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De la bicicleta o del ingenio que descarboniza mentes

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Es evidente que ese ciclismo que concibe la bici como un vehículo, no como un juguete ni como una herramienta deportiva, es un modo de transporte barato. Por poco menos de 150 euros tienes una bici de segunda mano que te permitirá divorciarte de los combustibles fósiles para desplazarte. Y como es una de las grandes estrellas de las tecnologías blandas su reparación y mantenimiento está plenamente al alcance de su usuario. 

Aunque nadie puede negar que la bici es barata, en aquellas ciudades en las que su uso ha crecido comprobamos que este es trasversal al nivel de renta. El uso de la bicicleta tiene más que ver con cuestiones estrictamente geográficas, cuestiones urbanísticas como la construcción de vías ciclistas o aparcaderos, la puesta en marcha de una red de bicis compartidas e incluso el sentimiento de pertenencia a una cultura urbana que celebra la movilidad a golpe de biela. 

Por lo demás, ir en bici al trabajo es muy adecuado en trayectos llanos de entre 8 y 10 km. También es una excelente idea que los más pequeños se levanten por las mañanas se suban a sus bicicletas y guiados por un monitor se unan a un divertido “bicibús” que les deje en la puerta de la escuela.  O la bici armada con unas alforjas también puede ser una excelente compañera para ir a la compra. Además, un ciclista puede caminar con su bici al lado recuperando rápidamente su condición de peatón. 

La bici es útil, es práctica, es versátil y es cómoda. Y −más aún− es divertida. Por eso cuando veo algunas campañas de fomento de su uso y lo plantean como un sacrificio que has de hacer para paliar el cambio climático, una piensa que el publicista no utiliza la bici. Porque, por ejemplo, en Valencia una ciudad llana y con una buena red ciclista y el parque del río Turia como vertebrador arbolado y florido que te reparte a casi cualquier barrio de la ciudad, desplazarte en bicicleta es una verdadera complacencia.  No es un sacrificio, es una alegría íntima y cotidiana. Nadie se sube a la bici todas las mañanas pensando en el hielo del ártico. 

Otro error habitual alrededor de la dialéctica de la bici es situarla en el centro de la (obligatoria) descarbonización del transporte.  Pero no, una bici más no es un coche menos. Nuestro sistema socieconómico se sustenta en la hipermovilidad de personas y mercancías en distancias inabarcables para los pies humanos. Sociedades que con la proliferación de carreteras y las redes de transporte globales sacrificaron la suficiencia, la soberanía alimentaria y la accesibilidad por la movilidad.

Así pues, si en la búsqueda de ese futuro poscarbono, hubiera que hacer una lista racional de prioridades, todo comenzaría por recuperar esa accesibilidad. Lo que a su vez pasaría por relocalizar nuestras actividades sociales y económicas, empezando por acercar la huerta a la mesa. Después habría que fortalecer exponencialmente la red ferroviaria que comunicase las áreas metropolitanas y las comarcas de la región. Y, finalmente, reformular la ciudad a escala humana cuyo eje rector colocase al peatón en la cúspide y después a los ciclistas.

La bicicleta no es entonces la protagonista de nuestras hipotéticas y deseables ciudades poscarbono. Si existe un pilar central sobre el que bascula la descarbonización este es el ferrocarril junto con la reordenación del territorio. Sin embargo, la bicicleta tiene otro papel no menos relevante. En un primer momento, parece obvio que la generalización de la bici transforma la ciudad porque arrebata metros al coche, porque descongestiona el servicio público de transporte y porque, favorable, impacta en la calidad del aire y en el ruido ambiental. Pero sus efectos son mucho más trascendentes y se clavan en los cuerpos de quienes la usan. 

A veces se afirma que la tecnología es neutra. No obstante, ningún conjunto técnico lo es. Por ejemplo, la popularización de un objeto como el coche −animado por una energía sobrehumana− aparejó una serie de transformaciones sociales, económicas, y hasta espirituales que cambiaron la esencia del mundo. El coche -y el asfalto que lo precede- redibujó los mapas, propició otras estructuras de dominación en torno a la geopolítica del petróleo, y modificó nuestra forma íntima de entender el tiempo y el espacio. Además, dio luz verde a nuevos imaginarios de los que se desprendía un feroz individualismo que se retrata en esos millones de coches con un solo ocupante agolpados en los atascos. Irremediablemente, los coches consiguen que seamos contendientes encerrados en cápsulas disputándose el reloj y el espacio. 

Asimismo, las sociedades del petróleo que santificaron al vehículo privado se alejaron de la biosfera en un entramado de murallas fabricadas en hormigón y asfalto. Y de este modo, nuestros hogares se convirtieron en lugares feos, áridos y ruidosos. El coche ha parasitado nuestros paisajes, nuestros afectos y nuestra imaginación.

En cambio, moverse en bici es una actividad expansiva y sensorial. Así que el ciclista es más consciente de su entorno, de las inclemencias atmosféricas, de los sonidos y de la luz en cada estación. El ciclista está conectado al espacio material. Y es por esta razón que toma verdadera conciencia de la distribución del espacio público, de los obstáculos y del urbanismo excluyente. Un ciclista urbano tarde o temprano se empieza a preguntar cómo, para qué y para quién está pensada la ciudad.

La bicicleta es la reina que pone en jaque al rey del mínimo esfuerzo. Ese mínimo esfuerzo traducido en velocidades vertiginosas que serían impensables para nuestros trastatarabuelos. Formas novísimas de abarcar y concebir el mundo que se olvidaron de la termodinámica y con las que estamos amenazando las bases de la vida en el planeta. No obstante, la bicicleta nos reconcilia con ese esfuerzo que en sí mismo es recompensa y que se traduce en hombres y mujeres de piernas y espíritus fuertes.  Pues la perfecta simbiosis entre la biela y el gemelo nos hace retomar nuestro pasado deambulante.  Los ciclistas conectan con su propia capacidad física y se adueñan de su propia energía. Y reaprenden que la medida de todo tiempo es indisociable de su cuerpo. Los tiempos de la bicicleta, sí son los tiempos de la vida. 

Por eso, este vehículo, que multiplica por tres las posibilidades de nuestra energía metabólica sin desanclarnos de nuestros límites corporales, tiene el enorme poder de descarbonizar nuestras mentes petroadictas. Y no, no es de pobres ni de ricos. Es una tecnología humilde que satisface algunas de las más esenciales necesidades humanas sin pesarle a la biosfera. Un ingenio sencillo y muy terrestre de libertad y autonomía humana. 

  •  Elena Krause es Máster en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transiciones Ecosociales por la UPV y la UAM.

Es evidente que ese ciclismo que concibe la bici como un vehículo, no como un juguete ni como una herramienta deportiva, es un modo de transporte barato. Por poco menos de 150 euros tienes una bici de segunda mano que te permitirá divorciarte de los combustibles fósiles para desplazarte. Y como es una de las grandes estrellas de las tecnologías blandas su reparación y mantenimiento está plenamente al alcance de su usuario. 

Aunque nadie puede negar que la bici es barata, en aquellas ciudades en las que su uso ha crecido comprobamos que este es trasversal al nivel de renta. El uso de la bicicleta tiene más que ver con cuestiones estrictamente geográficas, cuestiones urbanísticas como la construcción de vías ciclistas o aparcaderos, la puesta en marcha de una red de bicis compartidas e incluso el sentimiento de pertenencia a una cultura urbana que celebra la movilidad a golpe de biela.