Las voces de la resistencia rural

El paisaje siempre será un territorio moral. Lo que allí vive. Todo lo que se mueve. Hasta las piedras que surgen de millones de años atrás. Siglos y más siglos que nos llevan a lo que el periodista valenciano Paco Cerdá llama la paradójica belleza de la despoblación. Acaba de publicar un libro de lectura inexcusable: Los últimos. Con un subtítulo añadido muy esclarecedor: Voces de la Laponia española. Cuidadosamente editado por Pepitas ediciones. Lo tengo aquí, al lado de otros libros, ocupando un lugar privilegiado entre todos los demás. He ido desde hace días de un sitio a otro de este itinerario que abruma por los kilómetros recorridos y sobre todo por ese vacío que va ocupando lentamente, con pulso de maestro, las páginas que lo cuentan. La Laponia española. La periferia de las periferias. Rincones casi clandestinos en las provincias de Guadalajara, Teruel, La Rioja, Burgos, Valencia, Cuenca, Zaragoza, Soria, Segovia y Castelló: “menos de ocho personas por cada 140 campos de fútbol”. La hostia. El desierto. Ese vacío que antes les contaba. Y a pesar de eso -como también decía- la belleza que sigue persistentemente en esos sitios, como una liebre agazapada lejos de los disparos que intentan abatirla sin miramientos de ninguna clase.

El libro de Paco Cerdá no es sólo un libro. La verdad es que ningún libro es sólo un libro. Pero Los últimos es lo más de lo más. La vida lo cubre todo, aunque sea una vida aislada del resto del mundo, tan aislada que a ratos es como si la vida y la muerte, en su sentido más filosófico, fueran juntas a todas partes, de la mano, como cuando alguien se enamora de alguien o de algo y ya no quiere soltarlo aunque pasen cien años, como dicen los boleros. Un día me llamó Paco y me contó su proyecto. Hace unos meses. Quería visitar el Rincón de Ademuz y la Serranía. Las tierras de interior. Las que no salen en los mapas. Las del olvido, como dice en el libro Toni Gómez, que un día se cansó de su trabajo administrativo en Sedaví y se volvió a Castielfabib, su pueblo del Rincón. Y habla y habla del abandono a que a estas tierras de interior someten los políticos. Mucha Fórmula 1, mucha Copa América y mucho Palau de les Arts pero aquí arriba sólo nos traen la mierda. Lo de la mierda lo dice a su manera, entre la rabia y la resignación que no es resignación sino esa forma primaria que la gente del monte tiene de asumir y refugiarse de las tormentas. O como Josefina, que volvió de su periplo en Sabadell y se casó con Domingo, natural de Arroyo Cerezo, y allí vive: “la gente va donde le dan teta, y esto me parece que no tiene futuro”. El vacío. Los desiertos. Pero también la pasión de vivir en esos sitios y no en otros diferentes. La pasión, también. Una palabra que no recuerdo si sale en el libro pero que encontramos en todas sus páginas y en sus protagonistas. La decisión de vivir ahí y no en otros lugares que sí que salen en los mapas.

Con Paco Cerdá recorrimos las calles de Aras de los Olmos, el último pueblo serrano antes del Rincón. Y hablamos con el maestro de escuela Paco Moreno. Conozco a Paco desde hace no sé cuántos años. Llegó a Aras de maestro desde San Clemente, su pueblo de Cuenca. Y allí se quedó. Llevaba a los críos a recorrer los montes, el método Freinet de la enseñanza, cómo la gente de Aras lo miraba al principio de reojo. Ahora es uno de los más entendidos en el cultivo de la almendra, del secano en general. Se jubiló y sigue en el pueblo. Un pozo de sabiduría, si me permiten ustedes ponerme un poco cursi. Un deslumbramiento para Paco Cerdá cuando conoció al hombre de la boina, que es para él un símbolo de quienes habitan, físicamente y desde su conciencia de resistentes, los crueles inviernos de tierra adentro. Y un poco antes, en la plaza, Manolo Cubell, Noli para los amigos, que fue alcalde de Aras y ahora alguacil, nos cuenta la historia centenaria del olmo que da nombre al pueblo. Lo cortaron por una enfermedad. Y la gente lloraba ese día como si la estuvieran dejando sin una parte importante de su propia vida.

Vuelvo al principio de este recorrido por la belleza de la despoblación. No sé si hay futuro o no para esta Laponia celtibérica. Lo que sé es que sigue habiendo gente que, a pesar de los cantos de sirena que llegan de un futuro inexistente fuera de nuestra tierra, hemos decidido vivir aquí en vez de en esos otros sitios donde prometen engañosamente atar los perros con longanizas. Como no supiéramos que en ningún sitio atan los perros con longanizas.

Y acabo este itinerario -acompañado por Los últimos, ese libro imprescindible- con las palabras de Juanito, uno de los diez o doce habitantes de Sesga, aldea del Rincón de Ademuz. Tiene setenta y siete años. Sólo salió de aquí para hacer la mili en Ceuta. Sus hermanos se fueron a Francia y el Port de Sagunt. Pero él ya no se movió de Sesga. Y no titubea ni un segundo para decir lo que dice: “Yo nunca me he ido. ¿Valencia? Me gusta mucho, pero yo no soy para estar bajo amo. No soy para trabajar en un sitio del que te despachen por llegar tarde y adonde no puedes ni hacer la siesta. No, en amo no. Yo aquí he estado siempre libre”. La libertad que siempre será lo que intuyamos al final de una resistencia que nadie ni nada nos va a arrebatar nunca. Somos ocho habitantes por cada 140 campos de fútbol. Salimos a pocos messis por kilómetros y kilómetros de monte. Pero aquí seguimos. Lejos de esa política -de izquierdas o derechas, qué importa en este caso- que nos quiere vender, como si aquí nos chupásemos el dedo, la moto escacharrada de un futuro para el mundo rural que sólo existe en sus proclamas electorales. Y después de esas proclamas, nada, absolutamente nada. Que esos políticos -de izquierdas o derechas, qué más da- sepan que nosotros sabemos la diferencia que hay entre lo que prometen sobre lo rural y lo que luego hacen. Que lo sepan al menos. Que lo sepan.