Comemos con dos propósitos, y uno de ellos se nos suele olvidar. La comida es una fuente de energía para pensar, movernos, digerir, mantenernos a 37 grados y seguir vivos.
Pero sobre todo la comida son piezas de repuesto. Nuestras células están muriendo y regenerándose constantemente y, para construir nuevas células, nos hacen falta materiales de construcción. Estos son las proteínas.
Las proteínas son tan importantes para la supervivencia que se ha descubierto que los animales tienen un apetito selectivo de proteínas.
Un ejemplo son los grillos mormones en Norteamérica. Cuando llega la estación seca se quedan sin su fuente de proteínas habitual, las forbias (plantas parientes de los girasoles) y emprenden largas migraciones buscándolas. Durante el camino se dedican a comerse a los compañeros muertos o debilitados porque son una rica fuente de proteínas, y desprecian las otras hierbas que encuentran.
Dos ecólogos australianos llamados Simpson y Raubenheimer observaron esta hambre voraz de proteínas en todas las especies, desde las ratas hasta los monos. Evidentemente los humanos no nos libramos de ella, y esto les llevó a publicar su hipótesis del apalancamiento de las proteínas como explicación de la epidemia de obesidad y enfermedades derivadas que padecemos en la sociedad occidental.
La dieta de los cazadores recolectores que todavía quedan en el mundo y, según las excavaciones, la de nuestros antepasados, se compone de al menos un 30% de las calorías en forma de proteínas. Esto hoy en día se considera una dieta hiperproteica, se se compara con el 16% de proteínas habitual en la dieta occidental.
Nuestra dieta moderna ha aumentado la proporción de carbohidratos (azúcares y almidón) y esto ha hecho que las proteínas se diluyan entre el resto de la comida. ¿Qué tienen en común un plato de pasta, una pizza, un helado, una bolsa de patatas fritas y, una chocolatina? Cantidades mínimas de proteínas.
Según la hipótesis del apalancamiento de las proteínas, hasta que no consigamos la cantidad necesaria para regenerar nuestros tejidos, no se nos pasa el hambre y seguimos comiendo. Como la comida procesada es muy pobre en proteínas, terminamos comiendo una cantidad de calorías mayor que la que necesitamos.
Esto explica, por un lado, por qué las proteínas sacian nuestro apetito más que cualquier otro nutriente, y también lo peligrosa que resulta la comida procesada. Para probar esta hipótesis se han llevado a cabo varios estudios que la han podido corroborar.
En un experimento controlado con personas delgadas se vio que un desayuno con un 10% de proteínas aumentaba la sensación de hambre y hacía que se consumiera más comida el resto del día, con lo que los voluntarios ganaron peso, comparados con quienes comían un 15% de proteínas.
Un estudio abarcando datos de más de 4.000 personas entre 1971 y 2006 comprobó que por cada punto porcentual que se aumentaban las proteínas, la ingesta total de calorías bajaba en 32 kcal de carbohidratos, o 51 kcal menos de grasa. Es decir, al pasar de un 15% a un 25% de proteínas en la dieta, la gente comía 320 kcal menos al día. Eso supone una reducción del 15% de la ingesta diaria, lo que aconsejan muchas dietas de adelgazamiento, pero en este caso, sin pasar nada de hambre.