Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Una nueva deriva del caso Gürtel
“Delito imposible” fue el título que di a la columna que publiqué en El País el 21 de enero de 2012. Se acababa de hacer pública la sentencia del Tribunal Supremo (TS) por la que se condenaba al juez Baltasar Garzón por prevaricación a causa de una medida acordada en la instrucción del caso Gürtel. Explicaba por qué su conducta en dicha instrucción no podía ser calificada en ningún caso como constitutiva de dicho delito.
El delito de prevaricación judicial supone la quiebra de la cadena de legitimación democrática del Estado. En ello reside su enorme gravedad. El juez prevarica en el ejercicio de la función jurisdiccional cuando sustituye la “voluntad general” por “su voluntad particular”, es decir, cuando no es posible establecer conexión alguna entre su decisión y la que adoptó en su día el legislador, que él mismo invoca, con alguna de las reglas de interpretación admitidas en el mundo del Derecho. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con la conducta del juez Gómez de Liaño en la investigación de Jesús de Polanco, por la que acabó siendo condenado por prevaricación.
El “desacierto” en la interpretación de la ley no es constitutiva de delito. El desacierto puede ser corregido por la vía del recurso ante otra instancia judicial, pero no puede ser calificado de delito. Para poder serlo, el juez tiene que hacer abstracción de la ley que debe aplicar. Cuando la decisión del juez instructor de interceptar la comunicación entre el detenido y sus abogados viene precedida de una solicitud expresa en ese sentido de la Policía con la que muestra su conformidad el Ministerio Fiscal, la prevaricación del juez al adoptar esa medida resulta imposible.
Esto es lo que ocurrió con la instrucción de Baltasar Garzón en el caso Gürtel. Fue la Policía la que solicitó que se adoptara esa medida. A dicha solicitud dio su conformidad el Ministerio Fiscal. A continuación fue acordada por el juez con limitaciones muy estrictas por afectar a un derecho fundamental que ocupa un lugar muy importante en la economía de nuestro sistema constitucional en general y de administración de justicia en particular. Con esta secuencia, el delito de prevaricación resulta imposible.
Y sin embargo, el TS condenó a Baltasar Garzón como autor de dicho delito, lo que acabó conduciendo a que fuera expulsado de la carrera judicial.
Casi diez años después, el Comité de Derechos Humanos previsto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos ha emitido un dictamen en el que califica de “arbitraria” la sentencia del TS. Se trata de un dictamen aprobado por unanimidad por los miembros del Comité. Hay dos votos particulares, pero son votos “concurrentes”, en el primero de los cuales se considera insuficiente la rectificación que exige la mayoría del Comité, ya que, en opinión de los autores, el Comité debería exigir al Estado español la reposición del juez Baltasar Garzón en el juzgado de Instrucción del que fue apartado con vulneración de sus derechos fundamentales.
El Comité destroza literalmente la fundamentación jurídica de la sentencia del TS. No deja títere con cabeza. Aunque no lo dice, la decisión supone la calificación de prevaricadora de la conducta de los magistrados del TS que dictaron dicha sentencia. Serían ellos los que en realidad habrían prevaricado al condenar a Garzón por prevaricación. No hay forma de explicar la sentencia del TS con base en cualquiera de las reglas de interpretación comúnmente aceptadas en el mundo del Derecho.
Es verdad que el Comité de Derechos Humanos no es un órgano de naturaleza jurisdiccional, como lo es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), pero no lo es menos que es un órgano previsto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por el Estado español. Quienes forman parte de dicho Comité son juristas de indiscutible prestigio, que han formado su opinión tras haber oído tanto al juez como al Estado español.
El Estado español es condenado a “borrar los antecedentes penales” del juez Baltasar Garzón, a indemnizarlo adecuadamente y a dar publicidad al dictamen del Comité. Se le impone la obligación de informar al Comité en el plazo de 180 días de la forma en que se está dando cumplimiento a las exigencias que en el dictamen se contienen.
La pelota está en el tejado del Estado, que tiene que decidir de qué manera va a reaccionar frente al dictamen del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Porque la callada por respuesta no es aceptable. Nos encontramos ante una nueva deriva del caso Gürtel, que vuelve en cierta medida a sus orígenes. Porque el Dictamen del Comité sobre la sentencia del TS de condena por prevaricación al juez Garzón se ha conocido esta semana, pero los acontecimientos que en dicho dictamen se analizan nos retrotraen a los momentos iniciales de la investigación judicial del caso Gürtel.
No creo que sea esta la última de las sorpresas que el caso Gürtel nos depare.
“Delito imposible” fue el título que di a la columna que publiqué en El País el 21 de enero de 2012. Se acababa de hacer pública la sentencia del Tribunal Supremo (TS) por la que se condenaba al juez Baltasar Garzón por prevaricación a causa de una medida acordada en la instrucción del caso Gürtel. Explicaba por qué su conducta en dicha instrucción no podía ser calificada en ningún caso como constitutiva de dicho delito.
El delito de prevaricación judicial supone la quiebra de la cadena de legitimación democrática del Estado. En ello reside su enorme gravedad. El juez prevarica en el ejercicio de la función jurisdiccional cuando sustituye la “voluntad general” por “su voluntad particular”, es decir, cuando no es posible establecer conexión alguna entre su decisión y la que adoptó en su día el legislador, que él mismo invoca, con alguna de las reglas de interpretación admitidas en el mundo del Derecho. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con la conducta del juez Gómez de Liaño en la investigación de Jesús de Polanco, por la que acabó siendo condenado por prevaricación.