Este será un Primero de Mayo diferente. No llenaremos las calles como cada año, pero saldremos a los balcones y quedaremos en las redes sociales. Nada impedirá que lo celebremos como una jornada de reafirmación y reivindicación de derechos y libertades para la clase trabajadora que este año, si cabe, cobran mayor trascendencia.
De esta crisis sanitaria nacerán una crisis económica y social cuyo alcance real todavía nos es incierto. Y aunque en los análisis económicos la incertidumbre siempre se mida con respecto a los inversores, no hay incertidumbre más dura que la del trabajador o la trabajadora que no sabe que pasará el mes siguiente.
Nadie niega ya la síntesis de caminar hacia un patrón de crecimiento que concilie el desarrollo económico, social y ambiental en una economía productiva y competitiva. Parece que el COVID no ha acabado con la polarización política, pero si que ha generado un consenso en el espacio de las ideas. Favorecer el empleo de calidad, la igualdad de oportunidades y la cohesión social o garantizar el respeto ambiental y el uso racional de los recursos naturales, es ahora lo que denunciar los recortes en sanidad fue a la anterior década; poner las medidas antes de que sea demasiado tarde.
De manera escalonada, volverá la normalidad o la nueva normalidad económica y productiva del país. No será rápido, ni será el mismo mundo que dejamos atrás hace solo dos meses, pero no podemos fiarlo todo a la incertidumbre, porque el enemigo de las democracias es hoy el miedo. Además de garantizar la salud de los trabajadores y trabajadoras, debemos generar certezas.
Por eso, es necesario empezar a trabajar un nuevo Estatuto de los Trabajadores que garantice su protección frente a los desafíos sociales, tecnológicos y medioambientales propios del siglo XXI. Una nueva compilación de derechos que tenga en cuenta las consecuencias de una crisis como esta, donde la negociación colectiva vuelva a ser el escudo que nos proteja y proteja además el modelo productivo cuando todo se tambalea.
Avanzar sin dejar a nadie atrás. Sin dejar a nadie sólo. Por eso los derechos se tienen que ampliar. Una democracia digna no puede permitir, ni coyuntural, ni permanentemente que una parte de sus ciudadanos y ciudadanas pase hambre o viva una vulnerabilidad extrema que además se reproduce negando el ascensor social o la igualdad de oportunidades. No se trata de subsidiar a nadie como algunos maliciosamente apuntan, sino evitar que nadie viva condenado al subsidio o la miseria. ¿O es que en las cabezas de los niños y niñas que han tenido que alimentarse con menús de comida basura en la Comunidad de Madrid estos días, no puede estar la vacuna para la próxima pandemia global? Si han sido capaces de actuar con ese clasismo cuando España era una ola de solidaridad, podemos imaginar como se garantizará que puedan acceder a la manida meritocracia si miramos hacia otro lado, si no garantizamos mínimos vitales por encima de gobernantes insensibles.
Y también unas nuevas reglas de juego donde se siga avanzando en la conciliación y los cuidados que esta crisis ha manifestado como vitales, donde los sectores que se han desarrollado en la economía sumergida se regularicen de una vez por todas, donde la brecha salarial de género sea de una vez superada. No podemos aplaudir a quienes cuidan para luego olvidarnos de ellas, ni mantener los trabajos esenciales en un escenario de precariedad. ¿Acaso no hemos aprendido todos que los salarios tienen que ver con la responsabilidad o la capacidad de generar recursos? Será difícil hoy negar que los cuidados, los servicios públicos, los trabajos esenciales no merezcan un trato justo. Por cierto, digámoslo claro, un trato justo para las mujeres porque “casualmente” esta esencialidad invisible nos ha afectado a nosotras gravemente.
Todo esto no podemos hacerlo solas. Ni tampoco queremos hacerlo aisladas. Hace unos años ser parte de Europa era un orgullo compartido que podíamos reivindicar en alto, para España acceder a la democracia más grande del mundo supuso también una bocanada de modernidad, libertad y progreso. Pero hoy parece que algunos de los Estados que conforman Europa se niegan a ello. Prefieren un ente gris, burocrático y desesperanzador, olvidándose que sin solidaridad el proyecto no tiene sentido. Europa nació bajo la premisa de que si compartíamos alegrías y sufrimientos en el viejo continente no arraigarían de nuevo ni las guerras, ni los fanatismos. ¿Qué sería hoy de Holanda y Alemania si en otros momentos históricos sus líderes hubieran estado en el otro lado de la mesa?
No podemos repetir otro post2008 porque el postCOVID será la gota que colmará el vaso europeo. Deberíamos acabar con los años en los que se veneró la idea del mundo de Thatcher o Reagan, si en los malos momentos todos nos acordamos de Brandt o de Spinelli. Si todos se vuelven keynesianos de repente cuando todo va mal, por algo será. Europa es un compendio de muchas cosas pero cuando más ha valido la pena ha sido porque ha sido la Europa de los trabajadores y trabajadoras.
Feliz 1 de mayo, el de las 8 horas, las vacaciones, los permisos de maternidad y paternidad que fueron utopías en su momento. Si lo hacemos bien, las utopías de hoy, serán los derechos de mañana y volveremos a llenar las calles para celebrarlo.