Las noticias actuales acerca de la universidad española no tratan de algún imponente descubrimiento científico o de su entrada en los deseados rankings de las mejores del mundo, sino sobre sórdidos episodios. Primero fue el presunto plagio o plagios (se habla de once) perpetrados por el actual Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Suárez. El caso del rector plagiario ha causado estupor y escándalo. Se han reunido 67.000 firmas solicitando la dimisión del rector, y circulan listas internacionales de profesores de renombre reclamando lo mismo, aunque es dudoso que la dimisión se produzca si, como parece, el denunciado convoca elecciones anticipadas para favorecer a un candidato continuista.
Días después saltaba el caso de la condena a cárcel del catedrático y ex decano de la Universidad de Sevilla, Santiago Romero, por los abusos sexuales de los que fueron víctimas hace años dos profesoras subordinadas, y del frío comportamiento del rectorado, que desoyó a las víctimas y ha permitido continuar en la docencia al condenado hasta que la sentencia ha sido firme. Una conducta semejante a la de los partidos políticos, asociaciones patronales y sindicatos, obstinados en mantener en sus cargos a los acusados de corrupción hasta que haya sentencia firme.
No viene mal recordar tampoco los “escraches” o boicots organizados en diversas universidades, cada vez con mayor frecuencia y bastante violentos en no pocas ocasiones, a la presencia de personas non gratas para grupos políticos -convertidos en hegemónicos por la supresión de cualquier oposición pública- como los nacionalistas violentos vascos y catalanes, y en los últimos años de grupos afines a Podemos en la Complutense o la Autónoma de Madrid. En esta última, por ejemplo, se impidió impartir una conferencia a Haim Eshach, un profesor israelí invitado, y precisa y únicamente por ser israelí.
Estos casos ponen sobre la mesa cuatro defectos atávicos de la universidad española. Uno, que es una institución altamente endogámica incapaz de cambiar debido a una autonomía universitaria mal concebida y entendida. Dos, que esa endogamia incentiva la carrera académica basada más en la obediencia clientelar que en el mérito y capacidad. Tres, que tal sistema de promoción interna se considera una tradición respetable, no un fraude y una flagrante injusticia. Y cuatro, que en este régimen cualquier grupo bien organizado y anclado en la burocracia académica puede conseguir imponerse, incluso si se trata de grupúsculos de estudiantes alucinados.
La endogamia, sus plagios y sus vicios
Seguimos muy lejos del rechazo social del plagio académico de Alemania y otros países, y creo que por las mismas razones de la indulgencia hacia la corrupción en general. Pero gracias a la presión introducida por jóvenes investigadores marginados que legítimamente quieren trabajar en la universidad, y gracias a que internet permite la consulta y comparación de artículos científicos y tesis doctorales, los escándalos por plagio y abuso académico de todo tipo van a ser mucho más corrientes. Son costumbres como la de catedráticos que firman trabajos en los que no han participado, realizados por becarios y ayudantes con contratos precarios, o la burla de las obligaciones laborales como las protagonizadas por los profesores Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón, expedientados y sancionados por las universidades Complutense y de Málaga. Y también la creación arbitraria de plazas de funcionario con un perfil a medida del candidato doméstico, a veces con tanto descaro que la reclamación de los excluidos logra en sede judicial la anulación del concurso oposición amañado.
Todos estos escándalos tienen una raíz común: la endogamia y sus redes clientelares, que hacen muy difícil acceder a la universidad como profesor e investigador si no es bajo el patrocinio clientelar del grupo dominante en el departamento, que después tratará de condicionar y dirigir la carrera académica del novato. Bajo la regla del favor debido y concedido, y del silencio de los beneficiados y aspirantes a serlo, se toleran y perpetran demasiados atropellos. Sin embargo, la endogamia universitaria no es considerada una mala práctica a erradicar.
Como diputado, fui portavoz de UPyD en la Comisión de Educación de la X Legislatura. Durante una de las broncas sesiones de debate de la infausta LOMCE pregunté al ministro José Ignacio Wert qué pensaban hacer con la universidad. La respuesta fue lacónica y sincera: “nada”. Me temo que el Gobierno “reformista” de Rajoy no tenía ni tiene ningún plan para la universidad porque cree que no hay nada que hacer con la universidad española. O porque no tiene remedio o porque está muy bien como está.
La “nada” ministerial era compartida, con sus correspondientes matices, por los demás grupos parlamentarios: la izquierda sólo pedía más dinero y los nacionalistas más competencias. Lo usual, vaya. Por nuestra parte propusimos una Ley contra la endogamia universitaria, la cooptación del “candidato de la casa” y el cierre a los aspirantes “de fuera”. Todo el mundo asegura rechazar ese sistema, pero nuestra modesta proposición de Ley sí que fue rechazada por unanimidad, y sin pena ni gloria puesto que los medios la ignoraron por completo.
En el debate de nuestra proposición antiendogámica la portavoz de IU expresó sin tapujos la lógica profunda del chanchullo: una vez se accede a un puesto, nada debe estorbar el ascenso académico del beneficiario obediente a las reglas del grupo que lo admite, porque es su derecho laboral. La endogamia no se considera como un defecto estructural que ataca la calidad de la docencia y de la investigación, ni siquiera como la evidente injusticia de excluir a candidatos más cualificados destruyendo la igualdad de oportunidades, sino como el sistema más sencillo de promoción de los afines y protección del grupo dominante. Curiosamente, o no, es la misma lógica del nefasto “capitalismo de amiguetes” y de la corrupción política que todos dicen aborrecer.
El resultado es que la autonomía universitaria no se orienta a velar por la independencia académica y la calidad de ciencia y enseñanza, sino a proteger las tradiciones de opacidad, endogamia e incompetencia resultante en su doble sentido. Evidentemente, muchos universitarios no están de acuerdo con este estado de cosas, y quieren una universidad centrada en la transmisión del saber y en la investigación, donde todas las personas cualificadas tengan la oportunidad de trabajar, competir y colaborar. Pero tienen todas las de perder porque quienes gobiernan la universidad son generalmente los más interesados en mantener el sistema de endogamia clientelar que les ha permitido gobernarla.
Una gobernanza difícil
El hecho es que la Ley Orgánica de Universidades aprobada en 2001, con algunos retoques posteriores, instauró un sistema que entrega el gobierno universitario a los grupos endogámicos. Los alumnos, por ejemplo, tienen reservado el 21% de los votos en la elección del rector y hasta el 25% de los órganos de gobierno colegiados, pero normalmente la participación es muy baja, incluso menor del 5%, lo que significa que grupos normalmente politizados, muy pequeños y escasamente representativos, tienen la llave del gobierno.
La santa intención de “democratizar” la universidad no ha funcionado. La pasmosa incapacidad de los controles internos para prevenir y sancionar casos de plagio, acoso sexual y laboral, amaño de concursos o boicots ideológicos demuestra que la democracia no es, precisamente, el auténtico logro de la legislación vigente. O desde el punto de vista de la eficiencia y eficacia, ¿por qué una empresa tan grande como es una universidad debe confiarse a la dirección de catedráticos sin conocimientos de gestión? El mal funcionamiento de esa “autonomía” y la consiguiente desconfianza hacia la universidad ha conducido a un enorme incremento de la burocracia, con asfixiantes controles administrativos que parecen concebidos para desanimar y apagar cualquier iniciativa independiente.
Todos los que están en el secreto saben que las universidades son difíciles de gobernar, mucho menos productivas de lo que podrían ser, e imposibles de reformar desde dentro. Pero en lugar de abrir un debate público y franco sobre la cuestión, se está optando por una política de hechos consumados. Parece que el diseño implícito en los cambios en marcha es que los estudios de Grado sean una continuación del Bachillerato, los de Máster la fábrica de nuevos titulados para el mercado laboral tras la inevitable criba académica y económica (pues son sensiblemente más caros que los de Grado), y el Doctorado reservado a una minoría de docentes y estudiantes conectada a programas concretos de investigación y sin control de los Departamentos y centros. Quizás esto significaba, es un decir, el “nada que hacer con la universidad” con que me respondió Wert. Pero son los vicios eternos que tanto daño nos hacen: opacidad, burocratización, mediocridad, negación de los problemas y tabúes de la corrección política. En la universidad parecen haber encontrado un entorno extraordinariamente favorable para reproducirse.