Ángela Herranz tiene 16 años recién cumplidos y lleva arbitrando partidos de fútbol 8 entre niños (hasta once años) desde hace unos meses. Es la única mujer en un colectivo que forman unas 70 personas en la delegación valenciana del Camp de Morvedre. “Mis compañeros me acogieron con total normalidad y me tratan muy bien, como a uno más, desde el primer día”, reconoce la joven valenciana.
Aunque quiere estudiar algo relacionado con las ciencias de la salud, como enfermería o ingeniería biomédica (actualmente cursa primero de Bachiller), no renuncia a llegar lo más alto posible en el mundo del arbitraje: “Evidentemente, si estoy en este mundo es porque me gusta y porque quisiera seguir dedicándome a ello”. Por lo que se refiere a cómo una chica de 15 años decide meterse a árbitra -tuvo que hacer un cursillo y aprobar dos exámenes teóricos y unas pruebas físicas-, apunta que es algo que le viene de familia: “Mi padre fue árbitro y mi hermano también lo es”. “Además, es una forma de practicar un deporte que me gusta. Aunque nunca he jugado al fútbol siempre he estado muy metida en este mundo, que ya conocía”, reconoce.
En cuanto al ambiente en los campos, asegura que no le tratan de forma diferente por ser mujer: “En general, tanto padres como entrenadores, la mayoría, te trata mal, como a cualquier árbitro, a quien culpan de la derrota de su equipo -si ganan, es por los niños, si pierden es culpa tuya-”. No obstante, apunta, “evidentemente que he escuchado algún insulto machista. Recuerdo a una madre que me gritó: 'mujer tenías que ser' o algún padre que me ha enviado 'a fregar' en alguna ocasión, pero reconozco que esos son los menos, la mayoría son genéricos que valen para cualquier árbitro, sea hombre o mujer (qué mala eres, burra...), cuestionando cualquier decisión que tomas”.
Sin embargo, lamenta que ese tipo de trato sea el habitual: “No es normal que te increpen o te insulten por pitar una falta en contra del equipo de sus hijos o por no ver un fuera de juego”. “Al final, aprendes a desconectar de esas presiones cuando acaba el partido, porque si no, no te puedes dedicar al arbitraje”, sostiene Ángela, a quien lo que sí que le inquietan sus equivocaciones: “Cuando soy consciente de que he cometido un error, entonces sí que le doy vueltas”.
Por eso, echa en falta, tanto entre los padres como entre los propios entrenadores, “con los niños no hay problema, por lo general respetan tus decisiones”, que fueran capaces de empatizar: “Les pediría que se imaginaran a ellos o a sus hijos en mi lugar. Seguro que entonces verían nuestra labor de otra forma”, apunta la joven, que indica que padres y entrenadores, cuando protestan reiteradamente, “trasladan esa crispación a los niños en el campo y, por tanto, al juego”.
A juicio de Ángela, los niños son los que más fácil se lo ponen, y recuerda una anécdota: “Era un día lluvioso, aunque no mucho, y les consulté a los dos entrenadores si querían jugar o la suspensión del partido. Me dijeron que adelante, que se jugaba, a lo que siguió una situación pintoresca. La madre de un niño [uno de los porteros] se metió en medio del campo diciéndome que tenía que suspender el partido y, como no accedí, el abuelo decidió ponerse en la portería detrás del niño con un paraguas, por lo que tuve que llamarle reiteradamente la atención para que saliera del campo. Al final, la madre y el abuelo se llevaron al niño en el descanso”.
De todos modos, la situación ahora es mejor que hace un año por la experiencia adquirida. “Recuerdo los primeros partidos, estaba muy nerviosa y dudaba de todas las decisiones que tomaba. Ahora no, estoy más segura e incluso soy capaz de adelantarme a la jugada y ver lo que va a suceder, aunque el arbitraje es difícil, mucho más de lo que la gente se imagina”.