Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
La expresión de un fracaso sistémico
El Estado Constitucional de la Democracia, es decir, cualquier Estado democráticamente constituido, opera con base en la combinación de un principio de “legitimidad” y un principio de “legalidad”. El principio de legitimidad está en la Constitución. El principio de legalidad, en todas las demás normas que integran el ordenamiento jurídico.
El principio de legalidad se renueva de manera permanente. Nunca dejan de estar presentes los órganos y los procedimientos previstos para la producción de las normas y para la aplicación de las mismas, sean con carácter general por el Gobierno, sea de manera individualizada por los jueces y magistrados integrantes del poder judicial. Nunca dejan de dictarse leyes, nunca dejan de dictarse reglamentos de ejecución de las mismas y nunca dejan de dictarse sentencias de aplicación de las unas y los otros.
Con el principio de legitimidad no ocurre lo mismo. El órgano constituyente, sea el que haya sido, con intervención del cuerpo electoral en referéndum o sin ella, deja de estar presente en el momento en que la Constitución ha sido aprobada y entra en vigor. Queda el resultado de su obra, la Constitución, pero el órgano desaparece. En consecuencia, la renovación del principio de legitimidad no se produce de manera espontánea, sino que tiene que preverse el órgano y el o los procedimientos a través de los cuales dicho principio de legitimidad tiene que ser renovado. De ahí que las constituciones tengan que incluir cláusulas de reforma. El constituyente tiene que prever quién y de qué manera podrá introducir cambios en la Constitución una vez que él haya acabado su obra. Por eso, la reforma es una institución exclusivamente constitucional, que no es necesaria en el resto de las normas que integran el ordenamiento jurídico. (En los Estatutos de Autonomía sí, porque materialmente son normas de naturaleza constitucional).
En el principio de legitimidad descansa el sistema político y el ordenamiento jurídico de la democracia. Pero es el principio de legalidad el que llena de vida al Estado Constitucional. La Constitución no resuelve ningún problema de los que se nos presentan en la vida en sociedad. Los problemas los resuelven la leyes y las normas reglamentarias de ejecución de las mismas. La Constitución no existe para resolver problemas, sino para “posibilitar que cualquier problema que se presente encuentre una respuesta política expresada de una manera jurídicamente ordenada”. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella, en democracia, no puede resolverse ninguno.
La Constitución es una norma superflua. Por eso, es un producto tan tardío en la historia de la Humanidad. Una sociedad tiene que ser lo suficientemente rica como para poderse permitir el lujo de tener una Constitución. Una vez que dispone de ella, la sociedad resuelve los problemas que se le presentan de una manera mucho más pacífica y eficaz de lo que ha ocurrido nunca antes. Por eso, la Constitución se ha convertido en la forma general de ordenar el Estado.
La frontera que separa al principio de legitimidad del principio de legalidad es una frontera permanente e inequívoca. Entre la voluntad constituyente expresada en la Constitución y las voluntades constituidas expresadas a través de las normas que emanan de los diversos órganos con competencia para ello previstos en la Constitución, hay una frontera infranqueable. Como en toda frontera, hay al mismo tiempo contacto y separación. Contacto, en la medida en que el principio de legalidad deriva del principio de legitimidad. Separación, en la medida en que ese es el único punto de contacto. En cuanto el principio de legalidad se activa, queda separado del principio de legitimidad.
La Constitución únicamente contempla “dos excepciones relativas” a esta articulación entre el principio de legitimidad y de legalidad: el Tribunal Constitucional (TC) y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). La separación tajante de ambos principios se debilita cuando de la composición inicial o de la renovación de ambos órganos constitucionales se trata.
Por una razón esencial. Ni el TC ni el CGPJ son órganos constitucionales portadores de “un poder” del Estado. Poderes del Estado no hay más que tres: el legislativo, del que es portador las Cortes Generales, el Ejecutivo, del que es portador el Gobierno y el judicial, del que son portadores los jueces y magistrados que lo integran. A través de estos tres poderes el Estado manifiesta su voluntad, la ejecuta y la aplica de manera individualizada en los conflictos que surgen entre los ciudadanos o entre estos y las diferentes administraciones públicas. Los tres poderes del Estado son los únicos que intervienen en la respuesta a los problemas que se plantean en la convivencia.
El TC no está para hacer nada, sino para que no se haga nada por los poderes del Estado que esté en contradicción con la Constitución. Está para impedir que el principio de legalidad contradiga al principio de legitimidad. Pero para nada más. No puede dar una respuesta ni alternativa ni siquiera distinta a un problema a la que han dado los portadores del principio de legalidad. El ideal del Estado Constitucional sería que el TC no tuviera nunca que intervenir.
El CGPJ sí está para hacer algo. Pero ese algo no consiste en el ejercicio de la función jurisdiccional. El CGPJ no forma parte del poder judicial del Estado, sino que es el órgano previsto por el constituyente para el “gobierno” del Poder Judicial, es decir, para hacer posible que los miles de jueces y magistrados que son portadores cada uno de ellos a título individual de dicho Poder del Estado, lo puedan ejercer de una manera jurídicamente ordenada.
En el TC y en el CGPJ se produce una conexión distinta entre el principio de legitimidad y el principio de legalidad de la que se produce en los demás órganos constitucionales. Participan del principio de legitimidad de una manera inaccesible a los demás órganos constitucionales. Su naturaleza está más próxima a la de la reforma de la Constitución que a la de los tres poderes del Estado. Son institutos complementarios de la reforma de la Constitución, es decir, institutos de garantía de la Constitución en cuanto portadora del principio de legitimidad del Estado.
De ahí que la Constitución exija la misma mayoría cualificada de tres quintos del Congreso de los Diputados y del Senado para la reforma y para la designación de los Magistrados del TC y de los vocales del CGPJ.
Reforma de la Constitución, TC y CGPJ son simultáneamente las instituciones que deben garantizar la permanencia y la renovación del principio de legitimidad. Que nada se haga en contra del principio de legitimidad, pero también que dicho principio se renueve.
En esta renovación del principio de legitimidad es donde el sistema político articulado a través de la Constitución de 1978 está fracasando.
La reforma de la Constitución está prácticamente por estrenar. Las dos reformas que se han aprobado, la del artículo 13 y la del artículo 135, han sido dos reformas “europeas”, “impuestas” desde el exterior. Reformas que tengan su origen en la sociedad española no se ha producido ninguna, ni es previsible que se vaya a producir alguna en el tiempo en que es posible hacer predicciones.
La renovación de los Magistrados del TC y de los vocales del CGPJ siempre se ha producido en el pasado con retraso y de manera si no abiertamente contraria a la Constitución, sí poco respetuosa de la voluntad constituyente.
La trayectoria seguida en la renovación del TC y del CGPJ nos tenía que acabar conduciendo a un conflicto constitucional como el que tenemos por delante respecto a la renovación del CGPJ. El deterioro institucional consecuencia de la no renovación del principio de legitimidad desde la entrada en vigor de la Constitución, ya no permite siquiera renovar, aunque sea a trancas y barrancas, los órganos constitucionales diseñados para proteger dicho principio de legitimidad. La inercia constitucional con su legitimidad de origen en “La Transición” ya no da más de sí.
La incapacidad de renovar el CGPJ no es un hecho aislado, sino la expresión de un fracaso sistémico.
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