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Ausencia pedagógica

7 de julio de 2020 21:17 h

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La ausencia del presidente del Gobierno del funeral oficiado el pasado lunes en la catedral de La Almudena por las víctimas de la COVID-19 debe ser subrayada por su función pedagógica. A lo largo de casi toda la historia constitucional de España la Iglesia Católica ha operado no como una confesión religiosa, sino como una suerte de estado dentro del Estado. Es decir, como un ente con una legitimidad propia que permitía que las autoridades religiosas pudieran entablar una suerte de competición con las autoridades civiles. Ha conseguido, además, tener éxito en esta pretensión, ya que los poderes públicos le han reconocido esa condición. El hecho de que hubiera que esperar hasta la Revolución de 1868 para que se reconociera el “matrimonio civil” en nuestro país lo dice todo. 

En un Estado Constitucional digno de tal nombre, una confesión religiosa, sea la que sea, no puede tener ese estatus. Un funeral organizado por una confesión religiosa no puede convertirse nunca en un funeral de Estado. Debe ser un funeral dirigido a los ciudadanos que compartan dicha confesión o que, circunstancialmente, decidan incorporarse al mismo. Pero no puede ser un funeral al que que se dé por supuesto que tienen que acudir las más altas magistraturas del Estado, porque es un acto de Estado. Si alguna o algunas de las personas que ocupan dichas magistraturas quieren acudir al acto, están en su derecho a hacerlo, pero nada más. Y deberían acudir como ciudadanos que se consideran miembros de la comunidad religiosa al margen de la posición política que ocupen. 

No debe ser tampoco un funeral que sea retransmitido por la televisión pública. Si alguna cadena privada quiere hacerlo, está en su derecho. Pero la retransmisión por la televisión pública debería estar expresamente prohibido. 

Las autoridades públicas del Estado español en todos los niveles de su fórmula de gobierno no han sentido nunca que formaba parte de las obligaciones propias de su cargo educar a autoridades de la Iglesia Católica, a fin de que su conducta sea la que corresponde a una confesión religiosa en un Estado no confesional. Las autoridades civiles se siguen comportando respecto de las autoridades de la Iglesia Católica como si España fuera un Estado confesional. 

Ocurre algo similar con el Rey. Ninguno de los presidentes de la democracia española ha considerado que su primera y más importante obligación era “educar al Rey Juan Carlos I a comportarse como un monarca parlamentario” y no permitir que se siguiera considerando el Rey de la “Monarquía Española” del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Ningún presidente del Gobierno se ha atrevido a poner límites a las actividades del Rey, de las que no podían no tener conocimiento. Y así nos ha ido. El Rey emérito es responsable, por supuesto, de su conducta. Pero los presidentes de Gobierno también. El primero, por acción. Y los segundos, por omisión.

Tiene mucho que ver la tolerancia cómplice de comportamientos constitucionalmente inadmisibles tanto respecto de la Iglesia Católica como respecto de la Corona. Son dos piezas esenciales de la “Constitución tradicional”, que han retrasado de manera exasperante el avance hacia la democracia en nuestro país. Siguen siendo elementos que obstaculizan el pleno funcionamiento de la democracia en España. 

La sociedad española no ha sabido encontrar todavía el lugar que tienen que ocupar la Corona y la Iglesia Católica en la democracia. Ambas siguen operando con tics pre-democráticos, que condicionan negativamente el funcionamiento de nuestro sistema institucional.

Ya vamos con retraso. Con mucho retraso. Pero hay que revisar las decisiones iniciales que se adoptaron al comienzo de la Transición y no consentir que instituciones no democráticas pongan en cuestión la dignidad democrática del Estado. 

La ausencia de Pedro Sánchez del funeral del pasado lunes puede parecer poca cosa. Pero basta ver los editoriales de ABC, La Razón o El Mundo, para comprender lo que está en juego. Hay que seguir por esa vía y avanzar de manera inequívoca por la senda de la laicidad. A la Monarquía y a la Iglesia Católica hay que situarlas en el sitio que les corresponde.

La ausencia del presidente del Gobierno del funeral oficiado el pasado lunes en la catedral de La Almudena por las víctimas de la COVID-19 debe ser subrayada por su función pedagógica. A lo largo de casi toda la historia constitucional de España la Iglesia Católica ha operado no como una confesión religiosa, sino como una suerte de estado dentro del Estado. Es decir, como un ente con una legitimidad propia que permitía que las autoridades religiosas pudieran entablar una suerte de competición con las autoridades civiles. Ha conseguido, además, tener éxito en esta pretensión, ya que los poderes públicos le han reconocido esa condición. El hecho de que hubiera que esperar hasta la Revolución de 1868 para que se reconociera el “matrimonio civil” en nuestro país lo dice todo. 

En un Estado Constitucional digno de tal nombre, una confesión religiosa, sea la que sea, no puede tener ese estatus. Un funeral organizado por una confesión religiosa no puede convertirse nunca en un funeral de Estado. Debe ser un funeral dirigido a los ciudadanos que compartan dicha confesión o que, circunstancialmente, decidan incorporarse al mismo. Pero no puede ser un funeral al que que se dé por supuesto que tienen que acudir las más altas magistraturas del Estado, porque es un acto de Estado. Si alguna o algunas de las personas que ocupan dichas magistraturas quieren acudir al acto, están en su derecho a hacerlo, pero nada más. Y deberían acudir como ciudadanos que se consideran miembros de la comunidad religiosa al margen de la posición política que ocupen.