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El valor de la Unión Europea

El domingo 14 de junio The Observer escribía en su editorial que “mientras el Reino Unido se tambalea, la Unión Europea dibuja el mapa de la reconstrucción”. Frente a la manera errática de proceder del Gobierno presidido por Boris Johnson, el diario británico subrayaba la reacción coordinada en la Unión Europea con un principio de liderazgo protagonizado por Alemania y Francia, que habían dado la primera señal de que o hay respuesta europea para la crisis de la COVID-19 o no la hay. “El Estado nación solo no tiene futuro”. Fueron las palabras pronunciadas por Angela Merkel tras su reunión con el presidente Macron, en la que acordaron proponer un plan europeo por importe de 500.000 millones de euros para iniciar la respuesta a la crisis.

Queda todavía por ver en qué acabará consistiendo el proyecto de reconstrucción que se imponga en la Unión Europea y qué lugar acaba ocupando en el mismo cada uno de los Estados miembros. No es descartable siquiera que no se pueda alcanzar un acuerdo en el interior de la Unión Europea y que asistamos incluso a la desintegración de la misma. La respuesta europea existe como posibilidad, pero no como una realidad con la que se pueda contar con seguridad.

Pero gracias a que existe como posibilidad se ha evitado que, si no todos, buena parte de los Estados Nación europeos hayan entrado en un proceso de descomposición. Tomemos el ejemplo de dos de los Estados grandes de la Unión Europea, Italia y España, que han sido los dos primeros en verse afectados con más intensidad por la COVID-19. Sin el paraguas de su integración en la Unión Europea, ¿hubieran podido reaccionar de la forma en que lo han hecho? ¿Cómo habrían conseguido financiación para el enorme incremento del gasto público al mismo tiempo que se producía una disminución formidable de ingresos?

El 23 de abril Pilar Rahola publicó un artículo en La Vanguardia con el título “Europa, en coma”. No creo que sea necesario que haga referencia al contenido del mismo, porque el título lo dice todo. Los dos meses transcurridos desde su publicación no nos permiten asegurar que la Unión Europea vaya a salir con vida y con buen estado de salud de la crisis, pero sí nos permiten argumentar, en cualquier caso, que no solamente no está en coma, sino que es su existencia lo que está permitiendo que no hayamos entrado en coma si no todos, sí algunos de los Estados miembros de la misma.

El principio de legitimidad propio del Estado Constitucional necesitó todo el largo siglo XIX con la Revolución Francesa como punto de partida para imponerse como la forma indiscutible de organización del poder. La sustitución definitiva del principio monárquico por el principio de soberanía nacional llevó más de un siglo. Solamente se consiguió con la Primera Guerra Mundial.

Con el fin de esta última se afirma el Estado democrático con el reconocimiento del sufragio universal, del que quedan excluidas las mujeres todavía en varios países, entre ellos uno tan importante como Francia hasta 1946. No se consolidará hasta después de la Segunda Guerra Mundial y únicamente en la parte occidental del continente. Y con tres excepciones: Grecia, Portugal y España, que únicamente en los años 70 del siglo XX se convertirían en democracias parlamentarias. Para extenderse el Estado Democrático a la parte oriental habría que esperar a la caída de del Muro de Berlín en 1989.

Inmediatamente después empieza abrirse camino la construcción de la Unión Europea con el Tratado de Maastricht de 1992. La imposición de manera indiscutida del principio de legitimación democrática en todo el continente es la premisa del proyecto de construcción de la Unión Europea. En la construcción de la misma como proyecto político estamos desde entonces. Y en este proceso de construcción se están sucediendo las crisis de la misma manera que se sucedieron entre la Revolución Francesa y la Primera Guerra Mundial para que el principio monárquico quedara definitivamente arrumbado y fuera sustituido sin discusión por el principio de legitimidad propio del Estado Constitucional o entre la Primera Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín para que el principio de la democracia representativa resultara indiscutible.

Afortunadamente, las crisis a las que está teniendo que enfrentarse el proceso de construcción de la Unión Europea no son crisis bélicas. Pero el que no sean bélicas, no quiere decir que no sean crisis y crisis de una intensidad extraordinaria que comportan enfrentamientos extraordinariamente ásperos.

Es posible que el proyecto no sea capaz de superar el obstáculo que suponga alguna de las crisis que se atraviesen en el camino, aunque hasta el momento las ha superado todas. Puede ser que la de la COVID-19 sea la que no es capaz de superar. No podemos estar seguros de que no vaya a ser así. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de que, si el proyecto fracasa, la descomposición política se producirá a escala continental.

Nos podemos quejar todo lo que queramos, pero estamos viviendo el mejor momento de la historia europea desde que se puede hablar de tal, aunque es posible que acabe siendo uno de los peores, si el proyecto fracasa.

El domingo 14 de junio The Observer escribía en su editorial que “mientras el Reino Unido se tambalea, la Unión Europea dibuja el mapa de la reconstrucción”. Frente a la manera errática de proceder del Gobierno presidido por Boris Johnson, el diario británico subrayaba la reacción coordinada en la Unión Europea con un principio de liderazgo protagonizado por Alemania y Francia, que habían dado la primera señal de que o hay respuesta europea para la crisis de la COVID-19 o no la hay. “El Estado nación solo no tiene futuro”. Fueron las palabras pronunciadas por Angela Merkel tras su reunión con el presidente Macron, en la que acordaron proponer un plan europeo por importe de 500.000 millones de euros para iniciar la respuesta a la crisis.

Queda todavía por ver en qué acabará consistiendo el proyecto de reconstrucción que se imponga en la Unión Europea y qué lugar acaba ocupando en el mismo cada uno de los Estados miembros. No es descartable siquiera que no se pueda alcanzar un acuerdo en el interior de la Unión Europea y que asistamos incluso a la desintegración de la misma. La respuesta europea existe como posibilidad, pero no como una realidad con la que se pueda contar con seguridad.