Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Las “oposiciones democráticas” de Isabel Perelló
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En el acto de entrega de despachos a las juezas y jueces de la 73ª promoción, Isabel Perelló, presidenta del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, calificó las oposiciones que los miembros de dicha promoción habían aprobado de “democráticas”.
Dicho calificativo se enmarcaba dentro de un discurso leído, es decir, preparado concienzudamente y en el que se supone que decía lo que quería decir, sin improvisación de tipo alguno.
El discurso se enmarcaba, a su vez, dentro de la crítica a la normativa que el Gobierno propone para reformar el proceso de selección en el acceso a la carrera judicial. Cabe pensar, en consecuencia, que el calificativo “democráticas” no era inocente. No hay razón alguna para la reforma desde una perspectiva democrática, porque las actuales oposiciones ya cumplen dicha exigencia.
Me sorprendió el calificativo cuando lo leí. Y me sorprendió porque la oposición no puede ser nunca un sistema de adquisición de legitimidad democrática. La Constitución lo deja meridianamente claro en el artículo 23, en cuyo apartado primero se contempla el proceso de adquisición de la legitimidad democrática, que únicamente puede alcanzarse mediante la “elección por sufragio universal”, mientras que en el apartado segundo se contempla el “derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos”, que es de capital importancia para que la democracia política pueda operar en la práctica, pero que no comporta adquisición de legitimidad democrática de ningún tipo. La oposición es una fórmula de cooptación y ninguna fórmula de cooptación puede transmitir legitimidad democrática.
Mezclar la legitimidad democrática con la oposición para acceder a la carrera judicial es un disparate constitucional. No tiene nada que ver una cosa con la otra. En el caso de que se quisiera vincular la legitimidad democrática con el momento de acceso a la carrera judicial, se tendría que prever un sistema de elección por sufragio universal.
Del discurso de la presidenta del CGPJ y del TS se desprende claramente que el calificativo de “democráticas” lo justifica con el argumento de que cualquier persona “de cualquier procedencia u origen social o ideología puede competir en igualdad de condiciones apoyada exclusivamente en su esfuerzo”.
Se trata de un argumento de carácter sociológico poco refinado, que carece de valor jurídico-constitucional y que, en todo caso, sigue sin tener conexión alguna con la adquisición de legitimidad democrática.
Resulta preocupante, por decirlo de manera suave, que la máxima autoridad de la carrera judicial no sea capaz de expresarse correctamente sobre la forma en que los jueces y magistrados que integran el poder judicial adquieren la legitimidad democrática. La confusión en este terreno que se desprende de su discurso, evidencia una carencia de cultura jurídico-constitucional difícilmente explicable.
Se trata de un terreno en el que es de suma importancia que no existan confusiones. Porque es mucho lo que está en juego.
La legitimidad democrática de los jueces y magistrados procede de que están “sometidos únicamente al imperio de la ley”. Estas palabras entrecomilladas son formalmente las últimas del artículo 117.1 de la Constitución, pero materialmente son las primeras de dicho precepto constitucional.
La dicción literal del artículo 117.1 CE es la siguiente: “La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”.
Este precepto únicamente tiene sentido si se lo interpreta de atrás para adelante. La independencia del juez o magistrado es el reverso de su dependencia únicamente del imperio de la ley. Porque depende únicamente de la “voluntad general” es independiente de cualquier “voluntad particular, que son todas las demás. Para el juez o magistrado en el ejercicio de la función jurisdiccional no existe nada más que la ”voluntad general“ y todo lo demás es siempre voluntad particular. La voluntad general es el único referente de su legitimidad democrática.
El juez o magistrado no depende, por tanto, de las Cortes Generales, como sí ocurre con el presidente del Gobierno, sino que depende de la “manifestación de voluntad de las cortes generales siguiendo el procedimiento legislativo”. De ahí que, a diferencia del presidente del Gobierno, que puede ser destituido por el Congreso de los Diputados mediante una votación negativa de una cuestión de confianza o mediante la aprobación de una moción de censura, ningún juez o magistrado puede serlo.
Justamente por eso, la legitimación democrática de los jueces y magistrados es invisible. Y también justamente por eso, lo primero que tienen que hacer los jueces y magistrados en el ejercicio de la función jurisdiccional es hacer visible dicha legitimación. De ahí la exigencia de la motivación, que en la Constitución se predica nominalmente solo respecto de las sentencias, “las sentencias serán siempre motivadas” (art. 122.3 CE), pero que afecta a todas las decisiones judiciales en interpretación completamente pacífica.
El órgano judicial tiene que identificar primero cuál es la ley, la concreta manifestación de la voluntad general, con base en la cual toman una decisión y a continuación cuál o cuáles son las reglas de interpretación de la misma que le han permitido llegar a la conclusión que ha llegado.
El ejercicio de la función jurisdiccional exige no solamente la identificación de la ley “aplicable al caso”, sino también la interpretación que se hace de la misma, que está reglada en el Título Preliminar del Código Civil, que regula una materia de naturaleza constitucional. Es el mínimo de Derecho Constitucional necesario para que pueda operar un Estado Constitucional cuando a la Constitución no se le reconocía el carácter de norma jurídica. Es decir, en el Estado Constitucional antes de la democracia.
En esto la interpretación jurídica se diferencia esencialmente de la interpretación en las demás áreas del saber sin excepción. La independencia del juez es el reverso de la dependencia de la ley y de las reglas de interpretación codificadas en el ordenamiento. Hacer una interpretación disparatada de El Quijote no es delito. Hacer una interpretación disparatada de la norma jurídica aplicable al caso sí lo es.
¿Qué lugar ocupa entonces la oposición en la legitimación democrática del juez? Hay muchos países en los que la oposición para el acceso a la carrera judicial no existe. O, en todo caso, no existe una oposición comparable a la que tenemos en España. Pero en España tenemos un sistema de oposición y, en consecuencia, resulta imprescindible preguntarse por el lugar que dicha oposición ocupa en la legitimación democrática del juez.
La oposición está presente en el momento de acceso a la condición de juez. Al aprobar la oposición, la ciudadana o el ciudadano adquiere la titularidad para poder ejercer la función jurisdiccional. Pero en ese momento todavía no es portador de legitimidad democrática. Ha sido cooptado por otros jueces o magistrados para que se incorpore a la carrera judicial, pero nada más. Los jueces y magistrados únicamente tienen legitimidad democrática en el ejercicio de la función jurisdiccional. En el acto de cooptación no la tienen y, en consecuencia, no pueden transmitirla.
La legitimidad democrática únicamente se adquiere en el ejercicio de la función jurisdiccional. En ese momento, en el que se identifica la ley aplicable al caso y la o las reglas de interpretación con que se aplica, es decir, cuando exterioriza su sometimiento al imperio de la ley, es cuando el juez adquiere legitimidad democrática.
La frontera entre titularidad y ejercicio está presente de manera permanente en el mundo del derecho, aunque en ningún momento tiene tanta transcendencia como en la adquisición de la titularidad de la condición de juez y el ejercicio por este de la función jurisdiccional. La forma en que se adquiere la titularidad de la condición de juez afecta de manera determinante a la forma de ejercicio de la función jurisdiccional, que es la forma en la que el “monopolio de la coacción física legítima” (Max Weber) en que el Estado consiste se impone diariamente en los conflictos que se plantean en la convivencia.
Como en toda frontera, también entre la titularidad del poder judicial y el ejercicio de la función jurisdiccional hay contacto y separación. De ahí que los principios que deban presidir ambos momentos sean distintos pero conexos.
El principio que debe presidir la adquisición de la titularidad es el principio de neutralidad. El principio que debe presidir el ejercicio de la función jurisdiccional es el principio de imparcialidad.
En el ejercicio de la función jurisdiccional el órgano judicial no puede ser neutral. Tiene que dictar sentencia y tiene, en consecuencia, que decidir cuál de las dos partes que se enfrentan en el conflicto que el juez tiene que resolver se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y cuál no. Poncio Pilatos no cabe en el ejercicio de la función jurisdiccional.
Ahora bien, precisamente porque tiene que acabar dejando de ser neutral, es de suma importancia que lo haga de manera imparcial. Y que lo parezca, ya que la apariencia de imparcialidad forma parte del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión. La justicia no solamente tiene que hacerse, sino que debe parecer que se hace.
Para que ello sea posible, es indispensable que el principio de neutralidad haya operado de manera real y efectiva en el momento de la oposición, es decir, en el momento de adquisición de la titularidad. El resultado de la falta de neutralidad en el acceso a la carrera judicial desemboca de manera inexorable en lesión del principio de imparcialidad en el ejercicio de la función jurisdiccional.
Esto es lo que ha ocurrido de manera constante a lo largo de toda nuestra historia político-constitucional. No con la misma intensidad en todo momento, pero siempre. Sigue existiendo. De ahí la importancia de la reforma que propone el Gobierno. Creo que se podría ir un poco más lejos, pero tal como está el patio, tal vez sea prudente la reforma que se propone.
Cuesta trabajo escribir, con lo que hemos visto estos últimos años y especialmente en estos últimos meses y días, que no estamos en el peor momento de nuestra historia. Pero no lo estamos. La valoración de Isabel Perelló en el acto de entrega de los despachos a las juezas y jueces de la última promoción, que transcribimos al comienzo de este artículo, no se debe echar en saco roto, aunque estaría más tranquilo si la presidenta del CGPJ y del TS no tuviera las carencias en cultura jurídico-constitucional que ha puesto de manifiesto con su calificación de “democráticas” a las oposiciones para acceso a la carrera judicial.
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