El PSOE en el diván

Durante el debate del estado de la nación en 1994 José María Aznar era entonces la juventud que despuntaba. Lanzó un verdadero diluvio de golpes y un terrible mazazo: Váyase señor González. No le queda ninguna otra salida honorable. Bastaba con ver la cara a Felipe González para comprender que fue una soberana paliza, de esas que envuelven con un velo negro la mente. Él era un viejo para el pugilismo político, y el mundo no trata bien a los viejos. En 1996 perdió las elecciones generales y un año después renunció a presentar su candidatura a la secretaría general del PSOE, desfallecido y amargado.

No es aventurado sugerir que los hechos ocurridos en el PSOE tienen un sentido psicológico determinado. Además, es recomendable interpretar desde un punto de vista emocional estas actuaciones para saber por qué nos desconciertan o atraen sobremanera. El fin de la dictadura franquista, el nacimiento de una democracia incluyente o la modernización de España fueron tareas titánicas en las que intervino el PSOE con un modelo de partido monolítico en torno a Felipe González, parecido a las religiones monoteístas que tuvieron que construir y expandir una comunidad de fieles en tiempos de sangre. Se establecieron hipervínculos, lazos afectivos muy intensos y perdurables de admiración y temor entre los militantes o los ciudadanos con el compañero Felipe y el presidente González. Para todos ellos, Felipe González era un líder extraordinario y carismático. Merecedor sin vacilaciones del título de “gran hombre” por su capacidad de influir sobre sus semejantes por medio de su personalidad seductora, la magia de sus palabras, la fuerza de su voluntad que orientaba los deseos y necesidades de las masas. Sin duda era un sustituto del padre y de Dios para los pobres huérfanos y siervos del franquismo al que se quería y se temía. Pero el PSOE patriarcal no tocó a su fin en una rebelión de los hijos. Nadie se alió contra el padre. No se cometió parricidio.

Desde su retirada ha habido cuatro secretarios generales pero ya no han logrado la omnipotencia de Felipe González. Todos ellos han demostrado algún talento o gracia prodigiosa pero ni la capacidad intelectual y formación de Almunia, ni los golpes de suerte y oportunismo de Zapatero, ni el poderío de las acciones de Estado de Rubalcaba, ni la belleza y la juventud de Sánchez han conseguido la admiración sin titubeos de las masas de militantes o ciudadanos. Aunque han tenido un anhelo insaciable de superarlo, no han llegado a la sombra de su sombra. Almunia y Rubalcaba pretendieron aventajarlo desde la veneración e identificación al considerarse sus herederos ideológicos y éticos. Zapatero confiado por sus éxitos electorales se atrevió a balancearlo de la invisibilidad al protagonismo político.

En cierto modo, Pedro Sánchez, por edad y aspecto físico, ha establecido el vínculo emocional más profundo con Felipe González a través de una relación paterno-filial en la que al principio sólo había admiración y después la vieja ambivalencia de amor y odio. Por decirlo todo, estos días atrás también se ha producido la sublevación de una parte de la horda socialista, con su secretario general a la cabeza, contra el gran padre fundador del PSOE contemporáneo. Pedro Sánchez no ha podido eludir la terrible tentación de matar al padre en una votación en el Comité Federal del partido. No lo consiguió por 26 votos, pero a las pocas horas daba muestras de arrepentimiento y culpa “Hoy más que nunca la militancia del @PSOE es lo más importante. Sois la voz de este partido. Debemos permanecer unidos.” (@sanchezcastejon)

Por el camino habían llegado las cuatro crisis circulares; la económica, la territorial, la europea y la que afecta a la socialdemocracia que habían puesto patas arriba el sistema urdido desde la Transición. Esto funcionó como un chispazo eléctrico para rejuvenecer la vida interna del padre fundador. Se alzó como un enérgico y severo padre para escribir los epitafios de los secretarios generales. Unas veces con consideración, como el que le dedicó a Rubalcaba (“es la mejor cabeza política de España, pero tiene un problema de liderazgo”), otras claramente hostiles como la célebre entrevista radiofónica del miércoles 28 de septiembre en el programa de Pepa Bueno en la SER, en la que hacía una declaración de guerra de contenido ideológico y estratégico (“Hacer un gobierno con 85 diputados y con gente que quiere liquidar y trocear España no es posible”. “Estamos ante la decisión no de apoyar al gobierno del PP, sino dejar que arranque el gobierno, que va a ser un gobierno parlamentario”), y sentencia de muerte a Pedro Sánchez (“La principal responsabilidad en la conducción de la estrategia del PSOE la tiene el secretario general”. “Me siento engañado, me dijo que se abstendría en segunda votación”).

Este es el punto débil de la magna personalidad de Felipe González: queriendo ser un gran gobernante y guía del socialismo tiene una pulsión de muerte incontrolable por sus hijos políticos. Incluso haciendo un trabajo consciente de autocontención. Comparte el fatalismo del dios griego Cronos y del dios Saturno de los antiguos romanos. Cabe incluir aquí el efecto sobre las masas de militantes y ciudadanos de estas acciones tan perturbadoras. Para unos será más profunda la fosa de la decepción al sentirse engañados por quienes no han cumplido su palabra, traicionados por el cambio de rumbo. Para otros se regeneran sus lazos de confianza con el padre fundador.

No es seguro que Felipe González se lo plantee, ahora que está en el declive de su vitalidad, pero debería reaparecer con todas las consecuencias, es decir, dispuesto a dirigir de nuevo el PSOE como un dirigente humano, completamente humano. Más de veinte años después del “váyase Sr. González” se abre paso un “vuelva Sr. González”, porque ya casi todos sabemos que Dios ha muerto.

*Rafael Tabarés-Seisdedos, Catedrático de Psiquiatría en la Universitat de València; Investigador-Principal en el CIBERSAM (Instituto de Salud Carlos III).