Este domingo se vota en Austria. No se asusten todavía que no van a independizarse de nadie. Austria siempre ha sido, en esto de los referéndums, más de anexionarse. Votarán y lo harán con urnas transparentes, censo, junta electoral y toda la pesca. Nadie les dedica portadas ni grandes editoriales porque no deciden si proclaman una república, marquesado o confederación tirolesa. Sencillamente se les convoca a elegir un nuevo parlamento y un nuevo gobierno. Una tontería sin importancia en un país que, por lo visto, poco importa. Votarán las austriacas y los austriacos para decidir si, de una vez por todas, pueden quitarse de encima el molesto peso de la historia. Buscarán la bendición matemática que les deje por fin componer un gobierno de coalición capaz de sumar a sus desmemoriados conservadores con sus neonazis desalmados. Tal vez pasarán camino de sus colegios electorales frente a las chimeneas de Mauthausen. Allí todavía podrán oler el humo invisible que dejó la hoguera de odio con el que hace apenas la vida de mi padre se abrasaron los cuerpos de centenares de miles de seres humanos. Andarán los austriacos por los verdes caminos que separan las urnas de sus hermosas casas saludando a los policías sin porra ni casco que amablemente les sujetarán la bicicleta al llegar ante el colegio electoral. Así que todo el mundo tranquilo. Nada de lo que allí pase el domingo debería quitarnos el sueño.
Vivimos un nuevo tiempo en el que nada importa si no arde. Aquello que ha de ser objeto de análisis o atención lo deciden los mismos que escriben el sumario de lo que está “al rojo” y lo que está al “vivo”. Las tertulias se emiten con música de fondo a ritmo de timbales de guerra. Y es que, por lo leído, las verdaderas batallas de la democracia nada tienen que ver con auge de la extrema derecha mundial, el imperio de la postverdad y el ciberespionaje de estado. Hoy todo va de banderas y de bandos y que Santa Tecla, patrona de twitter, te pille confesado si no caíste en el bando correcto.
Nadie parece angustiarse por lo realmente preocupante siempre que ocurra con educada normalidad. Atacados por la histérica necesidad de ocuparse del síntoma se obvia el origen de la enfermedad que ha situado a la mentira, el odio y la superstición en el “top ten” del argumentario político, tertuliano y tarbernario-tuitero que nos mantiene iracundos todo el día. Total, Trump gobierna ya casi nueve meses y tampoco se acabó el mundo. A nadie le importaría ya tener a la afable Marine Le Pen sentada a la mesa estas navidades. Y en Austria, un país sin graves problemas económicos, ni corrupción, ni amenazas fronterizas se empieza a asumir sin más problemas la posibilidad de la entrada de la extrema derecha al gobierno, ya sea en unas presidenciales en las que estuvo a un suspiro, ya sea en las legislativas del próximo domingo.
Mientras en nuestros desfiles militares, púlpitos y pantallas planas se nos anima a cuidarnos del síntoma ruidoso, la enfermedad avanza lenta pero sólidamente por los arrabales de la inteligencia y la memoria colectiva de Europa. Crece y se afianza en un continente que hace menos de un siglo pagó con el mayor de los horrores su desprecio hacia esta patología, el fascismo, que parece resistente al tratamiento de la la educación pública, la sanidad universal, la paz social y hasta las economías más cercanas al idílico dato del desempleo estructural. Nada parece desactivar la poderosa llamada a la víscera y al miedo al otro. Nada parece poder competir con el efecto balsámico de imputar al brazo ajeno la culpa del fracaso propio. El otro día les oí cantar por las calles de València. Hace décadas que no les escuchaba cantar tan fuerte, con tanta alegría y confianza en la fuerza de su pestilente voz. Espero que el domingo fracasen en su enésima intentona, esta vez en el norte de Europa. Si les oyen cantar o maldecir ese día aunque no juegue su equipo no se extrañen. A diferencia de la mayoría de los periodistas de este país, les aseguro que ellos sí que saben que este fin de semana lo suyo se vota en Austria.