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La Plaza de Colón no es una respuesta

6 de junio de 2021 22:07 h

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En 2005, cuando se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía, Josep Piqué presidía el PP en Catalunya. Intentó convencer al PP nacional de que había que participar en la negociación, pero fracasó de manera rotunda. Dejaría la presidencia del PP y abandonaría la política. El resultado es conocido.

La integración de Catalunya en el Estado exige que la derecha española participe en la definición de la fórmula que la haga posible. Una fórmula que se alcance sin dicha participación, si se consigue alcanzarla, será una fórmula frágil. La magnitud del problema es tal que la respuesta no puede ser resultado de una negociación entre la izquierda española y el nacionalismo catalán exclusivamente.

Obviamente, participar en la negociación presupone estar dispuesto a aceptar un resultado con el que no se está plenamente de acuerdo. La fórmula de integración tiene que dar un resultado que resulte aceptable en Catalunya y en el resto del Estado. Nadie puede tener un derecho de veto respecto de dicho resultado.

La autoexclusión del PP en 2006 del debate, tanto en el Parlament como en el momento de la negociación entre la Delegación del Parlament y la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, acabó con la interposición de un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (TC), que hizo suya la posición de la derecha española. La autoexclusión del PP fue “premiada” por el TC, que desautorizó el pacto entre el Parlament y las Cortes Generales y desconoció el resultado del referéndum de ratificación de dicho pacto.

Desde ese momento Catalunya está formalmente integrada en el Estado, pero los ciudadanos de Catalunya de forma muy mayoritaria no están de acuerdo con la fórmula de integración. De ahí viene el conflicto prácticamente permanente entre la Generalitat dirigida por el nacionalismo catalán y el Estado, dirigido durante la mayor parte de los años posteriores a la STC 31/2010 por el PP. Doy por informado al lector de dicho conflicto.

Desde que hace tres años Pedro Sánchez alcanzó la presidencia del Gobierno mediante una moción de censura, en la que el nacionalismo catalán jugó un papel decisivo, se está intentando abrir una negociación con la comunidad autónoma de Catalunya, que permita encontrar una fórmula que ponga fin al conflicto y que sea al mismo tiempo aceptable en Catalunya y en el resto del Estado.

Todavía no se ha conseguido ni siquiera iniciar el debate, porque el PP dejó el camino sembrado de minas que no han podido ser desactivadas. Mientras no se acepte que la fórmula de integración de Catalunya en el Estado no dependa del Tribunal Supremo (TS) y del TC, sino de la  negociación política entre el Parlament y las Cortes Generales, no será posible encontrar una respuesta.

El PP parece dispuesto a repetir en 2021 lo que hizo en 2006. Recogida de firmas contra los indultos, como las recogió contra la reforma estatutaria, y manifestación en la Plaza de Colón, para hacer todavía más visible su rechazo a cualquier tipo de negociación.

En 2021 el PP se encuentra en una posición más débil que aquella en la que se encontró en 2006. Tanto en el Parlament como en las Cortes Generales. Ha dejado de ser, además, el representante casi en régimen de monopolio de la derecha española. Y en un plazo como mucho de año y medio o dos años va a ver cómo se desmorona en Europa la estrategia que puso en marcha el Gobierno presidido por Mariano Rajoy de entregar la política territorial al TS y al TC.

A pesar de ello, su concurso resulta inexcusable para encontrar la respuesta a la integración de Catalunya dentro del Estado. Independientemente de que exista Vox, con el que no se va a poder contar nunca para ninguna operación de naturaleza democrática.

El PP no puede permitirse ser un partido radicalmente “anti-catalán”. Vox sí puede permitírselo. El PP, no. Para ser un partido de Gobierno en España tiene que tener una política territorial en la que una Catalunya que se autogobierne democráticamente tenga cabida. El autogobierno de Catalunya es un presupuesto para el Gobierno de España. Tanto si lo ocupa el PSOE como si lo ocupa el PP.

Con las recogidas de firmas contra los indultos y las fotos en la Plaza de Colón, el PP se está cerrando la puerta que le pueda conducir a recuperar el Gobierno de la nación. La dirección actual del PP tiene que cortar con lo que fue la dirección del partido respecto de Catalunya tanto en los años de José María Aznar como en los de Mariano Rajoy. Cuanto más tiempo tarde en hacerlo, tanto peor no solo para el propio PP, sino para todos.

El sistema político español necesita tener un referente en la derecha que posibilite la integración de las “nacionalidades” en el Estado. Sin dicho referente estará desequilibrado.  

En 2005, cuando se inició el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía, Josep Piqué presidía el PP en Catalunya. Intentó convencer al PP nacional de que había que participar en la negociación, pero fracasó de manera rotunda. Dejaría la presidencia del PP y abandonaría la política. El resultado es conocido.

La integración de Catalunya en el Estado exige que la derecha española participe en la definición de la fórmula que la haga posible. Una fórmula que se alcance sin dicha participación, si se consigue alcanzarla, será una fórmula frágil. La magnitud del problema es tal que la respuesta no puede ser resultado de una negociación entre la izquierda española y el nacionalismo catalán exclusivamente.