“El 40% de las internas en el Psiquiátrico de Bétera no tenían enfermedad mental, tenían malestar fruto de los patrones de género”

Laura Martínez

12 de junio de 2021 23:32 h

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Tener nombre implica ser reconocido como sujeto, existir. Despojar a alguien de su nombre es el primer paso para borrarlo, para hacerlo desaparecer, para vaciarlo de identidad. En marzo 1974 doscientas mujeres fueron trasladadas del manicomio de la Calle Jesús de Valencia, un obsoleto convento gestionado por una congregación religiosa, al recién inaugurado Hospital Psiquiátrico de Bétera, uno de los mayores de Europa que pecaba desde su nacimiento de los mismos vicios, pero con un lavado de cara.

De Jesús salieron sin nombre, o con uno mal puesto, y sin rastro de objetos personales ni de vínculos afectivos. Se fueron con lo puesto, sin advertencia ni información. Sus escasos bienes, como su vida, fueron institucionalizados: su ropa, sus zapatos, sus batas, se repartían de forma indiscriminada, a ojo, según talla de pie o de pecho, en el momento de su internamiento. Esponjas y geles compartidos, papel higiénico a granel. En Jesús se les arrebató todo objeto personal, fotografías, cartas o libros; ninguna posibilidad de recordar, de tener pasado, de construir futuro. A Bétera llegaron hechas polvo, hipermedicadas, sin hablar y sin relacionarse.

El psiquiátrico de Bétera se vendió como un modelo nuevo y renovado pero se cimentó sobre una estructura arcaica, un modelo de salud mental de clausura y castigo, aún impregnado de los vicios de la España tardofranquista. El macrocentro formó parte de la urbe, pero en las afueras, tras bastos muros, cruzando una carretera nacional y más adelante las vías del metro, frente a un bar que pronto se convirtió en el prostíbulo de referencia de la comarca, anexo al polígono industrial.

“El modelo de Bétera era el modelo de Jesús pero en otra infraestructura”, explica María Huertas Zarco, psiquiatra y exjefa del Servicio de Salud Mental del que dependía el hospital, el Arnau de Vilanova. Jardines, piscina, incluso un hotel que terminaron usando los residentes para pasar las guardias componían un espacio que seguía destinado a encerrar a las personas con patologías mentales. Huertas comenzó a trabajar en el psiquiátrico desde su inauguración en 1973, donde puso en marcha varios proyectos con mujeres internas que exploraban alternativas a la psiquiatría imperante en España. La psiquiatra, una de las referentes feministas de su campo profesional, acaba de recopilar en Nueve nombres (Ediciones Temporal, 2021) sendas historias de mujeres que reconstruyeron su vida fuera de los muros. “Nombrar quiere decir situarlas como personas, como sujetos con identidad”, expresa en conversación con elDiario.es. Y eso fue lo primero que hicieron ella y un grupo de residentes. Les retiraron el tratamiento farmacológico para comprobar su estado, les devolvieron cierta intimidad y comenzaron a interesarse por sus historias. Así, sin anestesia, vieron que muchas no tenían razón para estar allí.

“Hicimos un estudio sobre los diagnósticos y vimos que el 40% de las internas no tenían ninguna enfermedad mental; tenían malestar fruto del sufrimiento de funcionar con los patrones de género, ser madre, esposa o ama de casa”, sentencia la doctora. Desde las cazas de brujas del siglo XV, a las mujeres disidentes se las ha perseguido. La enfermedad mental no es una construcción social, como rezaban varias pancartas en una manifestación reciente, pero “la disidencia se castiga, se patologiza”, expresa la autora.

En la Europa de los setenta triunfan los movimientos de la llamada antipsiquiatría, una crítica de los profesionales al modelo de encierro y un movimiento de denuncia que acabó calando en los profesionales españoles; a menudo más por una cuestión de activismo, siempre con el respaldo teórico. “Los maestros de la psiquiatría participan de la cultura patriarcal como todos”, recalca. El estudio de la empatía y de la sexualidad, del placer femenino y la ley de Sanidad que puso fin al modelo del manicomio fueron llegando paso a paso con las grandes reformas democráticas a la muerte del dictador. En las facultades de medicina aún pervivía el canon de los maestros de principios de siglo, pero algunos estudiantes comenzaron a empaparse de las tesis de Masters y Johnson, las teorías sobre la liberación sexual en su sentido más amplio, de los volúmenes de Historia de la sexualidad e Historia de la Psiquiatría de Michel Foucault o las obras de Gilles Deleuze, aplicando la filosofía de los grandes pensadores a la medicina.

Así se pasó de la persecución del gen rojo de los biologicistas del franquismo, de las prácticas de Vallejo-Nájera, a un modelo más humano. “Denunciábamos las prácticas represivas de otros servicios: tratamientos lesivos o excesivos, electroshocks, ataduras, contención física y farmacológica, encierro, violaciones, coartación de libertad, movimiento y de acción”, escribe Huertas sobre las nuevas corrientes.

“En los 80 los psiquiatras comenzamos a salir de los hospitales”, como salieron los enfermos de los centros y entraron en los pueblos. Se crearon las primeras unidades de Salud Mental en los centros de salud hasta configurar el mapa de proximidad con el que se trabaja en la actualidad, sobrecargado tras años de precarización del sistema. No obstante, la doctora se muestra optimista con cierta tendencia a ver la salud mental desde una perspectiva “holística” y reivindica la visión de género en la medicina. Las mujeres reciben más tratamiento farmacológico que los hombres; “muchas veces porque no se les escucha con perspectiva de género, teniendo en cuenta el contexto social y la carga”, con profesionales que aún se guían por el patrón hombre e ignoran las diferencias biológicas en el diagnóstico como aquellas que tienen que ver con el género y sus roles, sus cargas. “Se ha pasado de la psiquiatría del encierro al contexto comunitario, en el que la perspectiva de género es básica”, valora.

La época de transición del modelo opaco al aperturista fue compleja, tanto por una falta de empatía como por un estigma potente sobre la persona con patologías, que aún pervive. Un par de portadas de la revista Interviu a principios de los ochenta que denunciaron la situación infrahumana de muchos enfermos en el psiquiátrico y un asesinato en una urbanización anexa terminaron de construir la leyenda negra del hospital, que fue transmitiéndose generacionalmente por la línea 1 de Metrovalencia, en la que la parada Psiquiàtric causaba cierto temblor a los viajeros. En 2016 la Diputación de Valencia lo convirtió en una unidad asistencial dedicada a la rehabilitación, tras haber sido incluso un almacén de la corporación provincial. El mismo año, Metrovalencia cambió el nombre de la para de metro de Psiquiàtric por el del polígono Horta Vella, borrando la mancha negra.

El placer sexual, la recuperación de la intimidad y la relación con el cuerpo resultan fundamentales para la recuperación de las mujeres, narra la autora, que recuerda el veto a la sexualidad de las mujeres en todos los ámbitos en los setenta. Del mismo modo, el maltrato es un “detonante clarísimo” de la enfermedad mental. “Es paulatino: pierdes la autoestima, la relación, caes en un vacío tremendo, de culpa”, apunta. El maltrato, los abusos y la violencia sexual son el hilo conductor de muchas de sus historias, la soga que las llevó al encierro, estirada por el aislamiento y la falta de recursos económicos. Las mujeres que aparecen en Nueve nombres no tenían red familiar, ni de apoyo, y en la España de mitad de siglo el manicomio operaba como el convento: un lugar en el que quitarse de encima a la que molesta.