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Presas en Santa Clara por ser mujeres, pobres y republicanas

El convento de Santa Clara, de València, en la actualidad.

Marta García / María Palau

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“A orillas de una carretera hay un hermoso convento con rosas de primavera marchitándose allí dentro”, escribió Amparo en unos versos dedicados al espacio en el que fue apresada.

Las rosas fueron, como ella, presas republicanas encarceladas. El convento donde se las recluyó todavía lleva por nombre Santa Clara. Ubicado en la avenida de Pérez Galdós de València, en la posguerra pasó a ser conocido como Prisión Nueva Convento de Santa Clara al convertirse en una galera de mujeres, o, según el eufemismo que se estilaba en el discurso franquista, un “centro de detención habilitado”.

El día 29 de junio de 1939, tres meses exactos después de la caída de la ciudad de València a manos franquistas, internaban las primeras 200 reclusas en la Prisión Nueva Convento de Santa Clara. La Prisión Provincial de Mujeres, construida para encarcelar a unas cien presas, estaba desbordada ante el incremento de las detenciones. Entre abril y noviembre de ese año, encerraron en este centro penitenciario a unas 1.500 mujeres, según arrojan los datos del libro de filiaciones.

“La cárcel Provincial de Mujeres estaba totalmente saturada”, explica la doctora en Historia por la Universitat de València y coordinadora de la guía Dones i repressió franquista. Una guía per al seu estudi a València, donde se recogen estas cifras, Vicenta Verdugo. “Lo que hicieron fue habilitar espacios donde poder meter a la cantidad de población que tenían que detener; y, en ese sentido, improvisaron estos espacios. Generalmente, reutilizaban los conventos para utilizarlos como prisión”, añade.

La historiadora estima que, hasta el cese de sus funciones como prisión el 26 de abril de 1942, por el Convento de Santa Clara pasaron entre 2.700 y 2.750 presas.

Una de estas reclusas fue Águeda Campos Barrachina, quien, junto a su marido, Amando Muñiz, fue militante y portera de un local del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) en València. “En cuanto las tropas franquistas entraron en la ciudad, fueron desmantelando todos aquellos espacios que formaban parte de las distintas organizaciones políticas de la izquierda”, recompone Verdugo. Así, Águeda fue detenida y encarcelada en el Convento de Santa Clara, donde también ingresaron sus dos hijos, Vicente y Pepe, de cuatro y tres años.

Verdugo advierte de que “el mero hecho de ser militante era suficiente como para ser castigado, ser detenido, ser encarcelado y ser fusilado”. Pero Águeda Campos, además de su vinculación al bando republicano, fue acusada del asesinato de tres mujeres. “Realmente no hay ninguna prueba, no hay ni siquiera un nombre”, denuncia la doctora en Historia. El nieto de Águeda e hijo de Vicente, José Vicente Muñiz, recuerda esta acusación: “Había un hombre que no había visto nada, pero había oído decir que mi abuela había matado a esta mujer. Tres mujeres sin identidad”.

“A Águeda Campos se la sometió a un consejo de guerra sumarísimo de urgencia, donde el abogado defensor tenía como mucho tres horas para poder preparar la defensa frente a las acusaciones que existían. No se le permitió ni siquiera establecer lo que se llama el careo”, continúa Verdugo. Las palabras del nieto de Águeda son contundentes con respecto al juicio: “Lo que ocurre es que en aquel momento no existía la presunción de inocencia. Entonces, si tú eras un rojo o una roja y estabas en la cárcel después de la guerra, tú no eras presuntamente inocente, sino lo contrario”.

Muñiz agrega que en el juicio la acusación “afirmó que lo que él había oído decir es que no era mi abuela, sino mi abuelo quien había matado a esta mujer sin identidad. Y el tribunal militar decidió fusilarlos a los dos”.

“El Convento de Santa Clara fue un espacio de reclusión de tipo transicional”, matiza la historiadora. “Cuando las mujeres iban a ser ejecutadas pasaban de la Prisión Convento de Santa Clara a la Prisión Provincial y de ahí a la Prisión Modelo de hombres, desde donde se recogía a las personas que iban a ser fusiladas para trasladarlas a Paterna”, señala.

Milagros Querol, presa también en Santa Clara, relataba así a Tomasa Cuevas en su libro Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas el momento en el que Águeda Campos fue trasladada del convento: “Esta chica llegó un día en que la llamó el director: 'Águeda Campos, la llaman a usted a comunicar'. '¿A comunicar? Si yo no tengo a nadie para comunicar'. 'Sí, mujer, arréglese usted y salga, que la espera el juez'. Pero ella no se lo creyó. 'Nada de comunicar, yo estoy pendiente de un fallo o de una ejecución'. Ella, con toda dignidad, se vistió, se pintó, se arregló y se fue. Y al irse me dijo: 'Milagros, tú tendrás más suerte que yo. Prométeme que irás a ver a mis hijos'”.

El 5 de abril de 1941, Águeda Campos y Amando Muñiz fueron fusilados en el conocido como “paredón de España” (Paterna). La que fuera una “simple portera” del POUM se convirtió en una de las 41 mujeres fusiladas en territorio valenciano, según el historiador Vicent Gabarda. Vicente y Pepe, de seis y cinco años, quedaron huérfanos. Los huesos de sus padres todavía están sepultados en una fosa del cementerio de Paterna.

Pena doble, por delincuentes y pecadoras

La victoria del bando franquista significó el retorno de obsoletas tradiciones del siglo anterior. Una de estas viejas prácticas otorgó la custodia y la intendencia de las presas femeninas a las órdenes religiosas. La Prisión Nueva Convento de Santa Clara y las reclusas encerradas en ella fueron sometidas al mando de la orden de las monjas Capuchinas.

Esta cárcel funcionaba como filial de la Prisión Provincial. “El convento tenía un director que dependía de la directora de la Prisión Provincial de Mujeres. Estas son cuestiones burocráticas que nos hablan de la relación entre un tipo de espacio y el otro”, argumenta Verdugo.

En septiembre de 1939, Natividad Brunete se convirtió en la directora de la Prisión Provincial. Los testimonios de presas recordando la brutalidad de sus comportamientos son numerosos. “Estaba como directora Natividad Brunete y su hermana Teresa de funcionaria. Entre las dos le hacían la vida imposible y sufría mucho con ellas; eran malas, gozaban haciendo mal”. “Aquella mujer era como un sargento; iba detrás de todo el mundo exigiendo cosas; entonces fue cuando empezaron a obligarnos a cantar brazo en alto después de las formaciones (...) Todo esto era labor de esa mujer, que era malvada. El paso de esta mujer por la cárcel fue funesto para todos, y durante bastantes años”, recogió Tomasa Cuevas los recuerdos de Josefa Beneito y Ángela Sampere, respectivamente.

El sometimiento por parte de las órdenes religiosas convirtió las cárceles femeninas en un espacio de represión, así como de “redención moral”. La historiadora remarca que “las presas tenían que penar porque habían cometido un delito, pero también un pecado”.

De esta manera, el régimen franquista se sirvió de la religión y la moral para intimidar a las presas republicanas y convertirlas a través del miedo y las amenazas en “pecadoras arrepentidas”. Eran obligadas a asistir a misa o tomar la comunión. En el Convento de Santa Clara, afirma Verdugo, incluso se celebraron bautizos y bodas eclesiásticas “con el fin de seguir cumpliendo con ese pacto que el franquismo tenía establecido para las mujeres”. Las monjas recurrieron al chantaje a través de los niños para conseguir hacer efectiva la imposición de estos mandatos religiosos. Por ejemplo, cortando el suministro de medicamentos para las criaturas.

Los actos de resistencia a participar en las celebraciones religiosas eran castigados con la prohibición de ver a los familiares, de recibir paquetes o cartas y, en el peor de los casos, con aislamientos en celdas incomunicadas. Águeda Campos protagonizó algunos de los episodios de resistencia al sometimiento religioso y a las exaltaciones del franquismo que se vivieron en Santa Clara.

El 14 de abril de 1940, la militante del POUM confeccionó con unos trapos y un palo de escoba una bandera republicana que exhibió alrededor del patio de la prisión junto a otras dos reclusas. Verdugo la describe como “una mujer muy convencida de lo que hacía, que fue capaz de rebelarse de esa manera, lo que le costó estar confinada en una celda de castigo”.

El hijo mayor de Águeda narra así este episodio en el documental El genocidio franquista en València: “Fueron por toda la cárcel con la bandera con vivas a la República y con abajo la dictadura. Ahí es donde mi madre prácticamente se ganó la pena de muerte y, por simpatía, también mi padre”.

La desobediencia de Águeda Campos no cesó hasta momentos antes de su ejecución. María Añó, otro de los testimonios reunidos por Tomasa Cuevas, rememoraba: “Esta mujer no se había querido confesar, ni se confesó, realmente ni quería, ni quiso, ni lo hizo. Y cuando fueron a la prisión, la directora de la Provincial, el cura y Ramón de Toledo (director de la cárcel Modelo de hombres), entraron en la celda para que se confesara, ella dijo que no podía confesarse ante unos señores que iban a fusilarla y que dejaban a sus hijos sin padre y sin madre, que ella no se confesaba”.

Las cárceles del franquismo: hacinamiento, desnutrición y miseria

Las cárceles del franquismo se caracterizaron por la falta de espacio, el alto número de presas y el hacinamiento. “Las habitaciones del Convento de Santa Clara, que habían sido proyectadas para ser ocupadas por una única monja, pasaron a alojar entre ocho y diez reclusas”, según Verdugo. La masificación fue tal que todos los espacios se utilizaron para que las presas pudieran dormir. Los pasillos, las capillas, los comedores y los baños se convirtieron en celdas improvisadas del franquismo.

Las presas pasaban gran parte del día en el patio de la prisión. Obligadas a estar allí hiciera el tiempo que hiciera y se encontraran como se encontraran. “Y aunque hiciera frío nos hacían bajar al patio. A las ocho de la mañana estábamos ya en el patio, y allí charlábamos igual”, explicó Ángela Sampere, reclusa en Santa Clara, a Tomasa Cuevas.

En estas condiciones, la propagación de enfermedades y plagas estaba asegurada. En el Convento de Santa Clara, las presas y sus hijos fueron afectados por epidemias de sarna, piojos, tuberculosis, meningitis y tos ferina. Por otro lado, su ubicación, no muy lejos del río Turia, propició la aparición de malos olores, hongos y la presencia de insectos y animales. “Estuve cuatro años y medio. Estábamos muy mal; pasaban las ratas por encima de nosotras, comíamos las habas llenas de gusanos y nos daban muy mal trato”, describió Josefa Beneito a Tomasa Cuevas.

La alimentación en Santa Clara fue deficiente. Los pequeños platos que tenían que compartir madres e hijos estaban hechos con comida en mal estado y, muchas veces, con larvas y gusanos en ella. Los periodistas y fundadores de la productora DocumentArt, Matilde Alcaraz y Santiago Hernández, quienes dirigieron el documental La presó de les dones. La repressió franquista, relatan la dura experiencia en el Convento de Santa Clara de tres niños que vivieron en ella junto a sus madres: Vicente Muñiz, hijo de Águeda Campos, Julia Gómez, hija de Julia Martín de la Fuente, una militante del Partido Comunista, y Palmira Calvo, hija de la maestra republicana Francisca Sanchís. “Julia Gómez nos dijo que no entendía cómo a su madre no la mataron. Tenía una altura de 1,75 y salió de allí pesando solo 35 kilos”, explican.

Las cuatro máximas de las cárceles del franquismo, tanto las de hombres como las de mujeres, eran muy claras: vigilancia, castigo, purificación y reeducación. Javier Rodrigo relata en su libro Hasta la raíz. Violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista las atrocidades de los centros penitenciarios de mujeres, “en la documentación oficial de las prisiones se certifica la crudeza, la irregularidad, la saturación, la muerte, el dolor y la desproporción sin límite”.

Según el mismo Rodrigo, las cárceles franquistas no respondían a otra lógica que no fuera la punitiva y la de la redención política de los individuos para una dictadura. “Ni económicamente ni por motivos de seguridad interna eran viables: eran la cristalización real de una ideología de transformación, exclusión identitaria y justicia cristiana”, añade.

Niños en las cárceles femeninas, el robo de una infancia

La maquinaria estatal tenía como uno de sus principales objetivos la penitencia y la reeducación de los “hijos de rojos” y actuaba con más dureza en las cárceles de mujeres. Los niños de las rojas eran obligados a vivir con ellas en la cárcel. Una obligación que, además, no se daba en las cárceles de hombres. Es imposible conocer la verdadera magnitud del sufrimiento que experimentaron los menores en Santa Clara porque, como denuncia Vicenta Verdugo, no había ningún tipo de registro sobre los niños que ingresaban o nacían en las prisiones de València.

Los testimonios de las presas relatan cómo no los dejaban salir ni para ir al médico, aunque algunas lo intentaron. Juana Mansilla pidió que su hijo saliera de prisión para recibir un tratamiento contra el raquitismo. Esta solicitud se denegó y su hijo permaneció encerrado con ella hasta que a los siete meses murió a causa de esta enfermedad.

El caso de Juana no fue el único. Los datos oficiales apuntan a 26 niños fallecidos en las prisiones valencianas. El historiador Ricard Vinyes afirma en su estudio Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas que “la desaparición de los hijos de las reclusas en el momento del parto fue una realidad practicada sin demasiados escrúpulos. La Prisión Provincial de Mujeres, el convento de Santa Clara y el Reformatorio del Puig fueron una zona de riesgo de pérdida familiar para las reclusas republicanas encarceladas junto a sus hijos”. Se les comunicaba a las presas que sus hijos habían muerto, pero sin mostrarles el cuerpo.

El drama de María Pérez Lacruz, conocida como la Jabalina, es una muestra de esta crueldad. Dio a luz a principios de los 40 en la Prisión de Santa Clara. De su hijo, o hija, nunca supo nada, no vio su cuerpo. Estuvo dos años más encarcelada tras ser condenada a muerte por matar “a más curas que pelos tenía en la cabeza”, según la acusación. Durante estos dos años intentó encontrar a su bebé, pero no obtuvo respuesta.

Para Verdugo, “la separación de las madres y los hijos fue uno de los capítulos más oscuros de la dictadura. Una dictadura que empleó a los niños y las niñas para aumentar su capacidad de control sobre las presas”. Muchos convivieron en la prisión con sus madres hasta el momento que fueron fusiladas. Después, eran enviados a los hospicios donde se buscaba reeducarlos en los valores del franquismo.

Este fue el caso de Vicente y Pepe Múñiz Campos. El hijo de Vicente, José Vicente Múñiz, es ahora el guardián de la memoria de su padre y de su tío. “Mi padre y mi tío fueron a ver a mi abuela en la cárcel con una tía suya. Mi tío vio a su madre y se soltó de la mano de su tía. Echó a correr hacia mi abuela, una bicicleta lo atropelló y lo curaron en la cárcel y ya se quedaron los dos allí”. Vivieron dos años en la prisión y solo salieron una vez: para ver a su padre antes de que lo fusilaran.

Diez años antes de que la memoria de Vicente Múñiz se apagara, participó en el documental El genocidio franquista en València. “Cuando fuimos a ver a mi padre, los presos que estaban todos apretados se vinieron hacia nosotros. Me cogieron en volandas hasta que llegué a mi padre. Él me dio un pedacito de lápiz, un papel, un beso y un abrazo”, así contaba cómo fue ver a su padre por última vez.

La principal distracción de Vicente era hacer figuras con el barro del patio del convento, que para él representaban la prisión. Después cogía lagartijas y se dedicaba a jugar con ellas, como si fueran presas.

Vicente vivió toda su vida en esa mentalidad de niño encarcelado. A su hijo esta situación le marcó, “llegó un momento en el que estaba demasiado con esto. Parecía que vivía siempre en su infancia. Y eso es duro. Una persona no puede estar recordando cada dos por tres los peores tiempos de su vida”. Para Santiago Hernández, Vicente “nunca habló desde el rencor, lo hacía desde la sinceridad, con palabras que le salían de dentro”.

Hoy, José Vicente Muñiz trabaja en el IES Conselleria de Campanar, barrio en el que durante el franquismo se ubicó el hospicio donde estuvieron internados su padre y su tío. Para Matilde Alcaraz “es como cerrar un círculo. Ahora está educando en libertad en el lugar donde a su padre se la robaron”.

Una represión de género

Las mujeres soportaron una “doble carga” en la derrota del bando republicano. No sufrieron solo una represión política, sino también una represión por ser mujeres, la de género. El aparato de control del franquismo abarcaba todos los aspectos de su vida diaria. Su forma de pensar, de vestir, de actuar, de cuidar a sus familias y de criar asus hijos estaban en el punto de mira del dictador.

Para Jorge Montes, editor del libro Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas, las mujeres vivieron una odisea “por serlo en toda la dimensión, asumieron una doble carga en aquella derrota: la de defender sus ideales si los tenían y su dignidad de mujeres y madres de revolucionarios perseguidos o asesinados”.

Entre los supuestos delitos que podían cometer las mujeres se encontraba el de “mostrar públicamente los posicionamientos políticos en la calle, expresándolos y exhibiéndolos, participar en manifestaciones, intervenir en mítines y actos políticos, hacer propaganda o exaltar sus ideas”, según la doctora en Historia Contemporánea por la Universitat de València Mélanie Ibáñez.

Una mujer debía ser “la guardadora y cuidadora de la moral y de las buenas costumbres de la familia. Muchas mujeres fueron detenidas por delegación. Es decir, ellas no habían cometido ningún delito, pero eran hijas, hermanas o esposas de republicanos. Si a ellos no los podían localizar, las detenían a ellas. Porque no habían sabido guardar dentro de su familia el papel que les tocaba y habían hecho posible que los varones de la familia se desviaran”, denuncia Vicenta Verdugo.

Era habitual que las mujeres republicanas fueran obligadas a limpiar lugares públicos como plazas, edificios, casernas e iglesias como un acto de humillación y redención de su alma. Pero también eran forzadas a participar en talleres de actividades consideradas femeninas para reducir sus penas. Josefa Beneito le contó a Tomasa Cuevas que trabajó en “el taller de confección donde las explotaban y ellas se dejaban explotar porque era el único medio de reducir la pena por el trabajo”.

Los castigos físicos fueron comunes durante los primeros años de la dictadura. “Dos de los castigos físicos más conocidos de los utilizados contra las mujeres 'rojas' en la guerra y la inmediata posguerra fueron el rapado de pelo y la ingesta de aceite de ricino, empleados en ocasiones de forma conjunta”, recuerda Ibáñez. Las mujeres eran obligadas a pasear por los pueblos, más que rapadas, esquiladas, y sufriendo los graves efectos que produce el aceite de ricino: diarrea y vómitos.

Estas represalias también fueron utilizadas en las cárceles. Ángeles Malonda relata en su libro Aquello sucedió así la siguiente escena: “Entre las reclusas muy jóvenes sobresalía una por sus travesuras y contestaciones a las monjas. Por ello, siempre la veíamos con el pelo cortado al cero. Una de las mañanas entra por el patio la superiora y, acariciándole la cabeza, le dice: 'Sara, esto va bien; veo que te está creciendo el pelo'. La muchacha corre en busca de la peluquera. 'Oye, Julieta: córtame el pelo, porque parece que ha crecido algo y les hará gracia castigarme otra vez'”.

Las vejaciones por incumplir el mandato de género femenino fueron múltiples y diversas. “Las vencidas sufrieron toda una serie de castigos 'no contables', dirigidos a las mujeres. Junto a las violaciones, amenazas y descalificaciones del tipo moral y sexual, las mujeres padecieron otras formas de castigos con el objetivo de humillarlas y anular su condición femenina”, recuerda Ibáñez.

“Todo lo relacionado con el franquismo y las mujeres tenía como objetivo simbolizar la apropiación de los cuerpos de las mujeres, y de ellas mismas, por parte de los represores, con el objetivo de la purificación”, sentencia la historiadora.

Domésticas, sumisas, castas y católicas; el modelo franquista

Las mujeres republicanas representaban el “antimodelo” femenino a los roles de género que pretendía implantar la dictadura franquista. Al respecto, Ibáñez escribe en Dones i repressió franquista. Una guia per al seu estudi en València: Estas mujeres “habían cuestionado y/o atacado el modelo de feminidad patriarcal y católico que tenían que acatar. (…) Mediante el castigo retroactivo de la transgresión social y moral de las 'rojas' se buscaba ratificar la identidad femenina que se pretendía imponer”.

El objetivo era convertirlas en “ángeles del hogar” y someterlas a unos patrones de “domesticidad, sumisión y castidad”. La doctora en Historia Contemporánea emplea el concepto de “mujeres fajadas”, ceñidas, oprimidas, “que como individuos no pudieron llevar una vida en plena libertad”.

El régimen franquista puso en marcha ya desde 1936 una maquinaria legislativa centrada en tres ámbitos: la educación, el mundo laboral y la moral y las buenas costumbres, cubriendo así todas las etapas vitales femeninas. “El franquismo se metía hasta en las paredes de tu casa y en tu dormitorio”, completa Verdugo.

Se prohibió la educación mixta y la coeducación. “Las chicas eran educadas solo para lo que se entendía como su destino biológico, que es cuidar a la familia”, relata Ibáñez. La dictadura convirtió a la mitad de la población en “mujeres domésticas”, relegadas al hogar y expulsadas del espacio público.

En el ámbito laboral, las mujeres fueron desplazadas a “una minoría de edad permanente”. Cuando se casaban, eran obligadas a abandonar el trabajo o se les requería un permiso o licencia marital para poder continuar con su empleo. Además, no cobraban directamente su salario, sino que este era percibido por una figura masculina de tutela, como podía ser el padre o el marido. En este sentido, el Fuero del Trabajo de 1938 defendía que se “liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica”.

Por último, en cuanto a la moral y las buenas costumbres, se fijó, en palabras de la historiadora, “desde el largo de la falda o los vestidos, hasta cómo las mujeres tenían que comportarse”. Muchas jóvenes menores de 21 años fueron castigadas por “la fealdad de sus vicios” e internadas en el Patronato de Protección de la Mujer, una institución donde eran encerradas por “salir demasiado de casa, haber sido vistas paseando con más de un chico o por tener demasiadas amigas muy mayores”.

Las “rojas”, reivindica Alcaraz, “arriesgaron su vida por unos ideales, de la República, de libertad y de honestidad”. Una lucha que la dictadura amenazó con disolver en el olvido, pero que voces como la de Vicente Muñiz se empeñaron en recuperar. “Yo continúo luchando por la memoria de mis padres porque si ellos, y muchos como ellos, tuvieron el coraje de defender la libertad de todos, aunque les costó la vida y la ruina a toda la familia, yo les debo algo a ellos”, contaba en El genocidio franquista en València.

Su hijo, y nieto de Águeda Campos, recuerda cómo su padre hablaba de las “viejas heridas” que causó la dictadura. “Si una herida está infectada y no la abres y quitas el pus, eso nunca va a curar”, reivindicaba el mayor de los hermanos Muñiz.

Estas heridas forman parte de la herencia que el franquismo reservó para los hijos de las mujeres republicanas, plagada de “mucha miseria, mucha hambre y mucha represión”. Vicente Muñiz guardaba con ahínco un trocito de tela que les cortaron a sus padres antes de fusilarlos. Su única herencia. En la memoria permanece el recuerdo de una lucha que Águeda Campos pagó con su vida. Antes, fue represaliada, encerrada y acusada de un delito que nunca cometió.

El único crimen de Águeda Campos, y de tantas otras mujeres, denuncia Verdugo, “fue ser militante del POUM y ser pobre”. Tuvo que pagar un alto precio por defender la libertad en la que ella creía. Por ser mujer.

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