“Todas las víctimas”: El nuevo eslogan para la desmemoria

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El pasado 3 de mayo una comisión de les Corts Valencianes debatió la proposición de Ley de Concordia. Lo cierto es que una cuestión tan seria como la que se atendía –que no es otra que la derogación de un marco normativo vigente y la proposición de una nueva ley que deja en un limbo los derechos de algunos colectivos y pone en jaque las políticas de memoria democrática– dejó a la vista las actuales vergüenzas de la sociedad española y la valenciana. 

Da la sensación que ahora hay quienes se han abanderado en una especie de humanismo de postureo y con perfidia preguntan al resto si acaso no consideran importante «el reconocimiento de los derechos de todas las víctimas». ¡Amén! Como diría mi abuela. Efectivamente, en democracia lo que se persigue es que todas las víctimas tengan reconocidos sus derechos, pero eso no es mérito de la nueva ley de concordia porque ya existen en la jurisprudencia española normativas para las víctimas en plural. 

También preguntan «qué es lo que no gusta de la ley de concordia». Pues, precisamente, lo que no se entiende es que para decretar la «concordia» se anulen marcos normativos vigentes que amparan a colectivos de víctimas específicos. El caso es que llegábamos ya muy tarde, pues no ha sido hasta inicios del siglo XXI cuando el Estado español ha decretado políticas públicas para la memoria y reparación de las víctimas de la guerra (1936-1939) y la dictadura. Así que, por mucho que algunos invoquen la palabra «víctima», que pronuncien con calzador la palabra «dictador» o que con una dicción enfatizada añadan algún epíteto como “la horrible dictadura franquista”, no todo vale. No sirven solo las palabras –el mero efectismo mediático de una rueda de prensa–, lo que cuenta no son los golpes en el pecho sino los compromisos y las acciones. 

Si fuera cierto y creyeran lo que reiteran como una letanía –“todas las víctimas son importantes”–, entenderían que las víctimas de la guerra y de la dictadura merecen conservar su normativa específica. Además, asumirían que esas víctimas –y la sociedad en su conjunto­­– también merecen que los representantes de los gobiernos democráticos actuales condenen firmemente el franquismo. Y eso exige un compromiso constante y sincero con la convivencia democrática, con las políticas públicas, con los derechos humanos y con el antifascismo. 

Revestir una proposición de ley –claramente secuaz– con un aura integradora y proteccionista bajo el eslogan “todas las víctimas”, es eso, un eslogan, mera propaganda política. Un ardid moral y éticamente reprobable y jurídicamente intolerable por injusto, que uniformiza todas las violencias: a una mujer y sus hijos asesinados por el progenitor de estos en 2024, a una estudiante asesinada en 2004 por el terrorismo islamista, a un concejal asesinado por el terrorismo de ETA en los años 1980, a una universitaria torturada varios días por la Brigada Político Social en 1975, a un fusilado por la dictadura franquista cuando la guerra ya había acabado, a una mujer vejada y asesinada durante la guerra por la violencia revolucionaria… 

Más allá de la obviedad de que todas las víctimas tienen derechos y del reconocimiento de que la muerte y la vulneración de los derechos de un ser humano es un crimen y una tragedia irreparable aquí, en Sudán, en México o en Palestina, cada colectivo de víctimas tiene sus memorias y unos proyectos e historias que las individualizan y que hay que contar. Como también hay que explicar que hay distintos tipos de violencias y, por ende, diferentes tipos de víctimas. Evidentemente, podemos hablar de un catálogo general de derechos de todas las víctimas, pero debemos ser conscientes de que son necesarias otras normas de aplicación particular. Así se recoge en la legislación española y en el derecho internacional. Por eso tenemos leyes específicas para las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual, como también las hay para la protección jurídica del menor o para la protección integral contra la violencia de género, así como la ley de reconocimiento y protección integral a las víctimas del terrorismo. El Estatuto español de la víctima del delito (Ley 4/2015) expresa la necesidad de una valoración de las circunstancias particulares y una evaluación individual, así como de la naturaleza del delito y la gravedad de los perjuicios causados a la víctima. A estos efectos, se indica que se valorarán especialmente las víctimas de –entre otros– los delitos de desaparición forzada y los delitos referentes a la ideología, religión o creencias, su sexo, orientación o identidad sexual. Consecuentemente, la Ley 20/2022 de Memoria Democrática indica que «La consideración de víctima [de la guerra y la dictadura] implicará la aplicación de la Ley 4/2015, en cuanto sea procedente». Y ¿por qué? Porque todas las víctimas necesitan ser entendidas en sus coyunturas, deben ser atendidas y reparadas en base a sus necesidades, a sus traumas, a sus derechos y sus reivindicaciones. Pero, además, porque hay que explicar quiénes son sus victimarios.

 «Vic-ti-ma-rio» –pronúncienla–, esa palabra se oye poco, pero cuenta mucho, pues obviamente no hay víctimas sin perpetradores de las violencias. Y precisamente, el artificio que hábil y mañosamente se emplea con esto de la «concordia» es que ese «todas las víctimas» lo que alimenta es la impunidad, porque supone indultar la responsabilidad, atenuar la identidad de los perpetradores y convertir a las víctimas en una masa uniforme de seres humanos asesinados. No podemos hablar de las víctimas eludiendo a sus victimarios, no porque tenga más derechos ni sea más importante un tipo de víctima que otro. Sino porque las violencias hay que analizarlas, entenderlas y explicarlas en sus contextos, no para justificarlas sino para conocer su origen y su naturaleza, y así combatirlas. 

Habrá quien piense que esto es tan antiguo como la humanidad. Y sí, la verdad es que la violencia la podemos rastrear desde los mismos orígenes de nuestra especie. Aunque hay un matiz importante, las masacres, genocidios o exterminios de hace siglos o milenios se estudian a través de las disciplinas científicas que abordan el pasado, la historia, la condición humana, pero no se judicializan ni se abordan como crímenes y delitos vigentes en nuestro presente. Hablar de personas desaparecidas, asesinadas, torturadas o robadas en nuestro pasado reciente –en nuestro tiempo– añade otras variables: la existencia de personas que las buscan, que reclaman sus cuerpos, sus memorias, sus derechos y que exigen justicia. Esa evidente dimensión humana de la tragedia tiene un anclaje en el presente, donde el derecho humanitario internacional, las ciencias forenses y las políticas públicas también intervienen. 

 Pensar que ese «todas las víctimas» supone mayor igualdad y evita agravios, es un amaño. ¡Claro que ha habido víctimas de primera y de segunda en España! Pero me temo que quienes dicen que las personas represaliadas por el franquismo han sido convertidas en víctimas de primera por las leyes de memoria, se les debe haber alterado o aflojado algo por dentro. 

Miren, las víctimas de segunda han sido y son aquellas personas y sus familias que no han tenido derecho a elegir dónde enterrar a sus muertos. Aquellas que aún no saben dónde están sus desaparecidos. Las que no conocen quiénes fueron sus progenitores porque fueron separados de ellos al nacer. Aquellas personas que no han podido hablar por miedo a la violencia y la represión. Las que tuvieron que vivir lejos de su casa y su país por un exilio forzoso. También aquellas que se quedaron en su país, pero no pudieron vivir, expresar o sentir, quiénes eran, qué pensaban o cómo amaban. Las que no han podido llevar flores a sus muertos, ni poner lápidas, ni hacerles homenajes, ni rendir culto a su memoria durante la dictadura y, a veces, ni en democracia. También son víctimas todas esas personas que han sido acusadas durante décadas de ser semillas de la Anti-España, señaladas y estigmatizadas como descendientes y familiares de rojas, de fusilados, de republicanas, de malos españoles. Personas a quienes arrebataron sus propiedades y su patrimonio, su empleo, la posibilidad de estudiar o trabajar… La lista es larga y la cifra total es difícil de contabilizar porque no hablamos solo de fosas, cuentas y personas fusiladas, también de casi medio millón de republicanos y republicanas que el golpe de estado forzó al exilio, de miles de presas y presos políticos, y de más de 140.000 personas represaliadas por el franquismo, según las investigaciones científicas de Francisco Espinosa o Paul Preston.

 ¿Quizás habría que preguntarse si derogar la ley de memoria valenciana no atenta contra un colectivo diverso de víctimas que, aun teniendo derecho a ser amparadas por una normativa propia e integral, se les niega esa posibilidad? Así que, si la nueva ley de concordia se convirtiera en un marco supletorio para ampliar derechos y reducir agravios, pues ni tan mal. Pero resulta que la «concordia» deroga marcos vigentes y efectivos –aunque no infalibles y siempre mejorables– que promueven la reparación y la protección de los derechos de las víctimas de la guerra y de las personas represaliadas por el franquismo. Porque se trata de eso, de que el estado de derecho y la democracia encarnen libertades, garantías y derechos para las personas. El debate, por tanto, no es si condenamos la violencia en general citando «a todas las víctimas», porque en democracia la violencia no se debate, se combate trabajando para prevenirla, reducirla y erradicarla sea del tipo que sea. Esto tampoco va de ofrecer a las víctimas compasión, condolencia, piedad, misericordia o caridad, sino de construir marcos legales que amparen los derechos que las víctimas directas y las víctimas indirectas tienen para, entre otras cosas, facilitarles reconocimiento, protección y apoyo en aras de su salvaguarda integral y en contra de su instrumentación y su revictimización constante. Pero también para atender al conjunto de la sociedad a través de políticas públicas integrales que expliquen y divulguen el pasado traumático y violento que suponen para un país haber sufrido un golpe de estado, una guerra y una dictadura entre 1936 y 1975. Y que también aborden la reinstauración de la democracia y la construcción coparticipada de la memoria pública.

En este sentido, minimizar algo tan presente en la historia de nuestro pasado reciente como la España de Franco (ese señor que además de ser un personaje histórico –y menudo personaje–, se alzó en armas contra su propio país y es conocido en Europa y allende los mares por ser un dictador fascista), es querer silenciar una ideología –el Movimiento– que llegó y se perpetuó a través de las armas. Y también silenciar las políticas de exterminio de un Estado que fue antidemocrático y dictatorial desde el primer al último de los días que duró, y que perpetró ejecuciones sumarísimas, desapariciones forzadas y crímenes de lesa humanidad… eso que Eduardo Luis Duhalde definió como ­­­«terrorismo de Estado». 

 El pasado 4 de mayo el President de la Generalitat declaró que se busca una concordia «de todos, para todos y por todos». Su declaración casi ha replicado la frase de Xabier Arzalluz en el Congreso de los Diputados en 1977 durante la promulgación de la Ley de Amnistía: «Una amnistía de todos para todos. Un olvido de todos para todos». Coincidencia o no, aquella amnistía ha lastrado durante décadas la posibilidad de reparación y judicialización de los crímenes del franquismo y, ahora, la concordia pretende difuminar a sus víctimas, institucionalizar la desmemoria y absolver la responsabilidad de los victimarios al ni siquiera nombrarlos. 

Si de verdad se busca «dar respaldo a todas las víctimas» y «consolidar sus derechos y su dignidad», reconozcan y respeten la necesidad del derecho a la memoria, a la justicia, a la verdad y a la reparación, y déjense de trampantojos. Y, por cierto, las víctimas perdieron sus derechos, muchos también sus vidas, pero nunca perdieron –ni han perdido– su dignidad. Quienes la perdieron fueron sus verdugos y victimarios, y, quizás, quienes también la estemos perdiendo, como sociedad y como país, seamos nosotros.