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El 'lawfare' existe pero Junts y el PSOE no pueden decir que existe
La evidencia empírica de que disponemos indica de manera inequívoca que en España se practica el lawfare. ¿O no fue lawfare la persecución judicial de Juan María Atutxa, presidente del Parlamento Vasco, que fue condenado por la Sala del artículo 61 de la LOPJ de manera jurídicamente aberrante? La sentencia sería anulada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero, para entonces, ya se había puesto fin a su carrera política. ¿O no ha sido lawfare la persecución de la que han venido siendo objeto los dirigentes de Podemos? ¿O la condena de Arnaldo Otegui con vulneración del derecho a un juez imparcial, que también fue anulada por el TEDH tras haber cumplido los seis años en la cárcel? ¿O la pretensión del Tribunal Supremo de repetir el juicio contra Arnaldo Otegui con el argumento de que este tiene derecho a ser condenado sin vulneración de derechos fundamentales? ¿O la persecución de la que fue objeto Victoria Rosell, que la apartó del Congreso de los Diputados? ¿O la de Mónica Oltra? ¿O la de Rodrigo Torrijos, dirigente comunista sevillano perseguido durante más de diez años en cuatro causas distintas, en ninguna de las cuales se llegó a dictar un auto de procesamiento firme? Para mayor inri, la Audiencia Nacional evaluó en 2.000 euros la indemnización por la actuación desviada del poder judicial durante más de diez años…
En algún caso el lawfare ha llegado a tener tal intensidad que ha alcanzado, en mi opinión, la categoría de golpe de Estado. Es lo que ocurrió con la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, mediante la que se resolvió el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el PP contra la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya.
La reforma del Estatuto se aprobó siguiendo al pie de la letra la fórmula prevista en la Constitución para la integración de las “nacionalidades” en el Estado. Dicha fórmula consistía en la combinación de la democracia representativa reforzada con la democracia directa.
Democracia representativa “reforzada” en un doble sentido. En primer lugar, porque se exigía que el Proyecto de reforma fuera aprobada por una mayoría de 2/3 del Parlamento de la nacionalidad. En segundo lugar, porque dicho Proyecto de reforma se remitía a las Cortes Generales, en cuyo seno se producía una negociación entre la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y una Delegación del Parlamento proponente con el mismo número de diputados que los que integran la Comisión Constitucional.
En caso de desacuerdo entre la Comisión Constitucional y la Delegación del Parlamento proponente, se imponía la posición de la Comisión Constitucional. La Constitución encargaba, pues, a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados el “control de constitucionalidad” del Proyecto de reforma elaborado por el Parlamento proponente.
En la reforma del Estatuto catalán la Comisión Constitucional, presidida por Alfonso Guerra, ejerció dicho control con una intensidad inusitada. Tanta que Alfonso Guerra llegó a decir que “se habían cepillado” el Proyecto remitido por el Parlamento catalán.
A pesar de ello, la Delegación del Parlament aceptó el recorte y se alcanzó un acuerdo sobre el contenido de la reforma.
Dicho acuerdo sería sometido a continuación a referéndum de los ciudadanos de Catalunya, que lo aprobarían por más del 75 por ciento de los votos válidamente emitidos.
La combinación de la democracia representativa reforzada con la democracia directa se respetó en su integridad. No ha habido ni una sola norma, ni una sola, desde la entrada en vigor de la Constitución que se haya aprobado con tanta legitimidad democrática como lo fue la reforma del Estatuto de Catalunya.
La reforma estuvo en vigor durante cuatro años, sin que se planteara ningún incidente, no digo ningún incidente digno de mención, sino ningún incidente, que afectara a la operatividad del Estado de las Autonomías.
Sin embargo, el PP interpuso un recurso de inconstitucionalidad y empezó a poner en marcha el juego sucio, el lawfare, con la finalidad de conseguir su objetivo.
La primera operación de lawfare fue la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremps por haber participado en unas jornadas científicas organizadas por el Instituto de Estudios Autonómicos de la Generalitat de Catalunya, cuando todavía era presidente Jordi Pujol y no se había iniciado la reforma del Estatut. La contribución de Pablo Pérez Tremps versaba sobre las relaciones entre el derecho comunitario y el derecho interno. La recusación fue aprobada por una mayoría de 6 contra 5.
Inmediatamente publiqué en El País, el 10 de febrero de 2007, una columna con el título 'Golpe de Estado', en la que denuncié la operación, que no tenía otra finalidad que alterar el equilibrio interno en el Tribunal Constitucional para anular la reforma estatutaria. Y avisé que, si el golpe de Estado se producía, las consecuencias serían catastróficas. El golpe de Estado tardó tres años en abrirse camino, pero se produjo con la aprobación de la STC 31/2010. El TC anuló parcialmente el pacto entre el Parlament y las Cortes Generales y desconoció el resultado del referéndum de ratificación de dicho pacto. Los dos elementos esenciales de la fórmula constitucional de integración de las “nacionalidades en el Estado” fueron aniquilados por el TC. Catalunya tendría que ejercer su derecho a la autonomía no con base en un Estatuto pactado por su Parlament y refrendado por sus ciudadanos, sino con un Estatuto “impuesto por el PP a través del TC”
Desde entonces el TC y el TS han sido los actores principales en lo que al ejercicio del derecho a la autonomía se refiere. De aquellos polvos estos lodos, que ahora se está buscando la forma de retirar.
A la quiebra de la Constitución Territorial en Catalunya se añadiría la quiebra del bipartidismo a partir de las elecciones europeas de mayo de 2014, en las que irrumpió Podemos. Ambas conjuntamente darían un impulso enorme a la práctica del lawfare, que acabaría conduciendo nada menos que a la corrupción institucional del Consejo General del Poder Judicial.
Dicho todo esto, pediría a los lectores que lean o relean el artículo que publicó Jordi Nieva este pasado viernes con el título 'Lawfare', con el que estoy de acuerdo. Individualmente se puede perfectamente abordar el lawfare y formular la crítica que se estime pertinente. Dos partidos políticos que están intentando alcanzar un pacto para formar Gobierno, no pueden hacerlo. Coincido en que “el acuerdo de JxCat y el PSOE alude al lawfare de un modo tal vez inoportuno, probablemente imprudente y con seguridad innecesario.”
Pero no porque el lawfare no exista, sino porque ellos no pueden decirlo.
La evidencia empírica de que disponemos indica de manera inequívoca que en España se practica el lawfare. ¿O no fue lawfare la persecución judicial de Juan María Atutxa, presidente del Parlamento Vasco, que fue condenado por la Sala del artículo 61 de la LOPJ de manera jurídicamente aberrante? La sentencia sería anulada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero, para entonces, ya se había puesto fin a su carrera política. ¿O no ha sido lawfare la persecución de la que han venido siendo objeto los dirigentes de Podemos? ¿O la condena de Arnaldo Otegui con vulneración del derecho a un juez imparcial, que también fue anulada por el TEDH tras haber cumplido los seis años en la cárcel? ¿O la pretensión del Tribunal Supremo de repetir el juicio contra Arnaldo Otegui con el argumento de que este tiene derecho a ser condenado sin vulneración de derechos fundamentales? ¿O la persecución de la que fue objeto Victoria Rosell, que la apartó del Congreso de los Diputados? ¿O la de Mónica Oltra? ¿O la de Rodrigo Torrijos, dirigente comunista sevillano perseguido durante más de diez años en cuatro causas distintas, en ninguna de las cuales se llegó a dictar un auto de procesamiento firme? Para mayor inri, la Audiencia Nacional evaluó en 2.000 euros la indemnización por la actuación desviada del poder judicial durante más de diez años…
En algún caso el lawfare ha llegado a tener tal intensidad que ha alcanzado, en mi opinión, la categoría de golpe de Estado. Es lo que ocurrió con la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, mediante la que se resolvió el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el PP contra la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya.