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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Zaplana, la impunidad truncada

Algunos directores de medios de comunicación se acostumbraron en los primeros años del siglo XXI a recibir frecuentes llamadas de Eduardo Zaplana en las que exigía la rectificación de informaciones sobre la batalla interna que se libraba en el PP valenciano entre sus seguidores y los del nuevo inquilino del Palau de la Generalitat, Francisco Camps. Aquel estricto marcaje ponía especial interés en negar que existieran los “zaplanistas”, a pesar de que el enfrentamiento entre sus partidarios y los de su sucesor llegaron al extremo de que en julio de 2004 una veintena de los 48 diputados del PP plantaron a Camps en las Corts Valencianes cuando iba a presentar “el plan de inversiones más ambicioso de la historia”, según la enfática retórica del entonces presidente valenciano.

Zaplana siempre ha cuidado la relación con los medios, a través de los periodistas y también de los propietarios de periódicos y cadenas de radio y televisión. Su agenda, como acaba de comprobarse en el sumario del caso Erial, en el que está imputado, recogía comidas y reuniones habituales con personajes de la prensa y las empresas de comunicación. Siendo directivo de Telefónica, utilizó su cargo para que los medios tuvieran en cuenta sus apreciaciones y puntualizaciones a cada información. Cuidó siempre su reputación mediática al extremo.

Capaz de proclamar públicamente en 1999 que “la corrupción ha desaparecido” mientras urdía, como revela la investigación judicial, toda una trama de cobro y blanqueo de mordidas por adjudicaciones del Gobierno autonómico que presidía, Zaplana fue también el ministro portavoz que aparecía en televisión junto al titular de Interior, Ángel Acebes, tras los atentados en Madrid del 11 de marzo de 2004, pocos días antes de las elecciones que el PP de José María Aznar al final perdería. En aquellas apariciones ante una audiencia consternada, sostuvo con toda seriedad, pese a las evidencias de que había sido un ataque de terroristas islámicos, que las fuerzas de seguridad seguían pistas que apuntaban a ETA.

Su casi obsesiva preocupación por la imagen escondía una minuciosa dedicación a negocios basados en el tráfico de influencias y la manipulación de licitaciones públicas, empujado por la necesidad de alimentar un tren de vida a cuyos lujos no renunció ni cuando la enfermedad, una leucemia, le puso en graves apuros.

Lo había dicho en una conversación telefónica de finales de los años ochenta, cuando era todavía un joven político del PP con aspiraciones y hablaba con el entonces concejal en Valencia Salvador Palop de repartirse bajo mano una comisión: “Que me dé diversas opciones y me quedo con la más fácil. Pero me tengo que hacer rico porque estoy arruinado”. La conversación, grabada por la policía en el denominado caso Naseiro, dejó de contar a efectos legales porque se anularon las escuchas y se archivó el asunto. Una prueba inválida.

Zaplana se preocupó con tenacidad de evitar en años sucesivos que se reprodujeran aquellas grabaciones en los periódicos, de intentar borrar de la memoria pública lo que había quedado borrado en los tribunales. Sin embargo, en aquel caso primigenio de supuesta financiación ilegal del PP estaba escrita la alerta ante una predisposición peligrosa a hacer de la política una forma de enriquecerse.

Como si aquel episodio le hubiese concedido una patente de impunidad, Zaplana desplegó su carrera como un joven liberal que venía a abrir una etapa memorable para la derecha valenciana. Un liberal para el cambio en la Comunidad Valenciana fue el título con el que se bautizó el libro que glosaba sus aspiraciones políticas en los años 90 del siglo pasado y cuyo prólogo firmó el propio José María Aznar, su principal valedor para el asalto a la Generalitat Valenciana y el posterior paso al Gobierno.

Casado con Rosa Barceló, hija de un empresario hotelero, se apoyó para su lanzamiento en una tránsfuga socialista, Maruja Sánchez, que lo convirtió en alcalde de Benidorm en 1991, en una operación tan oscura como rocambolesca. A partir de esa plataforma, logró hacerse con el liderazgo del PP de la Comunidad Valenciana desplazando a Pedro Agramunt y alcanzó tras las elecciones autonómicas de 1995 la presidencia de la Generalitat valenciana gracias a un pacto con los regionalistas de Unión Valenciana que apeó del poder a los socialistas de Joan Lerma.

Y ese año 1995 fue clave en la vida de Zaplana y en el futuro de la Comunitat Valenciana, que se convirtió en tierra de oportunidades para la corrupción. Las prisas por hacerse rico a toda velocidad, pero también su paciencia y meticulosidad para lograrlo, las revela la lectura del sumario del caso Erial. Sin estar ni dos años en el poder urdió la privatización de la Inspección Técnica de Vehículos (ITV) y del plan eólico para regalárselos a empresarios amigos que posteriormente con la venta de esos derechos por cantidades millonarias le agasajarían, presuntamente, con suntuosas comisiones como agradecimiento o contraprestación.

Los concursos de las ITV y del plan eólico, que la Agencia Valenciana Antifraude concluye que se amañaron, se dividieron en siete lotes que fueron a parar a siete grupos de empresas. Varios de estos empresarios y sociedades fueron años después descubiertos financiando irregularmente al PP valenciano y una tercera, Sedesa, de la familia del exdirector general de la policía Juan Gabriel Cotino, se vería implicada en la mayoría de los casos de corrupción.

Medios de comunicación, pocos, y empresarios, menos aún, denunciaron las trapisondas, amenazas y excesos de Zaplana, aunque la burbuja del ladrillo y el gran papel del actor cartagenero consiguieron enterrar esas críticas que empezaban a arreciar.

Su buena prensa, sus antiguos amigos y un efectivo olfato para aprovechar todas las oportunidades se volvieron a conjurar en diciembre de 2018 en plena investigación del caso Erial, cuando estaba en prisión provisional tras la operación policial. Medios de comunicación y políticos de todos los colores clamaron por su excarcelación argumentando la enfermedad que sufre. La jueza, que había escuchado en las grabaciones cómo Zaplana manejaba sus negocios incluso desde la cama del hospital, se tuvo que oponer auto sobre auto y contra gran parte de la opinión pública para poder asegurar las pruebas.

Nacido en Cartagena en 1956, Zaplana introdujo en la política valenciana la idea de los “proyectos temáticos”, con el parque Terra Mítica como emblema y el cantante Julio Iglesias en el papel de embajador de la Comunidad Valenciana en el mundo. Aquella forma de jugar “a lo grande”, carente de escrúpulos, sería llevada a la apoteosis por los populares valencianos bajo el liderazgo de Francisco Camps, con los “grandes eventos” como bandera y las mayorías absolutas del PP como resultado. Hasta que el estallido del caso Gürtel abrió una cascada de casos de corrupción, destapó la financiación ilegal del partido y metió a la formación de la derecha en un barrizal del que todavía se dirimen escándalos en los tribunales.

La marcha a Madrid, donde fue ministro y después enfiló la puerta giratoria para colocarse como directivo de Telefónica, pareció alejarle del escenario de la corrupción de la derecha valenciana. Su fichaje era un ejemplo más de un movimiento que han protagonizado otros notables políticos españoles. Nada más prometer la cartera de Trabajo en 2003, Eduardo Zaplana aprobó un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) a la multinacional que dirigía César Alierta, amigo de José María Aznar, lo que le permitió reducir en un tercio la plantilla de Telefónica. El premio, como las comisiones de Sedesa, vino años después con un sueldo anual de un millón de euros en la tecnológica española.

Su astucia y desvergüenza parecían haber puesto a Zaplana a salvo de los banquillos durante toda su carrera política. Hasta que se desencadenó el caso Erial. El paso a un segundo plano, en las bambalinas de una política en la que nunca dejó de moverse, le permitió, como ahora se comprueba, hacerse rico. Con él empezó todo.

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