Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
¿Prevaricación administrativa o ignorancia judicial?
El derecho de manifestación es uno de los derechos fundamentales reconocido en la Constitución y, como todos los demás, es un derecho cuyo ejercicio no necesita autorización de ningún tipo. Cuando el derecho de manifestación se ejerce en lugar de tránsito público, su convocatoria tiene que ser puesta en conocimiento de la autoridad gubernativa, que no la autorizará, en ningún caso, pero que sí puede prohibirla o proponer que se lleve a cabo en un formato distinto del que ha sido programado por los promotores. Insisto en la no autorización.
En el caso de prohibición o de recomendación de un formato distinto, la autoridad competente tiene que “motivar” su decisión, es decir, tiene que justificar con base en qué interpretación de la Constitución y de la Ley Orgánica reguladora del derecho considera que no es conveniente que la misma tenga lugar o que tenga lugar de forma distinta a como ha sido propuesta por los convocantes: recorrido distinto, horario distinto... Únicamente cuando se deniega la celebración de la manifestación o se recomienda una forma alternativa de ejercicio, hay un “acto administrativo” por parte de la autoridad competente, con la motivación correspondiente del mismo.
Dicho acto administrativo es recurrible ante la autoridad judicial, que será la que tendrá la última palabra. En materia de derechos fundamentales la autoridad administrativa no decide NUNCA. O deciden los ciudadanos que ejercen los derechos que la Constitución les reconoce o deciden los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial, en el supuesto de que exista un desacuerdo entre la interpretación que hacen del derecho fundamental el ciudadano que lo ejerce y la autoridad administrativa que lo impide o condiciona en aquellos derechos cuyo ejercicio es susceptible de ser impedido o condicionado, como ocurre con el derecho de manifestación.
La autoridad administrativa, en lo que al ejercicio de los derechos fundamentales se refiere, no tiene NUNCA ni la primera ni la última palabra. La primera la tienen los ciudadanos. La última, eventualmente, el juez.
Quiere decirse, pues, que la manifestación del 8 de marzo se desarrolló de forma constitucionalmente impecable. Todas las autoridades administrativas, no solo la de Madrid, sino la competente en todos los municipios en que hubo manifestaciones, tuvieron conocimiento de la convocatoria y ninguna de ellas consideró que había alguna razón que justificara impedir o condicionar su celebración. No hay diferencia alguna respecto del ejercicio del derecho en Madrid o en cualquier otro municipio por parte de los ciudadanos que participaron en la manifestación. Tampoco ha habido diferencia alguna respecto de la conducta de las autoridades administrativas que tuvieron conocimiento de dicha convocatoria. La de Madrid actuó o, mejor dicho, no actuó, exactamente igual que lo hicieron todas las demás.
Dicho de otra manera: todos los ciudadanos entendieron que tenían derecho a manifestarse y todas las autoridades administrativas competentes entendieron que no había motivo alguno para impedir o condicionar el ejercicio del derecho. Centenares de miles de ciudadanos y varias docenas de autoridades interpretaron la Constitución y la Ley Orgánica reguladora del derecho de manifestación de manera coincidente. Como consecuencia de ello, hubo miles de manifestaciones y ningún acto administrativo.
¿Pudo cometer el delito de prevaricación la autoridad administrativa de Madrid, que hizo exactamente lo mismo que hicieron las autoridades administrativas competentes del resto del Estado? ¿Es delito no prohibirla en Madrid y no lo es no prohibirla en Barcelona, Valencia o Antequera?
El delito de prevaricación administrativa exige como presupuesto la existencia de un acto administrativo, que sea tan radicalmente injustificable con alguna de las técnicas de interpretación comúnmente aceptadas en el mundo del derecho, que únicamente quepa llegar a la conclusión de que la autoridad que lo dictó lo hizo sustituyendo la voluntad general, en este caso la voluntad constituyente y la del legislador orgánico, por la suya propia.
El delito de prevaricación supone SIEMPRE una quiebra del principio de legitimación democrática del Estado reconocido en el artículo 1.2 de la Constitución, que, no por casualidad, el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981, dijo que es “la base de toda nuestra ordenación jurídico política”. De TODA, no de parte. El delito de prevaricación supone que la autoridad, judicial o administrativa, sustituye la voluntad constituyente o la voluntad general por la suya propia. Por eso es un delito de una gravedad extraordinaria.
Ahora bien, justamente por eso, para que haya delito de prevaricación, tiene que haber una manifestación de voluntad expresa de actuar de manera contraria a lo que establece la Constitución o la Ley por parte de la autoridad que lo comete. No puede haber la más mínima duda de que esa ha sido su intención. Cuando ni la Constitución ni la Ley imponen de manera inequívoca una determinada conducta, como resulta claro en lo que a la convocatoria de las manifestaciones del 8 de marzo se refiere, el delito de prevaricación se convierte en un delito imposible.
Se podía haber prohibido la celebración de la manifestación y, en el supuesto de que se hubiera interpuesto recurso, sería la autoridad judicial la que tendría que haber tomado la decisión. Se podía no prohibirla, que es lo que hicieron todas las autoridades administrativas competentes a lo largo y ancho de todo el territorio del Estado. A cualquiera de ambas decisiones podía llegarse con la Constitución y la Ley Orgánica de acuerdo con la interpretación de las mismas que vienen haciendo de manera ininterrumpida tanto los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial como el Tribunal Constitucional. De ninguna de ellas cabe predicar la condición de decisión prevaricadora.
Es tan evidente lo que escribo que causa hasta un cierto sonrojo tener que ponerlo por escrito. En todo caso, lo que resulta difícilmente comprensible es que, tras más de 40 años de entrada en vigor de la Constitución, haya jueces en activo con un desconocimiento tan flagrante de la teoría general de los derechos fundamentales.
El derecho de manifestación es uno de los derechos fundamentales reconocido en la Constitución y, como todos los demás, es un derecho cuyo ejercicio no necesita autorización de ningún tipo. Cuando el derecho de manifestación se ejerce en lugar de tránsito público, su convocatoria tiene que ser puesta en conocimiento de la autoridad gubernativa, que no la autorizará, en ningún caso, pero que sí puede prohibirla o proponer que se lleve a cabo en un formato distinto del que ha sido programado por los promotores. Insisto en la no autorización.
En el caso de prohibición o de recomendación de un formato distinto, la autoridad competente tiene que “motivar” su decisión, es decir, tiene que justificar con base en qué interpretación de la Constitución y de la Ley Orgánica reguladora del derecho considera que no es conveniente que la misma tenga lugar o que tenga lugar de forma distinta a como ha sido propuesta por los convocantes: recorrido distinto, horario distinto... Únicamente cuando se deniega la celebración de la manifestación o se recomienda una forma alternativa de ejercicio, hay un “acto administrativo” por parte de la autoridad competente, con la motivación correspondiente del mismo.