El escultor Tonico Ballester levantó la mirada el 29 de marzo de 1939 para observar los aviones franquistas que, por primera vez, lanzaban octavillas en vez de bombas sobre Valencia. Era la señal.
—Vi soldados de la República desperdigados por el paseo de la Alameda, acostados en los bancos, tumbados por tierra, sin saber qué hacer, silenciosos, tristes, heridos —escribió el escultor, hermano de la artista Manuela Ballester y cuñado de Josep Renau—. Me parecieron una viva metáfora de la agonía de la República.
Los soldados republicanos retornados del frente de combate vagaban por la ciudad meditando aterrorizados si abandonaban todo y huían desde el puerto de Alicante a un indeterminado exilio. Fueron “horas de tristes pensamientos, incertidumbre y desesperación”, rememoró el escultor.
Por aquellas mismas calles también caminaba el joven militar republicano Eduardo Bartrina antes de recluirse en su casa y ser detenido días después, señalado por un antiguo compañero de escuela falangista. “Aquellos pocos días (...) fueron de auténtico pánico aunque tratase de disimularlo. Aún hubo algún soldado despistadillo que me hizo un saludo militar”, dice Bartrina en su testimonio publicado en 1996 en Cuadernos Republicanos. Para Tonico Ballester, “ya sólo se planteaban problemas de tipo individual, pues no funcionaba ningún elemento de gobierno o mando militar; con los ejércitos a la deriva, cada cual depende de sí mismo”.
El irremediable derrumbamiento de los frentes de guerra propició escenas de caos e improvisación. “En los últimos días de la guerra se produjo una descomposición total de la retaguardia republicana valenciana. Las estampas más impactantes fueron la desaparición de los poderes municipales y de las autoridades militares, quienes normalmente huyeron primero en vehículos y, en contraposición a esto, la desbandada masiva de soldados a pie de regreso a sus casas”, explica en su despacho de la Facultad de Historia de la Universitat de València la joven investigadora Mélanie Ibáñez.
Durante aquella jornada salieron de sus escondites los miembros de la Quinta Columna que prepararon la entrada a la ciudad de las tropas regulares franquistas. El falangista valenciano Luis Molero Massa, junto con los jefes de escuadra y los enlaces de centuria, esperaba en su casa desde la noche anterior las órdenes de los dirigentes Luis Gutiérrez Santamarina y Manuel Blasco Pamplona, que se habían fugado dos días antes de la sala de detenidos del Hospital Provincial.
“Desde mi casa presenciábamos el paso de los grupos de milicianos que volvían abandonando el frente y el caminar raudo de los coches de los directivos que huían hacia Alicante con la esperanza de embarcar camino del extranjero”, escribió aquel mismo año en unas memorias editadas por Falange, uno de cuyos raros ejemplares se encuentra en la Biblioteca Valenciana.
Cuando llegó la orden —“Valencia es nuestra. Todos a la calle. ¡Arriba España!”— Molero y sus camaradas callejearon la ciudad en un camión gritando a pleno pulmón “¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!” y sustituyeron la bandera tricolor por la rojigualda en la Capitanía General de la plaza de Tetuán. El quintacolumnista de Falange recordaba la “emoción sublime con la que vestí, por primera vez, la camisa azul”.
Enfrente de la Capitanía, desde un pequeño ventanal del entresuelo de lo que hoy es el edificio de la Fundación Bancaja, el joven Eduardo Bartrina observaba junto a su superior en el Ejército republicano las primeras camisas azules que desfilaban por la que fue capital de la República entre noviembre de 1936 y octubre de 1937.
—Quedamos horrorizados —dice Bartrina— cuando en aquel momento vimos venir a un teniente de nuestra agrupación que estaba de baja en Valencia por enfermedad. Delante de él, que iba como nosotros de uniforme y con pistola al cinto, un camión con muchachas que vestían la falda negra y la blusa azul de la Falange, increpándole.
A mediodía, los militares sublevados ocuparon Sagunto y se hicieron con el control del puerto y de las instalaciones de la industria siderúrgica. “Recuerdo el recorrido triunfal hasta Sagunto de nuestro camión y el encuentro en este pueblo con la avanzadilla de las tropas nacionales, mandadas por un capitán amigo, al que abracé llorando”, dice Luis Molero Massa en su libro La horda en el Levante feliz.
Otro de los quintacolumnistas que salió a las calles aquellos días de “radiante primavera valenciana” fue el agente Antonio Cano González, que vivía clandestinamente en Valencia junto a su hermano falangista y su hermana monja tras ser expulsado de la Policía republicana. Los informes que constan en su expediente del Archivo del Ministerio del Interior aseveran que el futuro jefe de la Brigada Político Social formó parte de “los grupos que restablecieron el orden y coadyuvaron” a preparar la entrada de las tropas franquistas en Valencia.
Así, a las nueves de la mañana del jueves 30 de marzo, se hizo cargo oficialmente de la ciudad la Columna de Orden Público y Ocupación del coronel Aymat. Casi al mismo tiempo tomó posesión de la Audiencia el coronel auditor Pedro Fernández Valladares, “acompañado de los 86 tenientes que cubrirían los distintos juzgados provinciales”, explica Vicente Abad en Valencia, marzo de 1939, un libro descatalogado del Ayuntamiento. Los falangistas advertían en Radio Valencia a la población civil que no circulara por las calles “más que para casos estrictamente necesarios”.
A las tres de la tarde, las tropas sublevadas contra la legalidad democrática de la II República —conformadas por la Bandera Valenciana de Falange, el Batallón de Arapiles de la 57 Brigada y el Tercer Tabor de Regulares de Ceuta— entraron en la ciudad desde el paseo de la Alameda y la calle Sagunto. “Reina un orden absoluto”, destacaba la prensa falangista. La filóloga María Moliner observó la escena, junto a su marido y sus hijos, desde el balcón de su casa en el entresuelo del número 22 de la Gran Vía Marqués del Turia. “Nada bueno podían esperar quienes habían creído en el proyecto cultural de la República”, advierte su biógrafa Inmaculada de la Fuente en El exilio interior. La vida de María Moliner (Turner, 2018).
En la actual plaza del Ayuntamiento, aún nombrada en la prensa franquista por la denominación republicana de plaza de Castelar, desfiló la columna motorizada, compuesta por la Guardia Civil y los Servicios de Orden Público. Diez minutos después aparecieron los generales Aranda y Martín Alonso, a los que un grupo de mujeres entregó un ramo de flores. Las nuevas autoridades se asomaron al balcón principal del consistorio y fueron vitoreadas, ante la mirada de la Virgen de los Desamparados. Aquella mañana el día era “espléndido”, asegura el diario falangista Imperio. Sobre las once, desfiló la Falange femenina y media hora más tarde entraron a la ciudad las Divisiones 56, 58 y 63, la vanguardia de las tropas franquistas de Galicia que habían deshecho las líneas defensivas del Ejército republicano.
En ese preciso instante, el dramaturgo Jacinto Benavente, premio Nobel de Literatura, empezó a interpretar su mejor papel teatral, con el que salvaría el pellejo en la posguerra. Apareció en el balcón del Ayuntamiento y saludó con el brazo en alto y lágrimas en los ojos al General Aranda. Así narraba la prensa franquista la patética escena: “Lloraba emocionado y se abrazaba al victorioso General Aranda, explicando en un gesto significativo cómo había sido víctima de la horda marxista y explotado inicuamente”. Benavente, que había sido cofundador en 1933 de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, le dijo a Aranda: “ya sabe mi general: me obligaron”.
El bando firmado por el general Orgaz aquel mismo día sometía a la jurisdicción militar “todos los delitos cometidos a partir del 18 de julio de 1936, sea cualquiera su naturaleza, cuya tramitación e instrucción se ajustará al procedimiento sumarísimo de urgencia”. Se abría así el aciago desfile de republicanos valencianos ante los Consejos de Guerra Permanentes, inaugurado el 2 de abril con la condena a muerte de 20 personas.
“El modelo del Estado franquista se instauró en el País Valenciano, al igual que en el resto del Estado, mediante una inmediata, brutal, furibunda y contundente represión”, escribe el historiador Ricard Camil Torres. Con la entrada de las tropas, el Estado de Guerra fue automáticamente declarado y, aunque la guerra terminó oficialmente el 1 de abril, continuó vigente hasta 1948.
Las cifras que han aportado los historiadores ilustran cómo se inició la fúnebre posguerra en la ciudad caída a manos del franquimo. “El 30 de marzo había en la cárcel Modelo, con una capacidad para 500 presos, 235. El 1 de abril sumaban 15.210 y aún en 1941 eran más de 10.000”, explica el profesor Ramiro Reig en València (1808-1991) en trànsit a la gran ciutat (Biblioteca Valenciana, 2007).
“Desde el inicio de la entrada de las tropas, automáticamente empiezan a pedir información al archivo de la hemeroteca municipal para localizar a gente significada políticamente a través de la prensa. Piden informes sobre determinadas personas de las cuales tenían noticias y descubren a otras implicadas en el bando republicano”, explica por teléfono la historiadora Vicenta Verdugo, coautora de la guía Mujeres y represión franquista (UV, 2017).
Según cuenta, lo primero que hicieron las nuevas autoridades fue recluir en la Plaza de Toros a miles de republicanos atrapados en Valencia para después redistribuirlos en Sant Miquel dels Reis, la prisión militar de Monteolivete (situada donde está hoy en día el Museo Fallero), las Torres de Quart o el campo de concentración de Portaceli en la sierra Calderona, entre otros lugares. En los primeros cuatro años de posguerra, 35.000 presos políticos pasarán por la cárcel Modelo y 2.700 mujeres republicanas serán encarceladas en el Convento de Santa Clara y en la Prisión Provincial de Mujeres, según los cálculos de Vicenta Verdugo y de la profesora Ana Aguado.
En la Modelo, entre chinches y otros parásitos, acabó el joven Eduardo Bartrina: “en aquellos primeros días los falangistas, vestidos de uniforme, campaban a sus anchas por las galerías de la prisión; ellos se llevaron de nuestra celda a un joven de mi edad, con muy malos modos, y nunca supimos más de él”.
La fisonomía urbana de Valencia pronto cambió. “En pocos días desaparecieron los escudos republicanos que colgaban en la Lonja cuando ésta se convirtió en el Parlamento, o en el paraninfo de la Universidad de Valencia”, cuentan los divulgadores Lucila Aragó, José María Azkárraga y Juan Salazar, tres de los mejores conocedores de la transformación urbana de la urbe en las décadas de 1930 y 1940. “Así, cuando el 3 de mayo Franco visita la ciudad, las calles están limpias de República”, añaden. Valencia quedaba, como evocó la joven poetisa Angelina Gatell, con “su tiempo resignado y tanta sangre /brotando con violencia y estruendo /del desamparo de las tapias”.
Al llegar a la ciudad, un mes después de su ocupación, las campanas retumbaron para saludar al general Francisco Franco. En su discurso de aquel día, el dictador advirtió a los valencianos que el régimen “arrollará a quien vacile porque está amasado con la sangre de los muertos”. Inauguró así la que fue, según el fallecido historiador Ramiro Reig, la etapa “más triste, oscura y despreciable” de la historia de Valencia.
Hoy se cumplen 80 años de aquella catástrofe.