La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El problema de la transición es la transición

Cada 20 de noviembre, fecha de importancia simbólica para el fascismo franquista, aparecen por aquí y por allá grupos que reivindican las imaginadas bondades de aquel régimen de terror y miseria, catalogados casi unánimemente por la opinión pública como “nostálgicos”. A la vista de la juventud de muchos de esos “nostálgicos” que levantan el brazo sin pudor y exhiben los símbolos de la dictadura, se deduce que no se trata de nostalgia, puesto que no pueden echar de menos aquellos años que no vivieron, sino de reivindicación. Aunque el asunto se suele ver como una anécdota triste, una excepción grotesca en un marco de “normalidad democrática”, su sola y tolerada presencia, repetida año tras año, se revela más bien como el síntoma, el más agudo y visible, de una enfermedad crónica que atenaza en silencio la vida política española. Esta enfermedad se llama “transición” y resulta aún más peligrosa en tanto que de forma abrumadora se nos quiere presentar como si fuera todo lo contrario: el remedio.

Una mirada detenida al mismo concepto de transición nos deja bien claro lo que ésta entraña. La transición de un modelo político a otro, en el caso español de la dictadura fascista franquista a la democracia, implica que durante un periodo de tiempo -precisamente el de transición- perduran elementos del primer modelo en convivencia con los del segundo. Eso explica las peculiaridades del caso español, donde ministros franquistas como Fraga desarrollaron un papel político clave que se alarga en el tiempo, desde el franquismo a la actualidad, ahora a través del partido que él fundó y que nos gobierna: el PP.

Al concepto de transición se opone el de ruptura, que se caracteriza por suprimir de modo tajante el primer modelo –la dictadura- y erigir de forma libre y autónoma el segundo –la democracia-, sin elementos perturbadores. El problema que se plantea es obvio ¿se puede realmente superar una dictadura con una transición y no con una ruptura? ¿A alguien se le ocurre un proceso semejante en Alemania, un periodo de transición donde ilustres políticos nazis colaborarían en la puesta en marcha de un sistema democrático?

Las fotos de cachorros del PP con el brazo en alto, la libertad con que grupúsculos ultras muestran esvásticas en actos oficiales como el último 9 d’octubre en Valencia, o la firmeza con la que el ministro progre del PP, el dimitido Gallardón, se enorgullece de ser un hijo político de Fraga, no son más que las pústulas que muestran el envenenamiento del sistema. La corrupción institucionalizada, el clientelismo, la sumisión a los poderes fácticos, -económicos o eclesiales-, el control del poder judicial, todo aquello que condena la democracia española a tener una bajísima calidad, son precisamente las marcas del sistema franquista que perduran y se enquistan gracias a la transición; a ese modelo perverso que nos vendieron como el único que garantizaría un “cambio tranquilo” y que cada día se revela más como nuestra condena. No resulta por tanto extraño que ahora que el paradigma sagrado de la transición comienza a resquebrajarse, el presidente Rajoy, acorralado por la corrupción y la ineficacia, ahogado en la podredumbre de su partido, saque fuerzas para declarar bien alto que “no piensa apearse de la transición”. Lógico: le va la vida, a él y a los que como él quieren perpetuar a toda costa ese modelo emponzoñado que les permite aprovecharse de la miseria moral que inoculó en el sistema el régimen franquista. Sacralizar la transición es asegurar una democracia paupérrima, un simulacro, que “deje las cosas como están” y en el gobierno “a las personas de orden”… ya sabemos de qué orden.

Este artículo también ha sido publicado en Zona crítica, la seccion de opinión de eldiario.es