Escribía hace unas semanas sobre la inviolabilidad que le reconoce al monarca el Título Segundo de la Constitución. Y no es el único que carece de responsabilidad por sus actos. El Papa, cuando actúa como Pontífice Máximo de la Iglesia Católica también está revestido de infalibilidad. Sin embargo últimamente tengo la sensación de que, más allá de estos restos medievales, hay muchas otras personas vinculadas al poder que se sienten también infalibles.
Si lo piensan fríamente no parece haber otra explicación para la defensa numantina que ha asumido el Govern de la Generalitat en torno a la asesora de Fabra, Esther Pastor. La propia Conselleria de Presidencia ha llegado a defender lo indefendible anunciando que los gastos asumidos por dicha asesora a cargo de Presidencia (que van desde los huesos para el cocido hasta los yogures griegos) corresponden a gastos necesarios para el día a día de la institución. Y al leer esto uno no puede más que preguntarse si en la plaza de Manises hay un enorme puchero para que el President pueda almorzarse todos los días un reconstituyente caldito.
Fabra asumió el encargo disimulado de regenerar de algún modo al PP valenciano. Su principal cometido era limpiar la imagen de un partido que alberga un centenar de imputados por corrupción en sus filas. Sin embargo, pasados los meses, la realidad demuestra que cualquier tipo de limpieza que esté dispuesta a acometer Presidencia será, únicamente, una limpieza de fachada. Nada de admitir errores, nada de buscar culpables. Si una filtración pone en falta a un miembro del ejecutivo, o a uno de sus cargos de confianza, la reacción es sacar pecho, descalificar a los acusadores y someter a los funcionarios a registros sistemáticos para evitar que se filtren más documentos vergonzantes.
Más allá de la anécdota de las facturas del colmado, lo preocupante de esa defensa a ultranza de una actuación ciertamente cuestionable es la tremenda soberbia que transmite. Es como si Presidencia quisiese decirnos que allí nadie se equivoca y que todas las decisiones tomadas al amparo de su autoridad están completamente justificadas. Siempre.
Parece como si, en política, reconocer un error fuese el mayor pecado posible. Cualquier otro desliz es perdonable en la estructura interna de un partido pero asumir la culpa de un comportamiento reprobable parece no tener perdón. Y esa actitud demuestra una vez más la desconexión que existe a estas alturas entre los ciudadanos y quienes nos gobiernan.
Nuestros políticos infalibles
Escribía hace unas semanas sobre la inviolabilidad que le reconoce al monarca el Título Segundo de la Constitución. Y no es el único que carece de responsabilidad por sus actos. El Papa, cuando actúa como Pontífice Máximo de la Iglesia Católica también está revestido de infalibilidad. Sin embargo últimamente tengo la sensación de que, más allá de estos restos medievales, hay muchas otras personas vinculadas al poder que se sienten también infalibles.
Si lo piensan fríamente no parece haber otra explicación para la defensa numantina que ha asumido el Govern de la Generalitat en torno a la asesora de Fabra, Esther Pastor. La propia Conselleria de Presidencia ha llegado a defender lo indefendible anunciando que los gastos asumidos por dicha asesora a cargo de Presidencia (que van desde los huesos para el cocido hasta los yogures griegos) corresponden a gastos necesarios para el día a día de la institución. Y al leer esto uno no puede más que preguntarse si en la plaza de Manises hay un enorme puchero para que el President pueda almorzarse todos los días un reconstituyente caldito.
Fabra asumió el encargo disimulado de regenerar de algún modo al PP valenciano. Su principal cometido era limpiar la imagen de un partido que alberga un centenar de imputados por corrupción en sus filas. Sin embargo, pasados los meses, la realidad demuestra que cualquier tipo de limpieza que esté dispuesta a acometer Presidencia será, únicamente, una limpieza de fachada. Nada de admitir errores, nada de buscar culpables. Si una filtración pone en falta a un miembro del ejecutivo, o a uno de sus cargos de confianza, la reacción es sacar pecho, descalificar a los acusadores y someter a los funcionarios a registros sistemáticos para evitar que se filtren más documentos vergonzantes.
Más allá de la anécdota de las facturas del colmado, lo preocupante de esa defensa a ultranza de una actuación ciertamente cuestionable es la tremenda soberbia que transmite. Es como si Presidencia quisiese decirnos que allí nadie se equivoca y que todas las decisiones tomadas al amparo de su autoridad están completamente justificadas. Siempre.
Parece como si, en política, reconocer un error fuese el mayor pecado posible. Cualquier otro desliz es perdonable en la estructura interna de un partido pero asumir la culpa de un comportamiento reprobable parece no tener perdón. Y esa actitud demuestra una vez más la desconexión que existe a estas alturas entre los ciudadanos y quienes nos gobiernan.