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“La distopía ya no es solo un género literario, se ha vuelto una forma de entender la realidad”

Laura Martínez

7 de diciembre de 2021 22:42 h

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En la última década la distopía se ha vuelto un género de masas. Los productos culturales que muestran un futuro postapocalíptico se han multiplicado en las estanterías y en las pantallas. La pandemia, el cambio climático o el poder de las grandes corporaciones han convertido en una sensación recurrente, en una frase hecha, el sentir constante de que el futuro nos aboca a un mundo en permanente destrucción. En una época de percepción constante de la emergencia, acentuada por la globalización, el pesimismo y el miedo se han vuelto tan dominantes que es más factible pensar en la destrucción del sistema que en la construcción de una alternativa, de una respuesta que evite el trágico final.

Para Francisco Martorell, doctor en Filosofía por la Universitat de València, el boom distópico es sintomático del contexto. La producción cultural, hija de su tiempo, refleja ese ambiente en el que “el miedo se ha adueñado del imaginario”; el miedo es “el disparador distópico por antonomasia”. En Contra la distopía. La cara B de un género de masas (La Caja Books, 2021), el autor valenciano realiza un análisis sociológico de un género que ha saltado de la literatura. “La distopía como género se convierte en una moda de masas y pierde su significado originario, se usa para designar cualquier cosa indeseable. La distopía, por definición, es una tradición literaria y cinematográfica que retrata sociedades futuras peores que la vigente. La creencia, cada vez más extendida y recurrente, de que nuestro mundo es distópico omite ese detalle crucial y refleja cómo el miedo y la pose decadentista se han adueñado de los imaginarios culturales, colonizados por una visión catastrofista de la actualidad y del porvenir”, explica el autor en conversación con elDiario.es.

Las distopías, explica, sirvieron en su origen para despertar conciencias: dibujaban un futurible en el que se advertía de ciertos riesgos, con especial énfasis en la denuncia de los gobiernos totalitarios. Hoy el género se ha vuelto una herramienta para el propio sistema, considera el autor, lastrado por su contexto. “Es una queja sin objeto”, señala, pese asumir que las distopías recientes introducen el elemento de la rebelión del individuo o grupo contra un sistema injusto. “Las revoluciones se han vuelvo populares en las distopías, aparecen como un mecanismo de cambio, pero el relato termina y no sabemos qué viene después. Colapsa la imaginación; el relato se para, hay un cierre ideológico, cancela la producción de imágenes de sociedades distintas”, indica.

“La rebelión es un leitmotiv en muchos productos culturales. En sí mismo, eso no lo convierte en un producto anticapitalista. Las distopias alertaban sobre la llegada del totalitarismo atroz, sobre la posibilidad de que se universalizara el modelo. Ahora, cuando lo critican, lo hacen desde el propio capitalismo. Y no parece que al sistema le molesten esas críticas: las financia y las promueve”, expone Martorell. El capitalismo es capaz de absorber sus intentos de destrucción, sus críticas, y devolverlas en forma de consumible. En un sistema hegemónico resulta una labor titánica encontrar grietas desde las que articular la alternativa sin caer en la contradicción, sin alimentar el mismo monstruo. ¿Cómo salir de esa paradoja? Rompiendo los márgenes. “Es un círculo vicioso. Quizá debamos dar más peso al relato utópico. La utopía critica el presente, sea cual sea, pero ofrece el extra de una alternativa, de una propuesta. La distopía critica sin alternativa. Nos hemos quedado sin alternativa al capitalismo, pero sería interesante que la cultura gestara alternativas. Críticas tenemos muchas, ya sabemos qué no funciona, ¿pero qué hacemos ahora? La utopía cambiaría el tono de la conversación”, plantea el autor ante esta duda.

Para el autor, la caída del Muro de Berlín supone un punto de inflexión que rompe el equilibrio entre utopías y distopías. Los relatos han coexistido desde la industrialización, pero el fin oficial de la alternativa ideológica supone un duro golpe en el imaginario colectivo. Hasta la fecha, el miedo y la incertidumbre no habían abocado a las sociedades a una visión enteramente pesimista, pese a la sucesión de traumas colectivos. Entre la Revolución y las guerras napoleónicas, los franceses vivieron más de treinta años en guerra constante; en la Europa del siglo XX, varias generaciones sobrevivieron otras tres décadas entre dos guerras mundiales y sucesivas crisis. El golpe a la moral del continente no borró la capacidad ciudadana de imaginar alternativas. “Tras las guerras mundiales, si nos acogemos a los datos, la producción utópica continuaba activa; el equilibrio utopía-distopía estaba activo. Europa podría haberse sumido en una gran depresión, pero tras la segunda guerra mundial había creencia en el progreso humano. Muestra de ello son la creación de la Organización Mundial de la Salud, de Naciones Unidas, la carrera espacial... Había una alternativa oficial, que ahora sabemos que era poco atractiva, pero había muchos sueños, los miedos se compensaban con esperanzas. Hoy nos hemos quedado con los miedos”, sentencia.

Sin embargo, pese al escenario, Martorell considera que hay posibilidad de cambio e invita a introducir en el debate las perspectivas utópicas. Las ideas-proyecto, como define el sociólogo Manuel Castells al feminismo y al ecologismo, son una herramienta para dibujar horizontes. “En los últimos 15 años hay destellos de horizontes alternativos. Economistas neokeynesianos como Thomas Piketty o Joseph Stiglitz van trazando instantáneas difusas de un futuro. Habría que trabajar en esas líneas y el feminismo tiene un papel fundamental. Desearía que las escritoras que han contado sus temores [en la ciencia ficción] dibujaran los futuros antipatriarcales con los que sueñan”.