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La subcontratación de la política territorial
La Política no puede ser subcontratada. Los asuntos de naturaleza política tienen que ser abordados por los poderes del Estado de naturaleza política, legislativo y ejecutivo. No pueden serlo por el poder del Estado de naturaleza jurídica, el poder judicial. Cuando la división del trabajo diseñada en la Constitución no se respeta, el resultado es un disparate.
Es lo que está ocurriendo con la integración de Catalunya en el Estado, tal vez el problema de naturaleza más inequívocamente política con el que tiene que enfrentarse la sociedad española en su conjunto, incluyendo en ella la sociedad catalana. La respuesta a este problema fue subcontratada inicialmente al Tribunal Constitucional y posteriormente, sin que haya desaparecido tal subcontratación, se ha incorporado al Tribunal Supremo a la subcontrata. Y en esas andamos.
El problema viene de lejos. La integración de las “nacionalidades y regiones” en el Estado era el problema materialmente constitucional más difícil con el que tuvo que enfrentarse la sociedad española tras la muerte del general Franco. La transición a la democracia encontró resistencias en el aparato del Estado franquista, pero la sociedad española sabía perfectamente lo que quería. Respecto de la estructura del Estado no era así. La sociedad española sabía lo que no quería, pero no lo que quería. Sabía que el Estado unitario y centralista no podía ser la forma de Estado de la democracia española, pero no sabía qué tipo de Estado descentralizado quería. Este fue el terreno más escabroso del debate constituyente y de los años inmediatamente posteriores a la entrada en vigor de la Constitución.
En dicho debate fue el partido de centro derecha español que dirigió la Transición, UCD, el actor más importante. El impulso para la descentralización no vino de UCD, pero su participación en la definición del marco constitucional fue la determinante. También lo sería en la inicial interpretación de dicho marco con la negociación, dirigida por el gobierno presidido por Adolfo Suárez, de los Estatutos de Autonomía de Catalunya y País Vasco en el otoño de 1979. La integración de Catalunya y País Vasco, que parecía la operación más difícil de aplicación de la Constitución, se resolvió muy rápidamente y con relativa facilidad.
Sería en Galicia y en Andalucía donde tropezaría UCD. El intento de “rebajar” el derecho a la autonomía en el Estatuto gallego y de excluir el ejercicio del derecho a la autonomía para Andalucía por la vía del artículo 151 de la Constitución, acabaría en un sonado fracaso que obligó a reinterpretar la Constitución de forma distinta a como estaba inicialmente pensada. Ello se haría a través de los Pactos Autonómicos de 1981 con el presidente Calvo Sotelo dirigiendo la operación.
El centro derecha español fue el actor político más importante no solamente en la construcción del Estado social y democrático de derecho, sino también del Estado Autonómico. Sería el gobierno presidido por Felipe González durante cuatro legislaturas el que dirigiría su inicial puesta en marcha y consolidación. Pero en la definición del marco inicial, el protagonismo fue de UCD.
Ahora bien, UCD “se quemó” en esa operación. Se disolvió prácticamente en las elecciones generales de 1982 y, jurídicamente, casi inmediatamente después. Alianza Popular, presidida por Manuel Fraga, se haría con el espacio ocupado por ella. Se trataba de un partido que había estado en contra de la descentralización política pactada entre UCD y PSOE en los Pactos Autonómicos de 1981 y que acudió a las elecciones generales de 1982 y 1986 con un programa en el que figuraba la reforma de la Constitución para poner fin a dicho modelo de descentralización política. Hasta el Congreso de Sevilla, de refundación de AP como PP, con José María Aznar como presidente, la nueva derecha española no aceptaría el Estado de las Autonomías.
Pero lo haría a su manera. Se acepta la descentralización política puesta en práctica hasta ese momento, pero como un límite máximo que no puede ser sobrepasado. Ni un paso más. En la Constitución y en la negociación de los Estatutos de Autonomía de País Vasco y Catalunya en 1979 se cedió todo lo que se tenía que ceder desde el principio de unidad política del Estado al ejercicio del derecho a la autonomía. Se hizo en un momento de debilidad de la derecha española. Ya no se podía ceder más. Si acaso había que volver a poner el énfasis en el principio de unidad.
Es lo que intentaría hacer el presidente Aznar en su segunda legislatura con mayoría absoluta. Y como reacción frente a lo que se entendió como una regresión en el ejercicio del derecho a la autonomía se iniciarían movimientos de reforma del Estatuto de Autonomía, primero en el País Vasco y después en Catalunya.
En la respuesta a esos movimientos de reforma estatutaria está el origen de la subcontratación de la política territorial por parte del PP al Constitucional. Esa ha sido la posición inamovible del PP, desde la primera reacción al Plan Ibarretxe hasta hoy.
El Gobierno de José María Aznar, en el otoño de 2003, impugnó la reforma del Estatuto de Autonomía aprobada por el Parlamento Vasco con base en el artículo 161.2 de la Constitución, lo que conllevaba la automática suspensión de su tramitación. Con la elección de José Luis Rodríguez Zapatero se produjo el levantamiento de la suspensión por el TC y la Mesa del Congreso de los Diputados acordó la tramitación del mismo. Tal decisión de la Mesa fue recurrida en amparo por el PP, argumentando que no se podía siquiera abrir un debate parlamentario sobre el mismo. El TC no otorgaría el amparo y la reforma sería debatida y rechazada por el Congreso de los Diputados.
Esta política de remisión del problema al Constitucional se llevaría hasta sus últimas consecuencias con la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya. El PP se autoexcluyó del debate parlamentario de la reforma estatutaria tanto en el Parlamento de Catalunya como en las Cortes Generales, interponiendo sin éxito un recurso de amparo contra su tramitación en el Congreso. Una vez aprobada la reforma, interpondría un recurso de inconstitucionalidad que sería resuelto por la sentencia 31/2010, en la que el Constitucional haría suya la posición del PP de que la Constitución Territorial quedó cerrada en 1979 con la aprobación de los Estatutos de Autonomía de Catalunya y País Vasco.
Esa política de subcontratación la aplicaría de manera continuada el Gobierno de Mariano Rajoy desde que a partir de 2012 el Parlament y el Govern empezaron a adoptar medidas para convocar un referéndum sobre el llamado derecho a decidir. No hay nada que negociar. El único que tiene que hablar, llegado el caso, es el Tribunal Constitucional.
A partir del 8 de noviembre de 2014, el día previo a la celebración del primer referéndum, hizo acto de presencia el Ministerio Fiscal y se inició el proceso de subcontratación de la política territorial al poder judicial, subcontratación que se haría con carácter limitado respecto del referéndum del 9N de 2014 y con una enorme intensidad respecto del referéndum del 1-0 de 2017, que ha conducido a la sentencia conocida la semana pasada.
La subcontratación de la política territorial a los Tribunales es la estrategia del PP. Lo ha sido desde que el PP/AP sustituyó a UCD como partido de gobierno de la derecha española. Ha conseguido con esa estrategia frenar las reformas estatutarias vasca y catalana y ha tenido, por tanto, un éxito indiscutible. El ejercicio del derecho a la autonomía ha quedado encorsetado en el marco que se definió entre 1978 con la aprobación de la Constitución y 1979 con la aprobación de los Estatutos originarios de País Vasco y Catalunya. A partir de aquí la política territorial queda en manos del TC y, si no se obedece al TC, en la justicia penal.
El problema es que en las “nacionalidades”, pienso que no solamente en Catalunya, ha dejado de ser aceptada la fórmula para la integración de las mismas en el Estado que se diseñó en 1978. Materialmente nos volvemos a encontrar con el problema constituyente con el que tuvimos que enfrentarnos en el momento inicial de la Transición. Pero con el condicionamiento de decisiones judiciales, que dificultan encontrar una respuesta al problema.
Hay veces en que el remedio es peor que la enfermedad. Es lo que, en mi opinión, nos ha ocurrido con la subcontratación de la política territorial.
La Política no puede ser subcontratada. Los asuntos de naturaleza política tienen que ser abordados por los poderes del Estado de naturaleza política, legislativo y ejecutivo. No pueden serlo por el poder del Estado de naturaleza jurídica, el poder judicial. Cuando la división del trabajo diseñada en la Constitución no se respeta, el resultado es un disparate.
Es lo que está ocurriendo con la integración de Catalunya en el Estado, tal vez el problema de naturaleza más inequívocamente política con el que tiene que enfrentarse la sociedad española en su conjunto, incluyendo en ella la sociedad catalana. La respuesta a este problema fue subcontratada inicialmente al Tribunal Constitucional y posteriormente, sin que haya desaparecido tal subcontratación, se ha incorporado al Tribunal Supremo a la subcontrata. Y en esas andamos.