Solo nos queda la blasfemia

El 6 de enero de 1929, antes de entrar en los cines Ursulines de París, Luis Buñuel tuvo la precaución de llenarse de piedras los bolsillos. De este modo, esperaba contener la posible reacción del público que iba a asistir esa noche al estreno de Un perro andaluz. El cineasta aragonés tuvo suerte y, lejos de agredirle, el público salió entusiasmado con las provocaciones surrealistas que ideara junto a Salvador Dalí. Sin embargo, ignoro si un año más tarde Buñuel tuvo que hacer uso de aquellas piedras cuando grupos ultraconservadores asaltaron la sala en Montmartre donde se proyectaba su segundo filme, La edad de oro. El escándalo fue tal que gobiernos democráticos como el francés o el norteamericano tuvieron que intervenir: prohibieron la película durante más de cincuenta años.

Estos días, el brutal ataque contra la redacción de Charlie Hebdo me ha hecho recordar aquellas vicisitudes del genio de Calanda. También el alto precio que a menudo se debe pagar por la provocación. Porque si el discurso dialéctico se dirige a la inteligencia del interlocutor, la provocación tiene por destino sus entrañas. Y si el primero aspira a despertar una reflexión-deseo que no siempre logra ante el habitual letargo social-, la segunda no duda en recurrir incluso al zarandeo de la irreverencia y la blasfemia para desatar una reacción que cuestione la indiferencia. A veces, esa reacción es un terremoto en nuestra conciencia que nos cuestiona nuestros pensamientos. En otros, por desgracia, es una bomba en un cine, una prohibición o un disparo a bocajarro.

Yo, lo admito, siento una tierna predilección por los blasfemos y los irreverentes como Buñuel. En este sentido, por ejemplo, la famosa fotografía de la guerra civil en el que unos milicianos posan en actitud de fusilar una imagen de Jesucristo, paradigma de la intolerancia contra la religión para algunos, a mí siempre me ha parecido una poética y sublime forma de reivindicar la libertad humana. Dios no ha muerto como pensaba Nietzsche, nos libramos de él para decidir nuestro destino. Luego descubrí que el catecismo había sido sustituido por el consenso de Washington, pero eso es otra historia.

Se me replicará, claro,que desde mi mundano ateísmo es muy fácil la pose blasfema ante las creencias ajenas. Al fin y al cabo, es cierto que, al menos por ahora, no encuentro nada que sea capaz de ofenderme si alguien cuestiona la única transcendencia que, siguiendo al sabio de Javier Krahe, se me ocurre esperar de esta vida: el cromosoma. Aunque eso no es cierto del todo. Y es que, sin duda, no son pocas las cosas que me incomodan íntimamente, algo de lo que –me temo- no nos libramos nadie.

Pongamos un ejemplo. Cuando Charlie Hebdo presenta en su portada a un musulmán exclamando que el Corán es una mierda porque no detiene las balas que le disparan los militares golpistas egipcios, tengo una sensación ambivalente. La irreverencia religiosa me provoca una sonrisa, pero el recuerdo de los miles de muertos que acumula Oriente Medio, con no poca responsabilidad occidental, me genera una irresistible sensación de indignación. Hablamos de provocar. Pues, bueno, provoquemos: ¿Son capaces de imaginar una revista que, en los años duro de ETA, hubiera sacada en su portada “vaya mierda de Constitución que no te salva del tiro en la nuca”? En cualquier caso, no es preciso recurrir a la imaginación. Solo unos días después de la multitudinaria manifestación de París en homenaje a las víctimas y defensa de la libertad de expresión, el humorista Dieudonné era detenido por bromea con… el atentado a Charlie Hebdo.

Este último hecho, debería servir para recordarnos quelo que está encima de la mesa no es un problema de libertad de expresión, o al menos no lo es en su vertiente más importante. Es por encima de todo un problema político. El humorista, el artista o el intelectual, con más o menos fortuna y con más o menos buen gusto, señala los problemas y contradicciones de la sociedad. Pero no los resuelve. Esa es una labor que deberán afrontar los gobiernos, políticos y la movilización de la sociedad en su conjunto. En el caso que nos ocupa, eso pasa por –en mi modesta opinión- asumir que el Islam ni es ni ha sido históricamente algo ajeno a Europa, como se insiste en presentar. También por replantearse definitivamente nuestras relaciones con los pueblos de la otra orilla del Mediterráneo y Oriente Medio. Obviamente, la comunidad musulmana, europea y oriental, deberá reflexionar por su parte sobre el auge de sus sectores más reaccionarios y especialmente de ese salafismo sunní que tanto nos espanta en Occidente cuando se presenta con el kalashnikov en la mano, pero al que nuestros gobiernos no dudan en rendirle pleitesía cuando se encarna en petrodólares saudíes.

Por desgracia veopocos motivos para el optimismo. Especialmente cuando no dejamos de ver como los problemas de fondo son raudamente eliminados de la agenda política en ese lapso temporal que va de un coche bomba a otro, en una patética estrategia para desactivar el terrorismo. Eso y la perseverancia enfermiza (¿fanática?) con que los responsables políticos insisten en las mismas recetas de las últimas décadas: es significativo que al calor de la indignación por el atentado haya pasado desapercibido el regreso de las tropas españolas a Irak. Y del mismo modo, las inclinaciones fascistas que amplios sectores sociales están asumiendo en Europa, son motivos para el pesimismo. Como también es preocupante ese continuo recurso a recortar las libertades impulsado por los gobiernos en unos casos para controlar las protestas, en otros para no verse desbordados por el racismo y la xenofobia social.

Recortar las libertades… para defender la libertad. Es el rio revuelto de los pescadores tramposos. Lo pudimos comprobar en la manifestación de París al ver entre los compungidos asistentes –pero a distancia de la plebe, eso sí- al Netenyahu, genocida de Gaza o el Sarkozy que llamaba chusma a las adolescentes –en buena parte musulmanes- que protestaban 2005 contra la marginación impuesta en la periferia y que no dudó en incendiar los suburbios de París en su camino al Eliseo.Hubo muchos más. No es extraño que Willen, uno de los históricos dibujantes de Charlie Hebdo, no dudase al afirmar que vomitaría sobre muchos de los “amigos” que le habían salida a la revista tras la masacre. Es lo que pasa cuando las paradojas alcanzan ya el estadio de la esquizofrenia. Recortar libertades, para frenar a la ultraderecha y el salafismo. Reivindicar la libertad de expresión deteniendo a Dieudonné.

Hace ya mucho tiempo, Voltaire, en su defensa de la libertad, dicen que esgrimió una frase que se haría famosa: “Rechazo tus ideas, pero daría la vida para defender tu derecho a decirlas”. Hoy, visto lo visto, me temo que aquello no fue más que un triste chiste. Menos mal que nos queda la blasfemia.