Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Perder les resulta insoportable, pero no saben qué hacer cuando ganan
El mayor enemigo de la democracia ha sido la extrema derecha. La amenaza que supuso la Alemania nazi, con su vis atractiva en una parte muy importante de la población de todos los países de Europa, ha sido la mayor con la que ha tenido que enfrentarse la democracia para imponerse como forma política. La Rusia soviética no llegó nunca, ni de lejos, a aproximarse al reto que supuso la extrema derecha europea. Su concurso fue, por el contrario, necesario para que la democracia pudiera imponerse y estabilizarse en la parte occidental del continente europeo tras la segunda guerra mundial.
De la enorme peligrosidad de la extrema derecha se derivaría el cordón sanitario frente a la misma en todas las democracias europeas desde 1945. Un cordón sanitario que se ha mantenido durante toda la segunda mitad del siglo XX e incluso en los primeros años del siglo XXI.
Dicho cordón sanitario ha dejado de estar operativo desde hace una década. La extrema derecha europea ha conseguido acabar siendo reconocida como un jugador más en la confrontación política en prácticamente todos los países europeos. No en todos de la misma forma, pero ya en todos.
Todavía está muy lejos de ser el actor no ya hegemónico, sino ni siquiera el más importante en las democracias parlamentarias europeas o en las democracias presidencialistas americanas. Pero con su presencia hay que contar para entender lo que está pasando.
Y lo que está pasando es sumamente extraño. La extrema derecha no ha llegado al Gobierno en casi ningún país y, cuando ha llegado, como acaba de ocurrir este año en Italia, su conducta no es la que parecía que iba a ser a tenor de lo que había sido su discurso político cuando estaba excluida de la participación en el ejercicio del poder. La amenaza inminente para la democracia no ha conseguido hacerse efectiva. Los partidos y las instituciones democráticas han resistido mejor incluso de lo que se preveía.
Pero hay un punto en el que el impacto de la extrema derecha está teniendo éxito y que puede acabar conduciendo a la imposibilidad de que la democracia pueda operar establemente. Me refiero al arrastre que la extrema derecha está ejerciendo sobre los partidos de derecha, que se expresa en la no aceptación de la derrota electoral. La derrota es literalmente insoportable para toda la derecha, desde la entrada de la extrema derecha en el tablero político. No se puede reconocer la victoria del adversario, porque el adversario ha dejado de serlo para convertirse en un enemigo, con el que es imposible entenderse sobre nada. El liderazgo de Estados Unidos en este terreno salta a la vista.
Esta insoportabilidad de la derrota viene acompañada, y esto es lo que resulta realmente novedoso, de una incapacidad para ejercer el poder cuando consiguen la victoria. Lo acabamos de ver esta semana en la elección del speaker de la Cámara de Representantes. O lo llevamos viendo en el Reino Unido de la Gran Bretaña desde el Brexit. Cuando la derecha formando un bloque con la extrema derecha gana las elecciones, no sabe qué hacer con el poder que ha conseguido. Está internamente tan dividida que no puede gobernar.
La derecha sigue siendo tan destructiva cuando llega al Gobierno como lo era cuando estaba en la oposición. El resultado es un sistema político desequilibrado con tendencia a quedarse paralizado. Las dos democracias más consolidadas del mundo lo están poniendo de manifiesto de manera inocultable.
En el caso de España, la llegada de Vox al Congreso de los Diputados y a los Parlamentos y algunos Gobiernos de Comunidades Autónomas ha arrastrado al PP a romper todas las reglas del juego y a descalificar al Gobierno de coalición como ilegítimo, contra el que se puede utilizar cualquier tipo de munición. El PP se ha contagiado de la impaciencia de Vox por arrojar a Pedro Sánchez del Gobierno, transmitiéndola a una parte significativa del poder judicial, que está aceptando operar como ariete de la operación. En estas últimas semanas estamos empezando a entender el porqué de la dimisión de Carlos Lesmes.
La presente legislatura está siendo una de las más productivas de la democracia española. Lo cual tiene tanto más valor porque veníamos de donde veníamos, de unos años de Gobierno de Mariano Rajoy que habían conducido a la parálisis legislativa y presupuestaria y a un uso partidista de los aparatos del Estado completamente insuperable. La traca final del bloqueo institucional, de la que afortunadamente se ha conseguido sacar al Tribunal Constitucional, sitúa las elecciones de 2023 en un escenario amenazante.
Nadie debe llamarse a engaño. Solamente los ciudadanos con el ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas, y singularmente con el derecho de sufragio, podremos evitar que tal escenario se acabe imponiendo.
El mayor enemigo de la democracia ha sido la extrema derecha. La amenaza que supuso la Alemania nazi, con su vis atractiva en una parte muy importante de la población de todos los países de Europa, ha sido la mayor con la que ha tenido que enfrentarse la democracia para imponerse como forma política. La Rusia soviética no llegó nunca, ni de lejos, a aproximarse al reto que supuso la extrema derecha europea. Su concurso fue, por el contrario, necesario para que la democracia pudiera imponerse y estabilizarse en la parte occidental del continente europeo tras la segunda guerra mundial.
De la enorme peligrosidad de la extrema derecha se derivaría el cordón sanitario frente a la misma en todas las democracias europeas desde 1945. Un cordón sanitario que se ha mantenido durante toda la segunda mitad del siglo XX e incluso en los primeros años del siglo XXI.