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El 1º de mayo y la defensa de los derechos del trabajo

Por las venas de eso que hoy llamamos Derecho del trabajo transcurren más de un siglo de primeros de mayo, fecha que inicialmente se consagró a la lucha por la limitación de la jornada, uno de los contenidos más clásicos y relevantes de la legislación laboral. Una legislación en la que confluyen las siempre difíciles conquistas del movimiento obrero y también, lo que hoy parece olvidado, el intento de las clases poderosas de evitar lo que los clásicos de la reforma social en España denominaron “lo violento de las revoluciones”.

Con esta ambivalencia congénita, el más contemporáneo de los instrumentos jurídicos y quizá la muestra de legislación social más avanzada y desarrollada se empeñó en apartar, aunque sólo fuera un poco, el mundo del trabajo del mercado y en abrir espacios de ciudadanía allí donde no había más que la nuda arrogancia del propietario, del jefe de empresa. La OIT pretendió sintetizarlo en el lema que aún hoy adorna una de sus declaraciones más decisivas y que forma parte de su constitución, la de Filadelfia de 1944: el trabajo no es una mercancía.

Pero quedar parcialmente al margen del mercado no es tarea fácil en un mundo donde el capitalismo ha logrado imponer sus reglas y no se siente ya amenazado. El acoso al Derecho del trabajo viene de antiguo y pretende legitimarse sobre todo en una premisa no demostrada e incluso negada por la tozuda realidad: la creación de empleo exige acabar con los derechos de los trabajadores. Este discurso, de granítica persistencia, ha sometido a la legislación laboral a un chantaje permanente, manifestado en un torrente incesante de reformas que primero se dijeron meramente provisionales y ahora, cuando ya no parece necesario guardar las apariencias, se llaman a sí mismas estructurales. La crisis y la política antisocial que la acompaña han incrementado hasta límites inasumibles el ritmo de los cambios. Un informe de la Fundación Primero de mayo contabiliza en 34 las reformas laborales llevadas a cabo desde febrero de 2012 hasta febrero de este año e incluso desde entonces el BOE no ha parado de escupir nuevas alteraciones.

Reformas por lo general hurtadas al debate parlamentario, ajenas a cualquier fórmula de diálogo social y amparadas en la excepcionalidad del Decreto-Ley. Impuestas desde instrumentos dudosamente democráticos como las recomendaciones que surgen de la burocracia europea, los memorándums de “entendimiento” en los países formalmente rescatados o, para no entretenerse en sutilezas, desde cartas “estrictamente confidenciales” que conminan a los países a reformar el mercado de trabajo en clave neoliberal y que más tarde, fieles a la lógica de la mercantilización, han servido para adornar las memorias de algún expresidente. Mecanismos espurios de toma de decisiones que, en nuestro país y por lo que al Decreto-Ley se refiere, han sido avalados por la mayoría del Tribunal Constitucional que envuelta en un lamentable autoritarismo interpretativo ha considerado, ni más ni menos, que notoriamente infundados los argumentos discrepantes de un juez, a pesar de que venían avalados por una parte importante de la doctrina laboralista.

Pero desde luego que no sólo son las formas las que abochornan. Todo este aluvión reformador ha alterado de forma tan significativa el Derecho del trabajo que, prescindiendo de su función equilibradora, lo ha puesto al servicio de la empresa, como un instrumento más de expresión del poder privado, en lugar de una forma de contenerlo. Olvidándose de los trabajadores y sus derechos, la legislación laboral se ha transformado en una fórmula para degradar las condiciones de empleo: bajar salarios, dejar sin efecto los convenios colectivos, distribuir la jornada al antojo del empresario, generar mecanismos de trabajo a llamada (job on call), imposibilitar la conciliación de la vida laboral con la privada, despedir rápido y barato o incluso gratis y sin argumento alguno. Hacer en definitiva de la precariedad la única forma posible de habitar el mercado de trabajo. Y si ni así se logra franquear la ciudadela del trabajo asalariado, la ocurrencia de la política de empleo no es otra que la del emprendimiento, lo que para la mayoría no pasa de ser una especie de castigo autoimpuesto, aunque, eso sí, cargado de retórica aventurera y envuelto con el papel reluciente del self-made man. A veces no es más que una burlona forma de nombrar al falso autónomo o de insistir en la ineficacia de los derechos de los trabajadores de las pequeñas empresas, que se hacen más vulnerables frente a los privilegios que la ley concede a sus empresarios-emprendedores.

La legislación laboral es así una de las víctimas más prominentes de la crisis, invadida y colonizada por el pensamiento económico neoliberal, que ha mercantilizado el trabajo hasta tal extremo que permite hacer con él piruetas difíciles de comprender incluso desde la ortodoxia de otros contratos distintos al laboral. Cobrarse una pieza tan codiciada exige zarandear al representante más conspicuo de la fuerza de trabajo: el sindicato y tensar, en ocasiones hasta romper, la lectura de las constituciones y de los tratados internacionales. Buena parte de los sindicatos europeos han emprendido una hábil batalla jurídica que paulatinamente ha ido dando sus frutos en forma de declaraciones de inconstitucionalidad, reproches de la OIT o condenas del Comité de Derechos Sociales de la Carta Social Europea. Estamos pendientes además de que el Tribunal de Justicia de la UE nos aclare si este desmantelamiento de la protección laboral en el sur de Europa es compatible con la rimbombante Carta europea de los Derechos Fundamentales y su garantía del derecho a trabajar en condiciones que respeten la salud, la seguridad y la dignidad (Asunto C-264/12). O si en cambio el derecho al trabajo de algunos europeos es como aquel que, según Walter Benjamin, reclamaban las industrias y la fundiciones del siglo XIX para seguir succionando trabajo vivo durante la noche: el derecho al trabajo nocturno de la fuerza de trabajo. Es la hora de comprobar si los derechos laborales reconocidos al más alto nivel son algo más que fuegos de artificio o ensoñaciones. También la de corroborar si la hasta hace poco buena hoja de servicios del Tribunal Constitucional en esta materia no empieza a poblarse de borrones.

Pero más allá de la batalla jurídica y de las características concretas de los cambios normativos, el asalto descarnado a los ya de por sí frágiles equilibrios laborales tiene un efecto global mucho más pernicioso que impide siquiera vislumbrar una recuperación del empleo. Aunque en las condiciones actuales parece poco probable que el paro se reduzca con intensidad, lo cierto es que los nuevos puestos de trabajo, si así cabe llamarlos, no serán otra cosa que tristes sombras de un empleo. Privados de estabilidad y gobernados autoritariamente por el empresario impedirán cualquier rastro de ciudadanía en su interior y quizá no logren tampoco su función primigenia: garantizar el sustento del trabajador y de las personas a su cargo. Una recuperación que en el mejor de los casos será de cartón piedra.

Sin embargo no es admisible entender que las reformas que han asolado la legislación laboral constituyan una necesidad. Antes bien, lo necesario e inaplazable es revertir estos atropellos, negar la modernización decimonónica y garantizar la ciudadanía a los trabajadores dentro y fuera de sus empleos. No hay otro camino para salir de la crisis. La historia del Primero de mayo nos enseña que los dogmas, como aquél que consideraba un atentado a la libertad limitar la jornada, se derrumban, y que no hay razón para resignarse a ver en el trabajo un espacio de sufrimiento y mera supervivencia como quieren los mercaderes que atenazan a Europa. Quizá hoy las avenidas y las plazas del continente les recuerden aquellas palabras que Augusto Spies, uno de los mártires de Chicago a los que el Primero de mayo está indisolublemente unido, dirigió al tribunal que lo condenó a muerte: ¡Mi defensa es vuestra acusación!

Por las venas de eso que hoy llamamos Derecho del trabajo transcurren más de un siglo de primeros de mayo, fecha que inicialmente se consagró a la lucha por la limitación de la jornada, uno de los contenidos más clásicos y relevantes de la legislación laboral. Una legislación en la que confluyen las siempre difíciles conquistas del movimiento obrero y también, lo que hoy parece olvidado, el intento de las clases poderosas de evitar lo que los clásicos de la reforma social en España denominaron “lo violento de las revoluciones”.

Con esta ambivalencia congénita, el más contemporáneo de los instrumentos jurídicos y quizá la muestra de legislación social más avanzada y desarrollada se empeñó en apartar, aunque sólo fuera un poco, el mundo del trabajo del mercado y en abrir espacios de ciudadanía allí donde no había más que la nuda arrogancia del propietario, del jefe de empresa. La OIT pretendió sintetizarlo en el lema que aún hoy adorna una de sus declaraciones más decisivas y que forma parte de su constitución, la de Filadelfia de 1944: el trabajo no es una mercancía.