Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
El fracaso de la Constitución
Cuando el 5 de mayo de 1978 se inició el debate propiamente constituyente en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, se dedicó la sesión a una valoración general del Proyecto de Constitución publicado en el Boletín Oficial de las Cortes el 17 de abril. No se discutió sobre ningún artículo, sino sobre “la” Constitución, sobre lo que representaba para la España democrática que se pretendía constituir.
En dicha sesión participaron no los portavoces de los grupos parlamentarios, con la excepción de Herrero de Miñón y Manuel Fraga, sino que lo hicieron los presidentes o secretarios generales de los diferentes partidos políticos. No intervinieron Peces Barba o Solé Tura o Raúl Morodo o Roca, sino Felipe González, Santiago Carrillo, Tierno Galván o Jordi Pujol. Fraga ocupaba ambos puestos. No era el grupo parlamentario, sino el partido político el que se posicionaba.
Todos coincidieron en que la Constitución de 1978 sería juzgada en el futuro por la capacidad que tuviera para dar respuesta al problema de la estructura del Estado. Todos los problemas constitucionales eran importantes, pero del éxito de la operación de sustituir el Estado unitario y centralista por otro políticamente descentralizado dependería el juicio final. El Estado unitario y centralista no podía ser la forma de Estado de la democracia española. En la compatibilidad del principio de unidad política del Estado con el ejercicio del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones” estaría el secreto del éxito o fracaso de la Constitución. En esto hubo unanimidad.
Construir un Estado a partir de la decisión constituyente del artículo 2 de la Constitución consumió los primeros años de vida de la Constitución y exigió negociaciones políticas difíciles e ingeniería constitucional atrevida. Pero en un plazo relativamente breve se consiguió sustituir el Estado unitario por el Estado de las Autonomías. En 1983 España se había “territorializado” por completo en diecisiete comunidades autónomas. Inmediatamente después se constituirían Ceuta y Melilla como ciudades autónomas.
El bloque de la constitucionalidad integrado por la Constitución y los diecisiete más dos Estatutos de Autonomía ha estado en vigor en la forma en que fue aprobado por los procedimientos previstos en la Constitución sin que se produjera la suspensión de ninguna parte del mismo en ninguna parte del territorio del Estado hasta el mes de octubre de 2017, en que, con la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Catalunya, se produjo la primera quiebra en la Constitución Territorial.
Desde entonces, aunque las medidas aprobadas para la aplicación del 155 han dejado de estar en vigor, la sombra del 155 sigue proyectándose sobre Catalunya. En las últimas elecciones generales celebradas el 28A, los tres partidos de la derecha española, PP, Ciudadanos y VOX, concurrieron con una propuesta de aplicación inmediata y por tiempo indefinido del artículo 155 en Catalunya. Tras la sentencia del Tribunal Constitucional, esa aplicación indefinida ya no sería posible. Pero la amenaza del 155 sigue viva, como el propio presidente en funciones recordó hace unos días en la Cadena SER.
El 155 se ha convertido, o como realidad o como amenaza, en la Constitución Territorial de Catalunya. Lo que en la Constitución figura como excepción, se está convirtiendo, a veces de manera real y permanentemente como amenaza política, en la norma. Formalmente la Constitución Territorial sigue siendo la misma para Catalunya que para las demás Comunidades Autónomas. Materialmente, no es así.
La Constitución del 78 dejó de ser una historia de éxito, en mi opinión, antes de que se produjera la aplicación del artículo 155. La Constitución Territorial había dejado de operar en Catalunya desde la Sentencia del Estatut. Ahí empezó el fracaso de la Constitución. La aplicación del 155 fue la culminación del desorden en que se instaló Catalunya tras dicha sentencia. De aquel desorden procedería el desorden general en el sistema político español a partir de las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015, que nos ha conducido a celebrar cuatro elecciones en cuatro años, dos de ellas por imposibilidad de investir a un presidente del Gobierno. Mi impresión es que vamos a seguir instalados en el desorden tras el 10N.
Los constituyentes del 78 nos avisaron con razón de que en la estructura del Estado nos jugábamos el éxito o fracaso de la Constitución. Así ha sido.
Cuando el 5 de mayo de 1978 se inició el debate propiamente constituyente en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, se dedicó la sesión a una valoración general del Proyecto de Constitución publicado en el Boletín Oficial de las Cortes el 17 de abril. No se discutió sobre ningún artículo, sino sobre “la” Constitución, sobre lo que representaba para la España democrática que se pretendía constituir.
En dicha sesión participaron no los portavoces de los grupos parlamentarios, con la excepción de Herrero de Miñón y Manuel Fraga, sino que lo hicieron los presidentes o secretarios generales de los diferentes partidos políticos. No intervinieron Peces Barba o Solé Tura o Raúl Morodo o Roca, sino Felipe González, Santiago Carrillo, Tierno Galván o Jordi Pujol. Fraga ocupaba ambos puestos. No era el grupo parlamentario, sino el partido político el que se posicionaba.