desde el famoso reportaje de Jordi Évole sobre el sector eléctrico, que dio lugar a la saga de los documentales Oligopolyoff de la Plataforma por un nuevo modelo energético, pasando por la constitución, en diferentes puntos del estado español, de los denominados Fuel Poverty Groups -convención internacional para referirse a la pobreza energética- así como, la labor desarrollada por diferentes gobiernos autonómicos del cambio, como la propia Generalitat Valenciana, el desarrollo y promoción del concepto de pobreza energética ha sido notable y, sin duda, ligado al propio desarrollo entre la ciudadanía de una cultura energética hasta hace poco casi inexistente, en la que se manejan ya con solvencia conceptos como revolución energética ciudadana, democracia y soberanía energética, oligopolio eléctrico o consumidores vulnerables.
El extraterrestre mundo de la energía, sus tecnificados subsectores de la electricidad y el gas, la inconcebible lógica normativa de la autogeneración ha aterrizado en las calles y ese conocimiento, traducido inevitablemente en sensibilidad ciudadana por la cuestión energética, ha pasado de la calle a los gobiernos y parlamentos, como no podría ser de otra manera.
Y es, precisamente, de la motivación de los legisladores y de la interpretación y encuadre que hace el Tribunal Constitucional de esa motivación de lo que quisiera hablar en este artículo.
La precitada sentencia del Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales aquellos preceptos del decreto ley catalán que se refieren a la posibilidad para los consumidores vulnerables, según la propia definición que de estos da el texto legal, de aplazar el pago de sus facturas correspondientes a los meses de invierno y de la prohibición para las empresas comercializadoras de cortar el suministro en los supuestos de impago durante este periodo, la denominada tregua invernal reivindicada desde diferentes instancias sociales. La principal razón aducida por la misma es que estas medidas invaden las competencias estatales básicas en materia de planificación general del sistema económico y del régimen energético pues estas son prevalentes respecto de las competencias asumidas por la Comunidad Autónoma de Cataluña en materia de consumo y de servicios sociales.
Y es aquí, donde, en mi opinión comienza y acaba el conflicto.
Es evidente que el Tribunal Constitucional con este pronunciamiento no ha indagado, por decirlo de alguna manera, en la motivación, razón última o sencillamente contenido material de la normativa impugnada, cuya evidente finalidad es la protección de los consumidores y la atención social a los problemas concretos y angustiosos de las personas y familias más vulnerables en situación de pobreza energética, que no alcanzan con sus ingresos, ni con el apoyo que pudieran recibir de las Administraciones públicas, a hacer frente a las facturas de la luz más cara de Europa, durante los críticos meses de inviernos.
Ha obviado los mandatos constitucionales recogidos en los artículo 51,1 y 128,1, referido uno a la obligación que compete a las poderes públicos de garantizar la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud, y los legítimos intereses económicos de los mismos y referido el otro, a que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”.
Y, lo que me resulta más significativo, parece que ha mirado a otro lado al pasar junto a la definición que da de España el artículo 1.1 de la Constitución cuando lo califica como estado social de derecho, base de nuestro sistema socio-político y económico
¿Qué significa ser un Estado social?
La mayor parte de los autores de filosofía del derecho concuerdan en que un Estado social de derecho es aquel que tiene como prioridad fortalecer servicios y garantizar derechos considerados esenciales para mantener el nivel de vida necesario para participar como miembro pleno en la sociedad.
Creo que es evidente que la carencia o privación de los suministros energéticos afectan directamente a la vida y salud de las personas atentando contra su libertad y su derecho a una vida digna y mermándolos en su capacidad para participar como miembro pleno en la sociedad, dadas las repercusiones que esta situación tiene, no sólo en su integridad física, sino también en su derecho a la educación.
En realidad, a mi parecer, el derecho a la energía es una dimensión del más genérico derecho fundamental a la vida y me habría congratulado, extraordinariamente, si los juristas responsables de la antedicha resolución hubieran avanzado en este enfoque al abordar la motivación del legislador: la lucha contra la pobreza energética.
Así las cosas, podemos decir que los miembros del Tribunal Constitucional no han primado el carácter de Estado social de derecho que tiene nuestro país, sino que más bien, han hecho exactamente lo contrario, considerar que el mantenimiento del actual sistema de retribución de la energía no admite alteraciones ni excepción alguna, ni siquiera la protección de las personas.
En el telón de fondo de este asunto nos encontramos con dos temas reiterativos que exigen de una inmediata solución, por un lado, la reforma de la Ley orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional y, por el otro, algo un poco más delicado, y que en palabras de la Mesa del Tercer Sector y la Alianza contra la pobreza energética se definiría como “la defensa continuada por parte del actual Gobierno de los intereses de las suministradoras energéticas”.
No todas las cuestiones derivadas del empobrecimiento generalizado de nuestra sociedad, consecuencia de la crisis y del endurecimiento de las condiciones del sistema económico capitalista, tienen fácil solución, pero estoy convencida que la cuestión de la pobreza energética no es una de ellas.
Con un sector en el que las tres principales empresas arrojan beneficios netos de más de veinte millones diarios mientras el recibo de la luz se encare un 52% - periodo comprendido entre el 1 de enero de 2008 y el tercer trimestre de 2015 - y el Estado claudica ante las eléctricas abonando a estas 275 millones de euros como indemnización por la puesta en marcha del bono social, es evidente que hay mucho margen para articular ajustes y equilibrios que permitan combatir la pobreza energética.
De la sentencia comparto al 100% el voto particular emitido por el magistrado Xiol Ríos, cuya coherencia y claridad de relato han llegado a emocionarme, sobre todo en aquella parte que afirma que un Estado social implica “que el mundo de los sistemas está subordinado al mundo de la vida”.
En estos momentos en que la ley de reducción de la pobreza energética se debate en Las Cortes valencianas, me atrevería a pedir a nuestros legisladores que no tengan miedo, que cambien el enfoque y afinen el tiro al apuntar el marco competencial en el cual se fundamentará la misma.