De utopías y esperanza

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El diccionario de la RAE recoge dos acepciones para la palabra utopía: “plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización; representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”. Al mismo tiempo define distopía como la “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”Un repaso somero a la historia de la ficción occidental nos muestra cómo la hegemonía del relato distópico es un hecho reciente. Incluso la incorporación del término distopía al diccionario de la RAE es tan próxima como el pasado año 2016. Hoy, en cambio, cualquier persona que tenga una suscripción a Netflix, HBO, etc. tendrá tantas opciones para escoger relatos distópicos como problemas para encontrar ficción alguna que, aunque sea de lejos, se asemeje a lo que fueron los relatos que ambicionaban un mundo mejor. 

En realidad, lo que debería llamarnos la atención es que no haya sido hasta fecha tan reciente el inicio de la hegemonía en la cultura popular de las distopías: las causas para el malestar existían desde mucho antes. No hay mucho que decir visto lo ocurrido en el mundo en los últimos cuarenta años: el neoliberalismo lleva cuatro décadas erosionando la democracia como nos recuerda el premio Nobel de Economía Josep E. Stiglitz en “El precio de la desigualdad”, que ante la emergencia climática afirmó que “el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización”. No es casual que el inicio de la proliferación del relato distópico coincida con la Gran Recesión iniciada en 2008, agravada a partir de la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers.

La ciencia ficción también refleja el avance del pesimismo por el destino del planeta en el imaginario colectivo: la evolución desde “2001: Una odisea del espacio de Kubrick a “Interstellar” de Nolan, dos cintas notables de reconocidos autores, nos permiten observar ese cambio y como el fin de la vida humana en la Tierra es aceptado por Nolan como inevitable dado que el delicado equilibrio en la biosfera que permite la vida humana es asumido como un bien efímero más de usar y tirar. El modo terminal del productivismo que es el capitalismo neoliberal consume hasta el planeta en el que ha surgido. Las ficciones distópicas contribuyen al pesimismo paralizante que agrava la magnitud del problema.

Entonces, ¿qué hacer? Lo primero asumir que no hay pasado al que regresar. No hay modelo anterior que podamos imitar: los sistemas basados en el productivismo nos han abocado a las tres crisis: la sanitaria, socioeconómica y la climática. Respecto de esta última siguen sin tomarse las medidas necesarias cuando ya se ha cumplido el quinto aniversario del Acuerdo de París y, pese a la paralización de la actividad económica en gran parte del planeta durante el pasado 2020, las emisiones de gases de efecto invernadero siguen sin reducirse al nivel anual necesario (un 7,6%) para cumplir con los objetivos para 2030, establecidos en el acuerdo, lo que evidencia que el problema radica en el modelo económico que debe transformarse. El nivel de CO2 en la atmósfera, que alcanzó 410 partes por millón (ppm) en 2019, continuó aumentando este pasado año hasta alcanzar en mayo las 417 ppm, el máximo en la historia de la humanidad. Recordemos que la seguridad climática en la década pasada se cifraba en una concentración menor de 350 ppm y que en la era preindustrial eran de 228 ppm.

Incluso la UE, impulsora principal del Acuerdo de París, ha incurrido este año 2020 en flagrantes contradicciones manteniendo el Tratado de la Carta de Energía, que es el freno europeo a la erradicación de las energías fósiles, y una Política Agraria Común incompatible con la transición energética y ecológica. La vieja Europa aún tiene tareas pendientes urgentes para poder ser la referencia de la transición ecológica justa que el planeta necesita. Tarea a la que, por otra parte, está obligada como lugar de origen y expansión de la Revolución Industrial basada en los combustibles fósiles.

Los sistemas socioeconómicos hegemónicos hasta esta misma década se han basado en la explotación de recursos no renovables sin considerar los costes ambientales para las generaciones presentes y futuras y para todos los seres vivos. No hay un mundo al que volver, no hay ejemplos de gobiernos en el pasado que podamos copiar. Solo nos queda apostar y dar oportunidad a otras formas de hacer las cosas. Y algún país está empezando a hacer las cosas de otra forma. Nueva Zelanda, por ejemplo, donde han desacralizado el Producto Interior Bruto y lo han sustituido por indicadores que valoran el bienestar y la calidad de vida de las personas como las prioridades a la hora de elaborar el presupuesto de un país, demostrando que era una utopía realizable que las personas estén primero que la macroeconomía: Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, lo llevó a cabo en 2019.

Como escribió Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá - ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar” Mal lo tienen, pues, las utopías en un mundo en el que el motor – del consumo- es que el deseo, alentado por todas las formas en las que la publicidad ha atravesado las sociedades consumistas, debe ser satisfecho de inmediato. 

Acabo de cumplir 25 años como activista ecologista. Recuerdo que, al inicio, era lugar común que escuchara: “si eres ecologista es porque te deben gustar muchos los animales y las plantas”. Mi respuesta era invariable: “Sí, valoro a todos los seres vivos, pero soy ecologista porque me importan todas las personas”. Es imposible una vida digna para la inmensa mayoría de las personas que no podemos escapar de las consecuencias de la degradación ambiental, sin cuidar el planeta y a todos los seres vivos, ya que nuestras vidas están entrelazadas. El egoísmo y la competición sin límites son, directamente, suicidas.

¿Qué queda pues? Queda el deseo de emulación que crean las personas solidarias y que valoran a todas las demás. Creo en las utopías porque nos ayudan a ser mejores personas. En este mundo estamos interrelacionados, tanto que el individualismo consumista y los egoísmos no son compatibles con el sostenimiento y el cuidado de la vida. El bien común no es sólo altruismo; es la única opción. Mi madre y mi padre me criaron bajo una premisa: “lo más importante era ser (una buena) persona”. Y con su ejemplo dejaron claro que su declaración no era una mera frase: no tuvieron la oportunidad de leer a Kant ni a su “imperativo categórico”, empezaron a trabajar en edades que hoy consideramos infancia aún, pero siempre obraron de forma que su comportamiento fue el que todas las personas que queremos el bien común quisiéramos fuera “ley de naturaleza”. Y lo hicieron todos y cada uno de los días de su vida, fueron imprescindibles tal y como lo entendía Bertolt Brecht. Los avances sociales conseguidos en el pasado siglo fueron el resultado de largas luchas continuadas en el tiempo con objetivos que, en su momento, también parecieron utópicos, pero se alcanzaron. Ahora, la situación es ciertamente muy compleja, tenemos una década para realizar la transición ecológica justa, y ser conscientes de ello debe darnos mayor motivación para actuar. Si un conocido proverbio africano afirma que “para educar a un niño hace falta la tribu entera”, para recordar las utopías a las generaciones que las olvidaron y se instalaron en un falso pragmatismo cortoplacista, contamos con el recuerdo del compromiso vital que nos dejaron nuestros mayores y el nuevo compromiso con el planeta que observamos en las más jóvenes.