España experimenta una reviviscencia del interés por la política. Desde 2010 y 2011 se manifiesta esta tendencia en los sondeos demoscópicos, paralelamente a unos niveles de récord en insatisfacción. A pesar de que la preocupación por la corrupción haya descendido en 7 puntos durante el último mes, su permanencia como segundo problema en importancia para los españoles nos hace colegir que el aumento del interés por la política va unido al cabreo con la gestión de la cosa pública. Un último indicador resulta esclarecedor acerca de este renovado afán por la cosa pública: hay más tertulias políticas que nunca en los medios de comunicación, donde la audiencia se erige en juez y parte.
Lógicamente, gran parte de esta ilusión se nutre de las ansias de cambio. Siempre el Cambio. Así, en mayúsculas. Todo cambio proactivo es, a priori, beneficioso. Por eso, te venderán el cambio hasta los que formen parte de lo inmutable. Los Lampedusas de turno que quieren que todo cambie para que todo siga igual. Felipe González, en la cumbre de la metapolítica redundante del cambio se presentó en 1993 bajo la divisa del cambio del cambio. El alcalde de mi pueblo, que ya lleva una legislatura con la vara de mando, también tira de “la fuerza del cambio” para buscar la reelección. En resumen, un recurso tan manido como comprensible, dada su efectividad. Nuevo es otro valor en alza.
Por eso, quienes creen en una nueva forma de hacer política muestran su desprecio a los vicios acumulados por la partitocracia en el fondo y en las formas. Lo veo cuando coincido, por casualidad, en un bar con la reunión de un círculo. Lo entiendo también porque me constan las miserias de la Realpolitik y sus juegos de máscaras. Un ecosistema en el que, como en el reino animal, los pequeños tratan de engrandecerse con trucos efectistas. Y los grandes, acaparan las taras que socavan la ilusión (primarias adulteradas, dopaje en la financiación, argumentarios de batalla que encumbran la mediocridad, uso y abuso del personal de confianza…). Ambas categorías coinciden, empero, en que, como decía un político local, no se puede ir a la guerra solo con generales. En efecto, también hace falta gente que venda lotería y se parta la cara (física y cibernética) por la formación. Siempre habrá clases y en toda organización existe la legítima aspiración de promocionar. Yo mismo he acompañado a un amigo a actos de su partido para generar la ilusión óptica de un poder de convocatoria que, sin duda, tiene y ayudar, así, al crecimiento de su carrera política. La verdad es que es algo que, desde mi perspectiva particular, puedo hacer por los demás, pero no pedir que se haga por mí.
La pasión por el cambio resulta, por lo tanto, normal en un escenario de descrédito. Es una suerte de revulsivo con poso de deudas pendientes. No obstante, la política, como la vida, describe un toma y daca de ilusiones y expectativas que pueden cumplirse o no.
En este sentido, sin querer refrenar esos deseos de cambio, sí que suscribo, mal que me pese, ya que no me agrada el papel de aguafiestas de tercera, las certeras y desapasionadas palabras de Pablo Simón (Politikon): “Ya tomó la decisión orgánica de ser un partido mucho más centralizado, han controlado los círculos limitando su participación en las elecciones municipales y han logrado el control en casi todas las autonomías. Es una organización totalmente vertical. Tienen un nivel de toma de decisiones centralizado e hipertecnificado. Hoy se le hace más caso a cualquier externo que a los círculos”.