La piel que habito: la arquitectura del tacto frente a la hegemonía del ojo

Las manos quieren ver, los ojos quieren acariciar

El bailarín tiene la oreja en los dedos de los pies

Con estas dos sinestesias (figura retórica que atribuye una sensación a un sentido al cual no le corresponde) inicia Juhani Pallasmaa, arquitecto y teórico finlandés, su ensayo Los ojos de la piel (Editorial GG, 2022). Se trata de un texto que reivindica una aproximación multisensorial al espacio en detrimento de la predominancia de la visión sobre la cual se ha regido la arquitectura contemporánea. Pallasmaa argumenta que el diseño arquitectónico actual está excesivamente influenciado por la vista y que este fenómeno da lugar a espacios que pueden ser visualmente impresionantes pero que carecen de profundidad sensorial. Este enfoque tan centrado en la mirada puede llevar a una lectura muy superficial e incluso desconectada del espacio, ya que no se integran plenamente otros sentidos como el olfato, la audición o el tacto. Precisamente, Pallasma considera que este último sentido es el verdaderamente fundamental para nuestra percepción del entorno. El tacto nos permite medir el peso, la textura, la temperatura o la escala de los materiales, es nuestro primer medio de comunicación y nuestro protector más eficaz.

En la era de la arquitectura “instagrameable”, la fotografía ha acabado de aniquilar por completo la tridimensionalidad del espacio para convertirlo en una composición plana de colores y formas sugerentes que lucen atractivas en medio del flujo interminable de imágenes de nuestra matriz de Instagram. Cada vez más, nuestra experiencia con muchos interiores comienza con un rastreo previo de fotografías. Da igual si buscamos un restaurante, un hotel, una tienda o incluso un piso para alquilar o comprar, la primera evaluación que realizamos con estos espacios siempre es a través de las fotos que vemos en nuestro teléfono. A raíz de ello, en el diseño arquitectónico actual se ha evidenciado la necesidad de proyectar anticipándose al conjunto de imágenes que se pretende obtener casi por delante de la coherencia y calidad global de todo el proyecto.

En ese mismo sentido, en los medios y en las cuentas de las redes sociales especializadas en arquitectura e interiorismo, abundan y destacan especialmente las fotografías que muestran secuencias de espacios difícilmente interpretables, donde se combinan paramentos de colores llamativos con piezas de mobiliario que funcionan de forma autónoma, generando composiciones que nos recuerdan, en esencia, al hieratismo de los bodegones. Los interiores actuales se piensan como escenografías aisladas que priorizan funcionar bien en frente de una cámara casi por delante de su ergonomía o de una relación más compleja con el resto de los sentidos de sus usuarios. La arquitectura se concibe como una suma de “momentos”, un recorrido de puntos estáticos donde hincar el ojo para obtener una experiencia similar a la que efectuaría un objetivo fotográfico.

Sin embargo, no todos los arquitectos han sucumbido a la moda de Instagram, donde una “celda de pladur” pintada en tonos pastel, con lámparas de luz tenue, plantas y unos cuantos muebles de diseño, puede causar furor dentro de nuestro algoritmo. De hecho, en la última edición de los Premios FAD, certamen que reconoce anualmente a las mejores obras arquitectónicas en la Península Ibérica, destacaron dos proyectos con una radicalidad asombrosa, tanto por su paleta material como por la confección de una atmosfera interior que iba mucho más allá del diálogo exclusivo de la vista y que, por lo contrario, requería una aproximación corporal más sofisticada. Se trata de dos obras que cumplen con algunas de las reivindicaciones de Pallsmaa y que invitan a tener una experiencia in situ más rica y completa para los diferentes sentidos. 

En primer lugar, la ganadora en la categoría de Arquitectura fue la Casa 1736 del estudio de Sabadell H ARQUITECTES. El jurado la definió como un palacio atemporal, a medio camino entre una arquitectura excavada, una cantera a cielo abierto y una villa pompeyana. Tras una fachada discreta en medio de un barrio residencial de Barcelona, los “H” han desplegado una casa unifamiliar de tres plantas con un vacío central que parece ingrávido a causa del chorro de luz cenital que capta y que recorre toda la altura de la casa a través de los intersticios que separan los cuatro pilares centrales. Esta especie de patio cubierto interior le confiere al espacio doméstico la dimensión de un equipamiento o de una vivienda majestuosa de otro siglo.

No obstante, los materiales con la que está construida esta “villa” no se asocian precisamente con el lujo. Tanto la envolvente, como los elementos estructurales y las paredes que separan las estancias están levantadas con hormigón “pobre”, hecho en obra con poco cemento y una selección de arenas y gravas que, aplicada con una técnica de compactación similar a la de la tapia, consigue robustez, mucha inercia térmica y un acabado estético nada convencional pero altamente sugerente. 

El hormigón pobre se extiende por toda la casa imprimiendo un tono monocolor que solo se interrumpe cuando aparece las carpinterías de madera de los armarios, de las puertas o de las ventanas. Pese a que las fotografías de la Casa 1736 expresan de sobras una arquitectura sobresaliente, la cualidad física de su interior invita a algo más que a la simple contemplación visual. Esas paredes y columnas rugosas, estriadas, grumosas y con una apariencia de estabilidad frágil que recuerda a los castillos hechos con arena en la playa, infieren cierto magnetismo que nos tienta a acariciarlas con la mano y el resto de cuerpo para discernir su temperatura, humedad y aspereza. En otro de sus textos, Pallasmaa confiesa, de hecho, la atracción que sintió una vez por un mármol que le llevó a arrodillarse y a querer hasta incluso lamerlo. Si bien la imagen resulta cómica, no parece tan extraña si pensamos en el reconocimiento oral que efectuamos de nuestro entorno cuando tan solo tenemos pocos meses de vida. 

Se hace evidente que las fotografías de este palacio sin fecha de los H ARQUITECTES no son lo suficientemente elocuentes para sugerir todo el conjunto de sensaciones que se puede experimentar en su interior. Su propuesta está a las antípodas de la arquitectura mediática de consumo rápido que solo se expresa cuando se reduce a dos dimensiones y desde un ángulo concreto.

En la misma línea de la Casa 1736, los FAD distinguieron como mejor obra de Interiorismo la tienda de Gimaguas de Barcelona del estudio TEST, en colaboración con Guillermo Santomà. En este caso nos encontramos ante un ejercicio brillante de cómo sacarle partido a un local con una geometría de tubo muy poco favorable y en una planta baja deprimida respecto a la cota de la calle. Esta tienda adquiere una dimensión poética a partir del uso de un material nada habitual en la rehabilitación de interiores como lo son las “telas de hormigón” que se utilizan para recubrir, entre otras cosas, el interior de los túneles y de otras grandes infraestructuras.

El resultado es un espacio con un carácter exclusivo y del todo atípico que reproduce las entrañas de una mina o de un animal mastodóntico. Las telas de hormigón, que fueron colocadas por los propios arquitectos, tienen cierta maleabilidad cuando llegan de serie y no es hasta que se humedecen y se secan que se tornan pétreas. La sinuosidad y movimiento de los pliegues de las paredes y del techo contrastan con su rigidez y dureza, dando pie a una contradicción asombrosa entre lo que lee el ojo y lo que cuenta la mano. Es inevitable recorrer la nueva tienda de Gimaguas sin sumergirse en el relato que nos proponen los TEST y Santomà, una experiencia telúrica, geológica, una especie de expedición de espeleología que solo puede recorrerse con la mirada de las palmas de las manos.       

Como estudiante, recordaba frecuentemente una frase que había escuchado de alguno de mis profesores que decía que “el grado de confort de un interior es directamente proporcional a la cantidad de juntas que tienen sus paredes”. Esta cita le correspondía al gran maestro danés de la arquitectura Jørn Utzon, conocido por la famosa Ópera de Sídney, que se construyó una casita en Mallorca donde refugiarse de la extenuación del trabajo y del clima escandinavo. Can Lis, situada al sureste de la isla, es un complejo de cinco pabellones encadenados que se sirven casi exclusivamente de la piedra de marés, típica de las baleares, para erigirse discretamente sobre un acantilada consiguiendo unas panorámicas privilegiadas frente al mar.

La casa de Utzon es sin duda una reinterpretación mediterránea del hygge de Dinamarca, un concepto único que pertenece a este país y que expresa aquella sensación de bienestar y comodidad inefable en un interior que se experimenta por ejemplo al sentarse frente a la chimenea en un suelo de madera natural en una noche fría, vestido con un jersey mullido, bebiendo vino caliente y a la luz de una vela titilante. En Can Lis, el hygge se adecua a un clima opuesto y se encuentra precisamente en la brisa que corre entre las oberturas de los módulos, en el azul que se ve des de todas sus ventanas, en la densidad de las juntas de los sillares de marés, en la sombra que arrojan los porches de los pabellones y en las piezas de cerámica esmaltada de los respaldos de los bancos que, en un día caluroso de verano, son una bendición para el tacto de la espalda.

La arquitectura no debe simplificarse por las limitaciones que ofrecen los lenguajes propios del arte pictórico o del diseño gráfico. Debe pensarse desde una concepción estrictamente espacial, donde el cuerpo humano, sus sentidos y su piel sean la medida y el motivo de todas las decisiones. En la novela Combray de Marcel Proust, su protagonista tiene un momento de hiperconciencia física al levantarse de la cama que nos vendría bien tener en cuenta a todos los arquitectos antes de trazar una línea: “Mi cuerpo es verdaderamente el ombligo de mi mundo, no en el sentido de punto de vista de una perspectiva central, sino como único lugar de referencia, memoria, imaginación e integración”, proclama el narrador.