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El 11M. Siete bulos

Una década después de la mayor masacre terrorista de la historia de España y siete años más tarde de la vista oral que la enjuició, parece un buen momento para hacer algunas reflexiones.

La primera idea que podemos exponer es que, efectivamente, los llamados “autores intelectuales” –expresión que no existe en Derecho penal, que únicamente conoce en el texto legal a los autores mediatos o inductores– no estaban en lejanos desiertos y escondidas montañas, como dijo alguien de cuyo nombre no logro acordarme.

Efectivamente, el Tribunal Supremo, en su sentencia 503/2008, de 17 de julio, ya afirmó que no es esa la naturaleza del terrorismo yihadista. A diferencia del terrorismo de ETA, en que se detecta –¿detectaba?– una férrea estructura jerarquizada, en este tipo de terrorismo de base religiosa nos encontramos ante varios niveles de organización: desde lo que puede ser el núcleo central de Al-Qaeda hasta células locales, que reciben inspiración ideológica, justificación religiosa para sus objetivos –en ocasiones, entrenamiento–, y son enteramente autónomas en cuanto a su financiación y modo de llevar a cabo sus acciones.

Pues bien, este es el caso. Después de las diversas amenazas a España por su cuasi-simbólica aportación a la Segunda Guerra del Golfo, canalizadas a modo de fatwas por el propio Bin Laden y sus secuaces en octubre y noviembre de 2003, en las que se sugería la conveniencia de atacar intereses españoles, una célula local comenzó a organizar los atentados. Buscó su financiación y los medios para cometerlo, sin necesidad de recurrir a órdenes directas, respaldo económico o entrenamiento de nadie, salvo la guía religiosa necesaria para justificar sus crímenes.

La segunda idea es que resulta casi infantil recurrir a una teoría conspirativa, por más que el fenómeno conspirativo tenga un magnetismo indudable no sólo aquí, sino en cualquier parte del mundo. En un país donde Luis Miguel Dominguín salió corriendo a contar su aventura con Ava Gardner…, ¿alguien se imagina que sea posible mantener el secreto de una conspiración de no menos de cuarenta personas –tirando por lo bajo– en la que habrían intervenido ETA, el CNI, la Policía, la Guardia Civil, los servicios secretos marroquíes y cualquier otro que ustedes quieran ver, durante diez años, sin que nadie tenga el irrefrenable impulso de contarlo? En un país en que los wistleblowers incrustados en los apartados del Estado son tratados poco menos que como héroes, se antoja palmariamente irreal. Únicamente sucede en las fantasías de Jordi Évole.

Prueba de ello es que, tras un cambio de Gobierno, hoy con otro signo político, nada hay ni nada ha salido en este sentido. Eso sí, muchos vendieron gran cantidad de libros y otros, innumerables periódicos. Realmente alguno de esos libros fue útil... pero para la acusación, que pudo prever con antelación el argumentario de algunas defensas y de ciertas acusaciones –“ornitorrincos procesales”, que diría el maestro Cobo del Rosal (dícese de los que no se sabe si son acusación o defensa)–, las cuales siguieron ad pedem litterae todo lo que allí se contaba.

La tercera idea es que el explosivo tuvo el origen que señaló la sentencia de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Y allí no había Titadyne (no Betadine, como algún personaje ya arrumbado en el desván de la historia se empeñaba en decir, convenientemente jaleado por los medios de la ultraderecha moderada).

Así, los mismos que concedían portadas y hacían entrevistas a una persona como Suárez Trashorras, luego trasladaron a la esquina inferior de la página decimocuarta la noticia de que, en su recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aquél reconocía haber suministrado a Jamal Ahmidan los explosivos que estallaron en los trenes. De nuevo, es cierto el dicho de que no debes dejar que la verdad te estropee una buena noticia. El propio Trashorras, recientemente, ha puesto las cosas en su sitio. Dicho sea de paso, no está en el poder, precisamente, un Gobierno que pudiera intercambiar beneficios penitenciarios a cambio de sus últimas declaraciones.

A mayor abundamiento, debe recordarse que las mochilas no contenían cartuchos de dinamita íntegros, sino una masa o mezcla de material explosivo. En la propia inspección ocular en Mina Conchita se descubrieron en las bocaminas, en buen uso –y esto debe recalcarse–, cartuchos de Goma 2 EC, que todavía se utilizaban a pesar de haberse dejado de fabricar años antes, y alguno de cuyos componentes es idéntico al del Titadyne.

La cuarta, que el mecanismo de activación utilizado en las bombas, ni era novedoso entonces ni era exclusivo de la organización terrorista ETA. Si en algo sí es innovador el terrorismo jihadista, es en la facilidad con que aprovechan las nuevas tecnologías de la información para trasmitir conocimientos. De hecho, el ciberterrorismo y la yihad en la red es la nueva frontera de la lucha contra el terror.

Y es ahora cuando vemos confirmado lo que afirmábamos en su día: que el conocimiento sobre el armado de “mochilas bomba” lo habían obtenido de la red. En bibliotecas virtuales –algunas con sede, curiosamente, en EEUU– se almacenan ingentes cantidades de manuales de todo tipo –desde adoctrinamiento hasta venenos, armas y explosivos– que se comparten en tiempo real por la yihad global en cualquier parte del mundo y que explican paso a paso, por ejemplo, cómo construir una bomba en el garaje de tu casa.

La quinta, que los “cadáveres congelados” de Leganés estaban muy, pero que muy vivos, hasta el punto de que recibieron a la policía con una ráfaga de disparos. Incluso, mientras estaban cercados, llamaron a sus familiares en Túnez y Marruecos para despedirse. Esto último lo conocieron en tiempo real las autoridades policiales españolas por las comunicaciones que inmediatamente establecieron con ellas sus homónimos en dichos países. Cuando el subdirector de la policía ordena “riesgo cero”, no es para decir que no hay riesgo ninguno porque los terroristas se han muerto congelados, como deliraba alguno, sino para subrayar que había que evitar bajas.

La sexta, que el vídeo de la reivindicación, cuya cinta fue comprada en unos bazares junto a varios teléfonos móviles de la misma marca que el aparecido en la llamada mochila de Vallecas, fue grabado en ese piso de Leganés donde se detectó al comando. Así lo prueba una muestra, un ensayo, que fue recuperado entre los escombros del piso y en el que se puede ver a Jamal Ahmidan y a sus secuaces ahogándose de la risa cuando se equivocaban en los ensayos de la reivindicación. Por cierto, la bandera verde usada en el vídeo apareció también entre los restos de la explosión.

La séptima, que la famosa Renault Kangoo en la que algunos de los miembros del comando llegaron hasta la estación de Alcalá no fue manipulada por la policía científica. Cuando su dueño llega a juicio y se le enumeran los objetos encontrados, reconoció todos ellos como propios. Entre ellos, una cinta de la Orquesta Mondragón, que se pretendió ver como prueba irrefutable del paso de ETA por allí. Los que no reconoció fueron, justamente, una cinta con canciones del Corán, un detonador y un envoltorio de cartucho de dinamita de tamaño no superior a una moneda de veinte céntimos.

Todos los objetos de la furgoneta eran de pequeño tamaño, lo cual explica la afirmación del guía canino que introdujo su perro en la parte trasera del vehículo durante un instante, y que dijo que el vehículo estaba aparentemente vacío. Lo contrario supondría que los objetos reconocidos como propios por el dueño de la furgoneta, y que éste tenía allí, fueron retirados por una mano negra que condujo el vehículo a la estación y, más tarde, vueltos a poner en su lugar por esa misma mano negra dentro de una dependencia policial. Es una teoría, como se ve, de una coherencia pasmosa.

¿Quedan cosas por saber? Indudablemente. Por ejemplo, averiguar la identidad de seis ADN anónimos y coincidentes hallados en Leganés y Morata de Tajuña, lugar este último donde se almacenaron y montaron los explosivos (lo que sabemos por ser el sitio en el que los teléfonos de Jamal Ahmidan y otros son encendidos y/o activados y donde se encuentran trazas de explosivo). O despejar cómo es posible que allí donde un mando policial a un lado del teléfono decía “explosivo tipo Goma”, el otro entendía Titadyne. Se ve que las comunicaciones en España no eran tan buenas como pensábamos.

A modo de conclusión, puede afirmarse que la verdad judicial –que nunca puede llegar a descubrir todos los detalles de lo que sucede en un hecho de la vida cotidiana que llega a los juzgados– se aproximó bastante a lo que sucedió en aquella terrible mañana del día 11 de marzo de 2004, pese a quien pese.

Una década después de la mayor masacre terrorista de la historia de España y siete años más tarde de la vista oral que la enjuició, parece un buen momento para hacer algunas reflexiones.

La primera idea que podemos exponer es que, efectivamente, los llamados “autores intelectuales” –expresión que no existe en Derecho penal, que únicamente conoce en el texto legal a los autores mediatos o inductores– no estaban en lejanos desiertos y escondidas montañas, como dijo alguien de cuyo nombre no logro acordarme.