Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Exigencia democrática inexcusable
“El principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1, apartado 2 de la Constitución es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política”, dejó dicho el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981.
Tanto el sistema político como el ordenamiento jurídico de la democracia española descansa en dicho principio. Lo hace en su totalidad, aunque es obvio que la conexión del principio de legitimidad democrática no es la misma con todas las instituciones del sistema político y con todas las normas del ordenamiento jurídico.
La reforma de la Constitución y la justicia constitucional son las dos instituciones que tienen la conexión más estrecha con el principio de legitimidad democrática, ya que ellas constituyen la garantía de la superioridad de la Constitución sobre todas las demás normas e instituciones del sistema político y del ordenamiento jurídico del Estado. La reforma y la justicia constitucional son garantías de la Constitución como un todo. Son las que han convertido al documento exclusivamente político que era la Constitución en los orígenes del constitucionalismo y hasta bien entrado el siglo XX, en norma jurídica. Únicamente cuando la Constitución descansa en el principio de legitimación democrática tal como lo expresa el artículo 1.2 y los equivalentes de otras constituciones europeas, sin perder su condición de documento político, adquiere también la condición de norma jurídica.
Después de la reforma y la justicia constitucional, solamente hay tres instituciones que tienen una conexión directa en un caso y cuasi directa en los otros dos con el principio de legitimidad democrática y que se diferencian, por ello, de todas las demás: las Cortes Generales, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial.
Las tres son instituciones de naturaleza política. Las Cortes Generales “representan al pueblo español” (art. 66. 1 CE), al titular de la “soberanía nacional” y es el único órgano que puede expresar la “voluntad del Estado” o lo que es lo mismo, la “voluntad general”, por decirlo con las palabras de J.J. Rousseau.
De esta legitimidad directa casi participa el presidente del Gobierno. Después de cada celebración de unas elecciones generales, el Congreso de los Diputados tiene que investir al presidente del Gobierno y, si no lo consigue en un plazo de dos meses, pierde su propia legitimidad democrática, se disuelve de manera automática y se celebran nuevas elecciones. El Congreso de los Diputados solo puede conservar la legitimidad democrática si es capaz de transmitírsela al presidente del Gobierno.
También el Consejo General del Poder Judicial participa de esa legitimación democrática, aunque de manera distinta a como lo hace el Gobierno. En este caso son las Cortes Generales las que le transmiten dicha legitimidad, pero lo hacen con las mayorías exigidas para la reforma de la Constitución y la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional, Cortes Generales, presidente del Gobierno y CGPJ. A través de estas tres instituciones se proyecta el principio de legitimidad democrática en la arquitectura del Estado Constitucional de la democracia.
Esa proyección tiene una dimensión temporal fijada por la Constitución. Cuatro años para los miembros de las Cortes; nueve, para los magistrados del Tribunal Constitucional y cinco para los miembros del CGPJ.
Al tratarse de órganos de naturaleza política, directa o cuasi directamente relacionados con el principio de legitimidad democrática, el mandato no admite prórroga. Porque su mandato está vinculado a la voluntad democrática expresada en unas elecciones generales. La prolongación del mandato de órganos de naturaleza política es una “aberración Constitucional”. No puede ser prorrogado el mandato de diputados y senadores. No puede ser prorrogado el mandato del Presidente del Gobierno y de los ministros. No puede ser prorrogado el mandato de los miembros del Consejo General del Poder Judicial.
Incomprensiblemente en la Ley Orgánica del Poder Judicial se contempló la posibilidad de que el Congreso de los Diputados y el Senado incumplieran su obligación constitucional de renovar el mandato de los miembros del Consejo General del Poder Judicial en el plazo fijado en la Constitución, como si las Cortes Generales pudieran contravenir lo dispuesto en la misma. Y , en tal caso, se admitiría, con condiciones, pero se admitiría la prórroga del mandato.
Es posible que las Cortes Generales que introdujeron tal posibilidad confiaran en la buena fe de los diputados y senadores en el cumplimiento del mandato de la Constitución, pero a la vista está que esa confianza se ha visto defraudada de manera reiterada siempre que el PP ha pasado del Gobierno a la oposición.
Tras la experiencia acumulada, es evidente que se necesita una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que excluya de manera taxativa cualquier posibilidad de prórroga.
Pero antes hay que resolver el conflicto constitucional que el PP ha generado. El Gobierno debería proceder de manera inmediata a la designación de los dos magistrados del Tribunal Constitucional con mandato caducado, con lo que desincentivaría la obstrucción por parte de los ocho miembros del CGPJ para designar los que les corresponden. Una vez resuelto ese problema, la renovación del CGPJ caería por su propio peso.
“El principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1, apartado 2 de la Constitución es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política”, dejó dicho el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981.
Tanto el sistema político como el ordenamiento jurídico de la democracia española descansa en dicho principio. Lo hace en su totalidad, aunque es obvio que la conexión del principio de legitimidad democrática no es la misma con todas las instituciones del sistema político y con todas las normas del ordenamiento jurídico.