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Los límites del desgobierno
El desbarajuste en el funcionamiento del sistema político catalán parece que se aproxima a una situación límite. Son ya ocho años, desde las elecciones catalanas de 2012, en los que en Catalunya no ha habido un Gobierno que pueda calificarse de tal. Al frente del Gobierno ha estado siempre un dirigente del espacio convergente, pero no el que se suponía que debía estarlo por ser el líder político reconocido como tal en dicho espacio, sino aquel al que la carambola política del momento colocaba en ese lugar.
En las elecciones al Parlament del otoño de 2010, es decir, las elecciones inmediatamente posteriores a la sentencia sobre el Estatut, CiU no alcanzó la mayoría absoluta, pero sí obtuvo una mayoría relativa muy amplia, a una enorme distancia de todos los demás partidos políticos sin excepción. Sus 62 escaños le proporcionaron una base suficiente para formar un Gobierno estable. Artur Mas podía mirar a la derecha, al PP, como había hecho Jordi Pujol desde que CiU perdió la mayoría absoluta hacia mediados de los noventa, o podía mirar a la izquierda, a PSC y ERC, para aprobar los presupuestos y poner en práctica un proyecto de dirección política de la Comunidad. No había alternativa posible.
En las elecciones de 2012, que fueron las primeras elecciones “plebiscitarias”, aunque no fueran calificadas formalmente como tales, con cuya convocatoria a rebufo de lo que fue la “enorme” manifestación de la Diada del 11 de septiembre de ese año, Artur Mas perseguía alcanzar una amplia mayoría absoluta que le permitiera gestionar la situación creada por la sentencia 31/2010, relacionándose con autoridad con el Gobierno de la nación, los resultados fueron los contrarios a los esperados. CiU pasó de 62 a 50 escaños y quedó a merced de los 21 escaños de ERC para poder formar gobierno.
Dicha dependencia de ERC le impondría a CiU tener que dar el salto de la autonomía a la independencia, lo que conduciría a convertir la convocatoria de un referéndum sobre el “derecho a decidir” en el eje casi exclusivo de la acción de gobierno. En la trayectoria hacia el referéndum del 9 de noviembre de 2014 la coalición CiU se desmembraría, con el abandono de Unió.
En las elecciones de 2015, convocadas inmediatamente después del referéndum de 9 de noviembre de 2014, que fueron las primeras que serían calificadas expresamente como “plebiscitarias” y en las que el espacio convergente y ERC concurrieron con una sola candidatura se produjo un retroceso similar al que se produjo en 2012 respecto a 2010. CiU tenía ella sola 62 escaños en 2010 y bajó a 50 en 2012. En 2012, entre CiU y ERC alcanzaron 71 escaños. En 2015 bajarían de 71 a 62, los mismos que tenía en solitario CiU en 2010. Ya no podían constituir gobierno, sino que para poder hacerlo dependían de las CUP, cuyos diez escaños resultaban imprescindibles. Por lo demás, como dijo Antonio Baños, cabeza de lista de la CUP, el nacionalismo había ganado las elecciones parlamentarias, pero había perdido el “plebiscito”, ya que en porcentaje de voto habían quedado ligeramente por detrás de las candidaturas de los partidos no nacionalistas.
La irrupción de la CUP conduciría a la primera falsa investidura. La negativa a investir a Artur Mas como president estuvo a punto de conducir a la repetición de las elecciones, que se evitó el último día con la investidura de un candidato en el que jamás se había pensado como posible president, Carles Puigdemont, número tres en la candidatura de Girona.
La convocatoria de un nuevo referéndum se convertiría en el eje de la nueva legislatura, convocatoria que acabaría teniendo lugar el 1 de octubre de 2017. A continuación se proclamaría y se suspendería simultáneamente la República catalana e inmediatamente después, tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el Gobierno presidido por Mariano Rajoy, destituiría al Govern y disolvería el Parlament, convocando elecciones para el 20 de diciembre.
En las elecciones, celebradas con Carles Puigdemont en el exilio y Oriol Junqueras en prisión, el nacionalismo volvería a obtener la victoria parlamentaria, con ligera ventaja del espacio convergente sobre ERC, que juntos subieron algo en número de escaños, pero que siguieron dependiendo de la CUP, aunque esta vio reducida su representación de manera significativa. El nacionalismo catalán manifestó su resiliencia frente a un ataque brutal desde el Gobierno de la nación, que erróneamente pensó que en unas elecciones convocadas por él y con una participación previsiblemente alta, el nacionalismo podría ser derrotado. El mismo error de apreciación que se cometió en el País Vasco en las elecciones de 2001, en las que se pensó que una gran participación permitiría a Mayor Oreja convertirse en Lehendakari derrotando a Juan José Ibarretxe, se volvió a cometer en Catalunya. La participación electoral en ambas elecciones, vascas de 2001 y catalanas de 2017, ha sido la más alta de la serie histórica. Y en ambas ganó el nacionalismo a los partidos no nacionalistas. Los hechos son testarudos. De los nacionalismos catalán y vasco no se puede prescindir para el autogobierno de ambas “nacionalidades” o “naciones” y, por conexión o consecuencia, para el gobierno en democracia de España.
Ahora bien, si extraña fue la investidura de Carles Puigdemont en 2015, con la Quim Torra en 2018 se rozó el esperpento. Y un gobierno que nace esperpénticamente es difícil que no se exprese a través de una acción de gobierno esperpéntica. Cada vez más esperpéntica. Los acontecimientos de estos últimos días son la mejor expresión de ello.
En ocho años se ha producido la desintegración de las dos alternativas de Gobierno en Catalunya desde la entrada en vigor del Estatuto de Autonomía en 1980, la que se articuló en torno a la Convergencia fundada por Jordi Pujol y la que se articuló en torno al tripartito presidido por el PSC, Maragall y Montilla. Ninguna de las dos está operativa. Y ninguna ha sido sustituida en los últimos ocho años. El sistema político catalán ha vivido durante estos años con base en el “espejismo” de la independencia alcanzable mediante un referéndum de autodeterminación. Se está viviendo la “resaca” de la verificación del “espejismo” de octubre de 2017, que parece que ya no tiene más recorrido.
En las próximas elecciones podremos comprobar si los ciudadanos de Catalunya están en condiciones de configurar un Parlament que permita la formación de un gobierno, que posibilite poner en marcha un proyecto de dirección política de la Comunidad catalana, o si, por el contrario, no lo están.
Si ocurriera esto último, pienso que asistiríamos a un “estallido” del sistema político catalán, cuya onda expansiva se haría sentir en todo el Estado. La situación de desgobierno no parece poder prolongarse por más tiempo en Catalunya. Y esto vale también para el Estado español.
El desbarajuste en el funcionamiento del sistema político catalán parece que se aproxima a una situación límite. Son ya ocho años, desde las elecciones catalanas de 2012, en los que en Catalunya no ha habido un Gobierno que pueda calificarse de tal. Al frente del Gobierno ha estado siempre un dirigente del espacio convergente, pero no el que se suponía que debía estarlo por ser el líder político reconocido como tal en dicho espacio, sino aquel al que la carambola política del momento colocaba en ese lugar.
En las elecciones al Parlament del otoño de 2010, es decir, las elecciones inmediatamente posteriores a la sentencia sobre el Estatut, CiU no alcanzó la mayoría absoluta, pero sí obtuvo una mayoría relativa muy amplia, a una enorme distancia de todos los demás partidos políticos sin excepción. Sus 62 escaños le proporcionaron una base suficiente para formar un Gobierno estable. Artur Mas podía mirar a la derecha, al PP, como había hecho Jordi Pujol desde que CiU perdió la mayoría absoluta hacia mediados de los noventa, o podía mirar a la izquierda, a PSC y ERC, para aprobar los presupuestos y poner en práctica un proyecto de dirección política de la Comunidad. No había alternativa posible.