Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
La Ley Celaá
Con la Constitución española de 1978 es imposible que se pueda aprobar una ley de educación por consenso. No se ha aprobado ninguna de esta manera, no por casualidad, sino porque la Constitución no lo permite. Esta imposibilidad de alcanzar un consenso se ha ido haciendo progresivamente más visible con la aprobación de cada una de las nuevas leyes. La última siempre ha sido más conflictiva que la anterior. Los dos casos extremos han sido las dos últimas, la Ley Wert y la Ley Celaá. No sé si con esta Constitución habrá una próxima, pero, si la hay, el enfrentamiento será todavía muy superior al que se ha alcanzado con estas dos.
Si la Constitución española hubiera sido el resultado de un proceso genuinamente constituyente, los artículos 16 y 27 en su redacción actual no habrían sido parte de la misma. No habría una mención expresa de la Iglesia Católica en el artículo dedicado al reconocimiento de la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado y no se regularía el ejercicio del derecho a la educación de la forma en que figura en el texto constitucional. Y no existirían, por supuesto, unos Acuerdos con la Santa Sede, negociados por un Gobierno pre-constitucional, designado de conformidad con lo previsto en las Leyes Fundamentales del Régimen de Franco, al mismo tiempo que se estaba elaborando la Constitución, pero sin la intervención de las Cortes que la estaban aprobando. Dichos Acuerdos serían publicados en el BOE, inmediatamente después de la publicación de la Constitución, como si fueran unos Acuerdos posconstitucionales, cuando no lo eran. Los Acuerdos con la Santa Sede se introdujeron de contrabando en el ordenamiento constitucional, porque se sabía que no se podían introducir de manera abierta y transparente.
Los artículos 16 y 27 y los Acuerdos con la Santa Sede son el “corsé” dentro del cual tiene que moverse el legislador para regular el ejercicio del derecho a la educación. Es un “corsé” con el que la derecha española se encuentra muy cómoda, pero es un “corsé” que asfixia a la izquierda. Cada intento de esta por relajar la presión del “corsé” es denunciado por la primera como anticonstitucional, como ruptura del “consenso constituyente”, denuncia a la que, como estamos viendo, la Conferencia Episcopal se apunta de manera inmediata.
Así viene siendo desde la primera Ley de Educación de UCD. De manera menos virulenta mientras funcionó el bipartidismo dinástico y de manera mucho más extrema desde que se puso fin a dicho bipartidismo.
Solo en una ocasión, con Ángel Gabilondo como ministro de Educación, se estuvo a punto de alcanzar un acuerdo. Se llegó a tener un texto consensuado entre todos los partidos del arco parlamentario, pero en el momento final el PP se descolgó del acuerdo, haciéndolo imposible. Tal y como está el patio, resulta inimaginable que se pueda volver a recrear un ambiente como el que el ministro Gabilondo fue capaz de generar. La posibilidad de un acuerdo es nula.
Dado que la reforma de la Constitución es imposible en este momento, pienso que la única fórmula para descargar una tensión que puede llegar a ser insoportable es la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede. La tutela de la Iglesia Católica sobre el ejercicio del derecho no se corresponde en absoluto con la secularización cada vez más acentuada de la sociedad española. No debería haberse introducido nunca en nuestro ordenamiento jurídico de la forma en que se introdujo. Y si en 1978 ya no se adecuaban a la realidad de la sociedad española, en 2020 se adecuan todavía menos. De los artículos 16 y 27 no nos podemos librar sin reforma de la Constitución. Pero para denunciar los Acuerdos con la Santa Sede no existe ningún límite constitucional. Habrá que proceder de la forma en que debe hacerse cuando se trata de reformar un tratado internacional, pero nada más.
La nueva mayoría parlamentaria que desde finales de 2015 representa a la mayoría social del país debe poner fin a unos Acuerdos incalificables tanto por el fondo como por la forma en que se alcanzaron. Sería el primer paso para que se pudiera entablar un debate de verdad, sin las “cartas marcadas”, sobre cómo debe prestarse y ejercerse el derecho a la educación. Los artículos 16 y 27 seguirían en la Constitución, pero el margen de interpretación de ellos mismos por el legislador sería mucho más amplio.
Nadie debe llamarse a engaño. La Ley Celaá es una ley moderada. No tiene nada de radical. Todos hemos podido ver cómo ha sido recibida. No tiene ningún sentido mantener en vigor unos Acuerdos con la Santa Sede, que no sirven más que para incentivar a la derecha española a no llegar nunca a ningún tipo de acuerdo. Entre otros motivos porque la Conferencia Episcopal no se lo va a permitir.
Más vale una vez rojo que ciento amarillo, dice el refrán. Y en lo que al derecho a la educación se refiere, creo que hemos llegado a ese momento.
Con la Constitución española de 1978 es imposible que se pueda aprobar una ley de educación por consenso. No se ha aprobado ninguna de esta manera, no por casualidad, sino porque la Constitución no lo permite. Esta imposibilidad de alcanzar un consenso se ha ido haciendo progresivamente más visible con la aprobación de cada una de las nuevas leyes. La última siempre ha sido más conflictiva que la anterior. Los dos casos extremos han sido las dos últimas, la Ley Wert y la Ley Celaá. No sé si con esta Constitución habrá una próxima, pero, si la hay, el enfrentamiento será todavía muy superior al que se ha alcanzado con estas dos.
Si la Constitución española hubiera sido el resultado de un proceso genuinamente constituyente, los artículos 16 y 27 en su redacción actual no habrían sido parte de la misma. No habría una mención expresa de la Iglesia Católica en el artículo dedicado al reconocimiento de la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado y no se regularía el ejercicio del derecho a la educación de la forma en que figura en el texto constitucional. Y no existirían, por supuesto, unos Acuerdos con la Santa Sede, negociados por un Gobierno pre-constitucional, designado de conformidad con lo previsto en las Leyes Fundamentales del Régimen de Franco, al mismo tiempo que se estaba elaborando la Constitución, pero sin la intervención de las Cortes que la estaban aprobando. Dichos Acuerdos serían publicados en el BOE, inmediatamente después de la publicación de la Constitución, como si fueran unos Acuerdos posconstitucionales, cuando no lo eran. Los Acuerdos con la Santa Sede se introdujeron de contrabando en el ordenamiento constitucional, porque se sabía que no se podían introducir de manera abierta y transparente.