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Un disparate lingüístico

La palabra “desficaci” es sinónimo de disparate, pero sus connotaciones parecen apuntar más al “esperpento” castellano o al “desgavell” autóctono, e incluso al coloquial “destarifo”, porque añaden a la receta buenas dosis de ridículo. Un “desficaci” fue el resultado de la postura que los gobiernos del PP adoptaron en relación con la naturaleza del valenciano, cuando se opusieron a la propia Acadèmia Valenciana de la Llengua, que lo define como la misma lengua que se habla en Cataluña o Baleares y que allí “recibe el nombre de catalán”. La actitud del Consell presidido por Francisco Camps apuntaba más allá de una “cuestión de nombres” para abonar un secesionismo lingüístico que, aparte de proclamas políticas populistas, llegó a plasmarse en algún hecho grotesco.

Un ejemplo es el documento al que ha tenido acceso eldiario.es de un protocolo de colaboración entre la Generalitat Valenciana y la Generalitat de Cataluña orientado a la atención sanitaria de pacientes en zonas limítrofes de ambas comunidades. El protocolo firmado por el consejero valenciano de Sanidad, Manuel Cervera, y su homóloga catalana Marina Geli, el 28 de mayo de 2008 en Barcelona, está redactado en dos versiones, pero no se trata del castellano y la lengua propia de las dos comunidades autónomas, como es habitual en las publicaciones oficiales, sino de dos versiones de una misma lengua: la valenciana y la catalana.

La comparación de los dos textos resulta muy didáctica para cualquiera que tenga la paciencia de hacerla. Más allá de demostrativos como “aquest” por “este” o de terminaciones verbales como “permeti” por “permeta” o “resideixin” por “residixen”, las escasas diferencias obedecen a mínimos cambios de léxico (“d'una banda” por “d'una part”, o “desenvolupin” por “despleguen”) o retóricos (“aquest document serà d'aplicació a tot el territori” por “este document s'aplica en tot el territori”).

Cualquier documento oficial redactado en México diferiría de otro elaborado en España en bastantes más aspectos, pero a nadie se le ocurriría confrontar las dos versiones del castellano a la hora de firmarlo oficialmente, pese a que la Constitución española declara el castellano lengua oficial y la mexicana no, aunque de facto sea el español el idioma de las instituciones públicas en el país centroamericano. Que en unos casos la oferta lingüística se presente como valenciano y en otros como catalán, caso de las ediciones respectivas de este mismo diario en la Comunidad Valenciana y en Cataluña por poner un ejemplo, no quiere decir que deban ser traducidas para que usuarios de una u otra puedan entenderlas, ni que establezcan la existencia de dos lenguas distintas. Son versiones de un mismo idioma perfectamente válidas por sí solas.

El socialista Pasqual Maragall, en su etapa de presidente de la Generalitat de Catalunya, propuso una solución muy razonable a la “cuestión de nombres” que enmaraña el asunto de cara al exterior cuando planteó en 2004 que la lengua se denominara catalán-valenciano o valenciano-catalán a efectos de las instituciones comunitarias y asumió, para sorpresa de Francisco Camps y de su entonces portavoz del Consell, Esteban González Pons, la traducción al valenciano de la Constitución Europea enviada al Gobierno central. Mandó entonces Maragall a Madrid y a Bruselas como versión catalana la que se había redactado en Valencia solo con la primera página cambiada, lo que no evitó la escalada de victimismo anticatalanista por parte del PP.

La doble versión del documento que pueden consultar los lectores aquí, y cuyo objetivo era establecer un convenio similar a los que Catalunya ya tenía con Baleares y Aragón, fue firmada unos años después, y unas cuantas escandalizadas manifestaciones después (a las que contribuyeron también quienes desde Cataluña, como Ernest Benach, de ERC, rechazaron los planes “revisionistas” de Maragall), por los titulares de Sanidad de un gobierno presidido en Valencia por Camps, con Vicente Rambla como vicepresidente, y otro presidido en Barcelona por José Montilla, con Josep-Lluís Carod Rovira como vicepresidente. Una vez más, habían fallado la racionalidad y la vocación constructiva, pero sobre todo el sentido del ridículo.