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El 'parany': un 'moái' moderno

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Esta es la situación. El planeta está experimentando una pérdida masiva de biodiversidad sin precedentes desde la era de los dinosaurios. Un peligroso y acelerado declive de las especies vivas como resultado −no lo olvidemos− de las actividades humanas. Más de un millón de especies de plantas y animales están en peligro de extinción, ahora y en un futuro próximo.  Un evento de extinción masiva al que el planeta se ha enfrentado en cinco ocasiones en el pasado y todas ellas supusieron reiniciar el contador de casi toda forma de vida compleja. 

Hoy, anfibios, corales, tiburones, insectos polinizadores, cetáceos marinos, seres acuáticos de agua dulce (cangrejos, peces, delfines rosas, caballitos del diablo y algunas plantas acuáticas), reptiles, aves no voladoras y grandes mamíferos como, por ejemplo, los pertenecientes al orden de los carnívoros o la familia de los elefántidos están desapareciendo de la faz del planeta.  Especies y hasta géneros completos que se hundirán o ya se han hundido en el cementerio de la historia evolutiva de la Tierra. Estamos cercenando con determinación, como eficaces leñadores, las ramas del árbol de la vida.  El horizonte es ominoso y aterrador. 

Sin embargo, la biosfera es una trama tupida donde las vidas se sostienen las unas a las otras en un entramado de delicadas y, a veces, desconocidas interacciones. En la biosfera todos dependemos de todos, de modo que es una idea delirante suponer (por omisión, acción o estupidez) que podremos sobrevivir al lobo, al gorrión o a las abejas. Como escribía Edward O. Wilson todos los seres vivos somos hijos del Holoceno, compañeros codependientes en el viaje de la evolución. Así que, nos guste o no, cuando hablamos de la sexta extinción de las especies, estamos hablando también de la extinción de nuestra especie. 

Y hay que tener presente que un evento de extinción en masa es un evento global que empieza localmente, que empieza en la puerta de nuestras casas. Por tanto, ninguna región, pueblo o comunidad, es ajena a este proceso. Todos tenemos una responsabilidad en primera persona del plural que nos exige hacer lo posible por salvaguardar la Vida, escrita esta −y no es un error ortográfico−en mayúscula. 

Por eso resulta incomprensible y miope el afán con el que el gobierno de Mazón, complaciendo a APAVAL, se empeña en iniciar las pruebas “científicas” del cesto-malla. Una técnica que pretende restaurar la aberrante tradición del parany. O mejor, que pretende restaurar la caza en vivo −apenas menos cruel y sólo un poco más compasiva− del zorzal y de todo aquel pajarito que tenga la desventura de posarse en la trampa. 

Pero ¿qué tradiciones son estas? ¿Cazar pájaros con liga o pegamento o simplemente cazar pájaros? ¿Insistiremos en preservar estas tradiciones en lugar de preservar las vidas? ¡Hasta cuándo seguiremos escondiendo la barbarie detrás de frases huecas y discordantes como la afirmación de que se pretende recuperar el parany para hacerlo compatible con los principios de conservación de la fauna; o que potenciar la caza contribuye a la conservación del territorio y del medio ambiente!

En todo esto existe cierto paralelismo entre los paranyers, tristes y obcecados, y los habitantes de la isla de Pascua cuando talaron la última palmera para construir el último y el más alto de los moái; o con aquellos vikingos que desembarcaron en la helada Groenlandia y se empecinaron en alimentar a sus vacas en una tierra donde la nieve y el hielo eran casi perpetuos. Quizá la llave de la resiliencia de cualquier sociedad radique en saber qué valores deben conservarse y cuáles hay que rechazar y sustituir por otros. Las tradiciones responden a una forma concreta de entender el mundo y casi siempre están ancladas en el ayer, pero cuando la tradición rema en contra de la supervivencia es momento de relegarla al museo. 

Es indistinto que sea con pegamento o con una red. Atrapar pájaros vivos es una actividad anacrónica, inútil, cruel, arbitraria y profundamente incompatible con el espíritu de restauración que necesitamos para abordar la enorme tarea de frenar esta cascada acelerada de extinciones. Recuperar esta práctica en su nueva versión es perseverar en la senda de la destrucción. Y es, en esencia, defender una cultura que ya no sirve para crear futuro y que solamente lo hace más sombrío. 

  • Elena Krause es máster en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transiciones Ecosociales por la UPV y la UAM 

Esta es la situación. El planeta está experimentando una pérdida masiva de biodiversidad sin precedentes desde la era de los dinosaurios. Un peligroso y acelerado declive de las especies vivas como resultado −no lo olvidemos− de las actividades humanas. Más de un millón de especies de plantas y animales están en peligro de extinción, ahora y en un futuro próximo.  Un evento de extinción masiva al que el planeta se ha enfrentado en cinco ocasiones en el pasado y todas ellas supusieron reiniciar el contador de casi toda forma de vida compleja. 

Hoy, anfibios, corales, tiburones, insectos polinizadores, cetáceos marinos, seres acuáticos de agua dulce (cangrejos, peces, delfines rosas, caballitos del diablo y algunas plantas acuáticas), reptiles, aves no voladoras y grandes mamíferos como, por ejemplo, los pertenecientes al orden de los carnívoros o la familia de los elefántidos están desapareciendo de la faz del planeta.  Especies y hasta géneros completos que se hundirán o ya se han hundido en el cementerio de la historia evolutiva de la Tierra. Estamos cercenando con determinación, como eficaces leñadores, las ramas del árbol de la vida.  El horizonte es ominoso y aterrador.