Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Investidura de Illa, éxito de Pedro Sánchez
Cuando Pedro Sánchez accedió a la presidencia con la aprobación por mayoría absoluta de una moción de censura constructiva por primera vez desde la entrada en vigor de la Constitución, tenía que enfrentarse a una enorme cantidad de problemas, pero, sobre todo, al que representaba la situación de Catalunya para la dirección del Estado. O conseguía poner fin a la deriva judicial en la que había desembocado la aplicación del artículo 155 de la Constitución, o no podría dirigir políticamente el país. La respuesta a la integración de Catalunya dentro del Estado no podía quedar en manos del poder judicial, como había pretendido el Gobierno presidido por Mariano Rajoy, sino que se tenía que volver a la negociación política entre los órganos constitucionales y estatutarios legitimados democráticamente de manera directa.
Como recordó Manuel Azaña en 1932 en el debate sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya, Catalunya era el gran problema de la democracia española, que únicamente podía asentarse si era capaz de dar una respuesta estable a la integración de Catalunya en el Estado mediante el ejercicio del derecho a la autonomía. La democracia española era el presupuesto indispensable para el ejercicio del derecho a la autonomía de Catalunya, pero el ejercicio del derecho a la autonomía era a su vez la condición sine qua non para que España pudiera autogobernarse. Así era bajo la Constitución de 1931. Así lo es también bajo la Constitución de 1978.
Lo que no se consiguió resolver en la primera experiencia democrática española, permanecía, pues, como el primer problema constitucional de la segunda, que inicialmente pareció que podía darle respuesta con la fórmula diseñada en 1978 de pacto entre el Parlament y las Cortes Generales, ratificado por los ciudadanos destinatarios del pacto mediante referéndum, pero que no pudo hacerlo ante el recurso interpuesto por el PP contra la reforma del Estatuto, que sería estimado por el Tribunal Constitucional. Si no se hubiera torcido la reforma del Estatuto de Autonomía de 2006, es posible que el problema hubiera estado resuelto, pero, al torcerse, se produjo una crisis constitucional que ha dominado la agenda política durante las casi dos últimas décadas, de la que estamos empezando a salir con la investidura de Salvador Illa.
Porque esto es lo que significa dicha investidura. De no haberse producido, se tendrían que haber convocado nuevas elecciones en Catalunya y se hubiera puesto fin simultáneamente a la legislatura que se abrió con las elecciones de 2023. Todo lo que se ha avanzado en los últimos años en ir limpiando el terreno de las minas que había ido sembrando el PP desde 2011 hasta 2018, se habría perdido y nos encontraríamos ante un posible retorno de las derechas al Gobierno de la Nación con riesgo para la propia supervivencia del sistema democrático.
De esto es de lo que nos ha librado la investidura de Salvador Illa, que, justamente por eso, ha sido combatida con la ferocidad que no creo que el lector necesite que se le recuerde. Impedir la investidura de Salvador Illa suponía poner fin al Gobierno de Pedro Sánchez. Y a la inversa.
Ahora queda asentar lo pactado entre el Gobierno de la Nación y ERC y extenderlo al resto de las Comunidades Autónomas. Porque, al final, en 2024 se va a poner en marcha el proceso que siempre se ha producido en España cuando hemos tenido que hacer frente al problema de la descentralización política del Estado: que Catalunya opera como vanguardia de la respuesta en el conjunto del Estado.
Con la investidura de Salvador Illa, precedida del pacto entre el Gobierno y ERC, se pone fin a una etapa en la configuración de la descentralización política y entramos en otra nueva en la que habrá de negociarse con todas las demás comunidades autónomas.
En esas estamos. ¿Estará el PP dispuesto a entrar en la negociación o preferirá negarse a ella y mantenerse vinculado a Vox?
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