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Patologías previas

De las pocas cosas que sabemos con seguridad de la COVID-19 es que, cuando ataca a personas con patologías previas, su efectividad es muy superior. El número de infectados que acaban desarrollando una enfermedad grave y que fallecen como consecuencia de ella está directamente vinculado con las patologías previas de las que dichos infectados eran portadores. A más patologías previas, más riesgo de infección y de muerte.

Esto que vale para los individuos, vale también para los países en los que viven, sean ciudadanos o extranjeros, ya que el virus no distingue entre unos y otros. Cuantas menos patologías tenga el sistema político del país, tanto mejor reacciona frente a la COVID-19. Y a la inversa.

El impacto de la COVID-19 es un indicador de la salud de los individuos y de las sociedades en que se integran. Un indicador también, en consecuencia, de la relación entre la salud individual y la del conjunto de la sociedad. No es lo mismo ser afroamericano o latino que blanco en los Estados Unidos. No es lo mismo ser anciano en Alemania, que en Francia, España o Italia. No es lo mismo tener un sistema nacional de salud que no tenerlo o tenerlo mejor o peor dotado...

Pero, sobre todo, no es lo mismo tener un sistema político, parlamento y gobierno, con capacidad de reacción frente a la emergencia, que no tenerlo con la misma capacidad. Aquí está la diferencia esencial en lo que al impacto de la COVID-19 se refiere.

Porque la COVID-19 se trata de una catástrofe natural que se singulariza por dos características aparentemente contradictorias, pero que, sin embargo, acaban siendo complementarias.

Por una parte es, en palabras del más conocido virólogo alemán, el profesor Christian Drosten, “una catástrofe natural a cámara lenta” (Naturkatasthrophe in Zeitlupe). No es un terremoto o una inundación, sino que es una catástrofe que se puede detectar y ante la que se puede reaccionar en el momento en que empieza a hacerse presente.

Por otra parte, es una catástrofe a la que, si no se le hace frente cuando empieza a hacerse presente, se expande a una velocidad extraordinaria, asentándose además de manera persistente.

Se trata, por tanto, de una catástrofe natural ante la que una sociedad puede reaccionar de manera política exclusivamente. La sociedad no dispone nada más que del Estado para hacerle frente. Por muy rica que sea la sociedad, por muy poderosas que sean sus multinacionales, si el Estado no reacciona, la COVID-19 se expande de manera descontrolada.

Por muy rica que sea una sociedad, por muy bueno que sea su sistema de ciencia e investigación, por muy buenos que sean sus centros de salud, por mucha que sea su capacidad industrial... sin una respuesta políticamente unificada por quien únicamente puede hacerlo, el gobierno y el parlamento de cada país, no hay manera de hacer frente a una catástrofe de esta naturaleza. Una sociedad vale en estas circunstancias lo que vale su sistema político, lo que vale su “representante político”.

Parece claro que los países más ricos y con sistemas democráticos más reconocidos no han tenido la capacidad de reacción que cabía esperar de ellos. Los países de Europa Occidental primero y Estados Unidos a continuación se han convertido en el centro de la catástrofe. En el origen de la dimensión global de la catástrofe está la inadecuada reacción de los países europeos occidentales y de los Estados Unidos de América. De haber reaccionado como Corea del Sur, no estaríamos ante el problema ante el que estamos. La COVID-19 pudo ser detenida en ese momento y no lo fue. Ahora ya veremos que ocurre.

Pienso que no es casualidad que haya ocurrido lo que ha ocurrido. Aunque no todas las democracias reconocidas como las más consolidadas y de más calidad de forma general se han visto afectadas por patologías políticas de la misma naturaleza y con la misma intensidad, todas han ido deteriorándose desde hace decenios. No de otra manera se explican anomalías como la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, o el Brexit en el Reino Unido, o la erosión por fenómenos populistas de prácticamente todos los sistemas políticos europeos.

La COVID-19 es una luz roja de alerta que se ha encendido. Así no se puede seguir, si no se quiere acabar en un proceso de descomposición general. Si las democracias no son capaces de extraer la lección y fortalecer su sistema inmunológico, continuaremos deslizándonos por la pendiente por la que ahora mismo estamos cayendo. Lo acabaremos haciendo todas, aunque no todas lo iremos haciendo a la misma velocidad y con los mismos costes.

El caso de España es particularmente preocupante. Las patologías se ha acumulado en el último decenio. El sistema constitucional diseñado en 1978 no permite que la sociedad española haga una síntesis política de sí misma que le permita autogobernarse con regularidad. Por eso, hemos tenido que repetir dos veces elecciones por la imposibilidad de investir a un presidente de gobierno. Por eso, el Parlamento no legisla y tiene que ser el Gobierno el que lo haga mediante Decreto-ley. Por eso, ha desaparecido la práctica del principio de anualidad presupuestaria. Por eso, no se renuevan los órganos constitucionales para los que se exige mayoría cualificada. Por eso, se produjo la abdicación del Rey Juan Carlos I de la forma en que se produjo. Por eso, su hijo tuvo que tomar la decisión de excluir a su padre de la Casa Real y la anunció el mismo día en que se decretó el estado de alarma... Es un sistema que está pidiendo a voces reformas desde hace muchos años y, sin embargo, no se produce ninguna.

Como consecuencia de ello, estamos teniendo que hacer frente a la COVID-19 con un sistema político muy debilitado por patologías diversas. El pueblo español está reaccionando de manera impecable, pero no se puede decir lo mismo del sistema de partidos y de los órganos constitucionales. Cada sesión parlamentaria es un mazazo para la ciudadanía. Y todavía queda lo más difícil.

O el sistema político es capaz de reaccionar ante esta crisis o, simplemente, implosionará y el sol acabará saliendo por Antequera.

De las pocas cosas que sabemos con seguridad de la COVID-19 es que, cuando ataca a personas con patologías previas, su efectividad es muy superior. El número de infectados que acaban desarrollando una enfermedad grave y que fallecen como consecuencia de ella está directamente vinculado con las patologías previas de las que dichos infectados eran portadores. A más patologías previas, más riesgo de infección y de muerte.

Esto que vale para los individuos, vale también para los países en los que viven, sean ciudadanos o extranjeros, ya que el virus no distingue entre unos y otros. Cuantas menos patologías tenga el sistema político del país, tanto mejor reacciona frente a la COVID-19. Y a la inversa.