Hubo un tiempo en que Felipe González no tenía ninguna duda: prefería morir apuñalado en el metro de Nueva York, que de aburrimiento en Moscú. Era el tiempo en que el capitalismo brillaba en tecnicolor, como una explosión de luz, libertad y progreso, mientras que el cansado oso ruso nos llegaba con agotadas tonalidades gris marengo que parecían predecir el inminente desmerengamiento de aquella pretendida patria del proletariado.
Luego el desmerangamiento resultó ser preludio del alud globalizador que se llevó por delante aquel carnaval cromático que nos seducía, para dejarnos una realidad monocromática y cansina. Roja, para ser más exactos. Porque paradójicamente esa tonalidad es la que ha terminado marcando nuestras vidas. No, claro está, en su vertiente subversiva e izquierdosa, sino como color básico que pinta esa delgada línea que nos separa de la precariedad y la caída, esa cotidiana cuerda floja sobre la que cada día nos vemos obligados a demostrar nuestras dotes como funambulistas desesperados.
Suponemos que hoy Felipe González estará feliz al comprobar cómo se puede morir apuñalado por igual en el metro de Nueva York que en el de Moscú. Eso sí, por suerte para él, las famosas puertas giratorias le han permitido gestionar unos ahorrillos que le hacen innecesaria la pesadilla de viajar en metro en hora punta. Y así, entre bonsáis y el humo de un buen Cohiba, nuestro querido ex presidente puede pasar sus días ignorante de otra de las cualidades de estos nuevos tiempos: que de contrato basura en contrato basura también ya se puede morir de aburrimiento en cualquier parte.
Porque definitivamente el capitalismo ha dejado de ser divertido. Cuando no mata, nos aburre. O nos deprime, a la vista de cómo se ha disparado entre los españoles la ingesta de ansiolíticos en los últimos años. Hasta ese gran icono de la felicidad capitalista ha dejado de ser una fábrica de sueños para transformarse en una fuente de sarpullidos. Lo reconocían las autoridades sanitarias norteamericanas: cerca de un centenar de niños se han visto afectados en las últimas semanas por el brote de sarampión más importante registrado en California en los últimos quince años, cuyo origen se encuentra en el parque de atracciones de Disneylandia en Anaheim.
Al parecer la decisión de muchos padres de no vacunar a sus hijos ha favorecido la propagación de esta epidemia. Un comportamiento justificado por el infundado temor a que la vacuna tuviera entre sus efectos secundarios la capacidad de desarrollar autismo en sus vástagos. En Europa, por el contrario, son cada vez más los partidarios de vacunarse contra el insoportable sarampión de la cruda realidad. Lo hemos visto con la victoria de Alexis Tsipras en Grecia o con los buenos augurios que las encuestan otorgan a Podemos en España. Y como allá no faltan las voces que nos advierten del autismo que provocan este tipo de remedios. Un ensimismamiento que, nos dicen, impide a los vacunados ver el machismo de Siryza, las torpezas de Tania Sánchez, o los silencios de Juan Carlos Monedero cobijándose en ese metro que tanto apasionaba a González.
En unos casos, detrás de esta advertencia está la sincera prevención de quien acumula tantos desengaños como perseverancia en el intento. Bienvenida sea. Pero en otros, estos avisos del escepticismo solo aspiran a expandir la epidemia del todos son iguales con la indisimulada intención de que sigan llevando las riendas los mismos iguales de siempre. La eterna resignación de lo malo conocido, del apuñalado en el metro, del precario aburrido, de la sarna con gusto en el sarpullido de Disney.