Hamburguesas fabricadas en un laboratorio, ¿son viables económicamente?
En 2013 en Londres se cocinó y se dio a comer a un grupo de críticos gastronómicos la hamburguesa más cara del mundo. El precio de preparar y servir esa hamburguesa, más de 10.000 dólares, estaba justificado porque no provenía del sacrificio de una vaca. Se trataba de la presentación en público y, por primera vez, degustación de carne criada en laboratorio a partir de células cultivadas in vitro.
El proceso de fabricación de carne cultivada in vitro comienza con una pequeña muestra de células animales, en este caso células musculares de una vaca, que se colocan en una solución rica en nutrientes (conocida como cultivo celular).
Estas células se multiplican y se convierten en tejido muscular, que luego se combina con grasa y células sanguíneas para crear productos que, en esencia, son carne.
En realidad, la primera hamburguesa cultivada fue creada por Mark Post, un científico holandés, en 2013. Su producción costó aproximadamente 330.000 dólares y fue financiada por el cofundador de Google, Sergey Brin.
Además de la mencionada hamburguesa, desde entonces también se han cultivado en laboratorio nuggets de pollo, pechuga de pato, bistec e incluso foie gras, cuero o leche.
En principio, parece una solución para acabar con los los daños ecológicos que produce la ganadería industrial sin renunciar al valor nutritivo de la carne. Más aún teniendo en cuenta que las “carnes vegetales” a la venta en la actualidad presentan dudas sobre su calidad nutricional y su sostenibilidad (son menos sostenibles que la carne de vacas criadas con pasto, por ejemplo).
La carne de laboratorio tiene otras posibles ventajas. Se están realizando experimentos para editar con CRISPR los genes de las células de cultivo y conseguir carne más saludable, incluyendo antioxidantes como el betacaroteno que anulan los efectos inflamatorios que, por ejemplo, tiene la carne industrial.
Desde el punto de vista del sabor y la textura, también se puede cultivar tejido graso para conseguir el efecto “marmoleado” de la carne y, además, conseguir que esa grasa contenga ácidos grasos saludables.
Sin embargo, aunque la fabricación de carne de laboratorio es posible, y los resultados son deseables, ¿resulta viable económicamente? ¿Es sostenible? Parece que quedan muchas incógnitas por resolver, y pasará bastante tiempo hasta que dispongamos de carne cultivada en nuestros platos.
Materias primas, precio y seguridad
Fabricar algo en un laboratorio es extremadamente caro. Se debe hacer en condiciones estériles y con costosos reactivos, reactores y supervisión. En 2021, el Good Food Institute (GFI), una organización sin ánimo de lucro, publicó un análisis tecnoeconómico que proyectaba los costes futuros de producir un kilo de carne cultivada con células.
El documento estaba elaborado a partir de informes confidenciales de 15 empresas privadas, y tomaba en cuenta los costes de las materias primas, la mano de obra especializada, y los procesos de diferenciación y maduración de las células.
Si se superaban una serie de obstáculos técnicos, el informe predecía que se podría reducir el precio de producción actual, de más de 10.000 dólares por kilo de carne cultivada, a 2,50 dólares por kilo en los próximos nueve años.
Sin embargo, otros investigadores ponen en cuestión estas conclusiones, y calculan que el coste final, incluso tras la eliminación de los obstáculos técnicos, podría ser diez veces mayor.
Según la empresa Mosameat, de una muestra de 0,5 gramos de músculo tomada bajo anestesia de una vaca, se pueden extraer 33.000 células musculares que permitirían cultivar el equivalente a 80.000 hamburguesas. Pero no se puede crear algo de la nada, ¿de dónde sale la materia para esa multiplicación milagrosa?
Las células animales, incluidas las nuestras, necesitan nutrientes para crecer y multiplicarse. En el caso de la carne de laboratorio, se emplean soluciones que contienen aminoácidos, enzimas, hormonas, factores de crecimiento y otras moléculas, y que en la actualidad incluyen ingredientes como el colágeno o el plasma de origen animal.
Aunque el sustrato del cultivo se puede obtener de otros modos, como la fermentación por bacterias que producen las moléculas necesarias, esto incrementa el coste del proceso. Además, estas materias primas deben estar en condiciones que impidan su contaminación.
Un entorno propicio para que crezcan células también es un paraíso para las bacterias y sin un sistema inmunitario como el de los animales para controlar esto, la producción debe hacerse en un ambiente estéril que de nuevo encarece el producto.
Las empresas del sector de la carne de laboratorio afirman que estos inconvenientes técnicos han sido superados, pero aún queda la duda de si se puede escalar el sistema para producir toneladas de carne a un precio competitivo.
Además, está el componente del gusto. Por muy ética que resulte, es difícil asumir que alguien pagaría más por un sustituto de carne que no sabe a carne. La tecnología actual es capaz de producir fibras musculares desorganizadas que poco tienen que ver con un músculo real.
En la carne real, los vasos sanguíneos y la sangre, el tejido nervioso, las grasas intramusculares y el tejido conectivo afectan tanto al sabor y la textura. Por eso las hamburguesas vegetales tienen esa consistencia pastosa que resulta desagradable a muchas personas.
También influyen las percepciones. La posibilidad de carne sin matanza ya está provocando dudas entre judíos y musulmanes, que deben decidir si se puede considerar kosher o halal, respectivamente.
Otras personas pueden negarse porque les produce repugnancia la idea de comer algo que es esencialmente un animal, aunque no haya ningún animal implicado en el proceso. En cualquier caso, es probable que tardemos unos cuantos años en enfrentarnos a estos problemas.
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