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La amnistía mínima

“Todo en orden, ¿no?”. Con esta frase termina la exitosa La isla mínima, donde tras un correcto thriller se esconde una potente película política ambientada en la España de inicios de los años 80. Es decir, en la España de la Transición, en ese momento de crisis en que -parafraseando a Antonio Gramsci- ni la dictadura terminaba de irse ni la democracia de llegar. Una época en la que todos los gatos eran pardos y frenético era el ritmo de políticos, jueces y policías a la hora de acomodarse a las exigencias del nuevo régimen. Y ello, como es bien sabido, en un ambiente asfixiante, plúmbeo y sórdido que la película sabe reconstruir a la perfección.

Dos son los personajes sobre los que gira la trama de La isla mínima: dos policías, interpretados por Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo. Representan, respectivamente, ese terrible pasado que no se marcha y ese futuro esperanzador que no se concreta. Así, mientras que el primero responde al prototipo de policía franquista, ejecutor del sistema en el que vive, el segundo nos presenta en cambio a un policía garante de la legalidad y los derechos. Un policía con una carrera prometedora -al igual que el régimen naciente-, pero que, de momento, tiene que purgar sus penas “en provincias” por haberse creído que la democracia española era más avanzada y tolerante de lo que realmente era en esos años.

A partir de este marco, es interesante apreciar cómo según avanza la película el retrato del policía franquista se va humanizando de cara al espectador. Sus corruptelas se convierten en imprescindibles para el buen avance de la investigación, denotando una destacada pericia profesional, y en su carácter hasta se dibujan pinceladas de buena persona. A la vez, se produce entre los dos protagonistas una cierta simbiosis en lo relativo a sus métodos de actuación, necesaria -quizás- para el éxito final de sus pesquisas. En suma, ni tan malo era uno ni tan bueno el otro, podría llegar a pensarse.

Tras esta construcción argumental resulta inevitable apreciar una metáfora de la Transición y del relato hegemónicamente establecido y transmitido sobre ella: solo a través de un “pacto de olvido y silencio” entre las fuerzas violentas del pasado y las democráticas del futuro sería posible salir de la dictadura y configurar un sistema político constitucional. Para ello resultaba imprescindible olvidar los crímenes de la dictadura y amnistiar a sus autores, aunque ello supusiera permitir que estos últimos convivieran entre nosotros con total impunidad. Y que siguieran con sus mismas actividades y profesiones, como se aprecia en la película: un antiguo integrante de la Brigada Político Social, torturador y asesino, que pasó a formar parte de la policía del nuevo Estado constitucional sin solución de continuidad.

Este personaje de la película no es, ni mucho menos, un caso aislado. Así sucedió con buena parte del establishment proveniente de la dictadura, cuyos integrantes repitieron ya en democracia las prácticas y conductas asimiladas durante sus años de servicio en aquel régimen. Todos estos autores de graves violaciones de derechos humanos cometidas durante el franquismo y la Transición resultaron beneficiados por la amnistía: en efecto, ningún agente de las fuerzas de seguridad del Estado acusado de delitos de sangre fue puesto frente a un tribunal. Y no porque no debieran haber sido juzgados. Recuérdese que solo entre 1975 y 1983 fueron 188 las personas muertas por violencia política de origen institucional (desarrollada, amparada o tolerada por el Estado). Entre ellas, 54 fallecieron en la represión en la calle por las fuerzas de orden público y ocho lo fueron estando bajo custodia, detenidos o en cárceles.

A estas cifras hay que sumar la cantidad -todavía hoy desconocida en su totalidad- de personas heridas, privadas de libertad, torturadas y/o violadas por agentes del Estado durante ese periodo (los datos existentes pueden consultarse en el libro de Mariano Sánchez Soler, La transición sangrienta, Ed. Península, 2010). Se trata de las víctimas silenciadas de la “modélica Transición”, a las que el Estado español todavía no ha reconocido e indemnizado como se merece. Son las cosas que tiene el olvido: borrado el pasado, no hay delitos ni culpables.

Pero volvamos a la película. Conforme esta transcurre, a la par que se humaniza al policía torturador, también se van conociendo los detalles de su sangriento pasado. Ello provoca un creciente desasosiego en su compañero. Entonces, dado ese pasado, ¿podía estar todo en orden, como parece exigírsele (y exigírsenos) en la frase final? En un principio parecería claro que no, que ya no podía estarlo. Conocer la verdad hace que todo cambie, incluso la opinión y los sentimientos hacia quien no solo te ha salvado la vida, sino que además ha permitido que el éxito de la investigación recaiga por completo sobre ti. Solo así se explica y se entiende la mirada de desprecio por parte de “nuestro policía” hacia su compañero; una mirada totalmente reveladora.

No obstante, el final de la película deja margen para otra posible interpretación de su tesis política. Y para la duda. Ese desprecio que rezuma el joven policía hacia su compañero se ve acompañado del silencio. Un silencio cómplice que le va a suponer un notable beneficio: su billete de vuelta a Madrid. A cambio, decide callar y seguir adelante; no mirar atrás y creer en la “redención” (no en vano esta palabra aparece en los carteles de la película) de su compañero de viaje. Por tanto, ¿no es verdad que todo seguía estando en orden? A fin de cuentas, ¿callar y amnistiar no fue lo que los demócratas cedieron en el pacto de la Transición a cambio de ese prometedor futuro?

Desde esta interpretación, la película transmitiría además al espectador la idea de que los agentes de la dictadura no necesitarían una sanción “jurídica” que les hiciera pagar por sus abusos, dado que el propio policía ya se habría autoimpuesto una sanción “moral” aún más severa; una sanción que le corroe las entrañas hasta hacer de él un muerto en vida, en busca de esa redención que quiere obtener resolviendo el caso. Así, los policías torturadores y asesinos como él ya arrastrarían el oprobio ante su conciencia por los crímenes cometidos. La amnistía que les eximió de toda responsabilidad habría sido, pues, una “amnistía mínima”, porque los amnistiados ya se habían autocondenado moralmente.

A este aspecto hay que sumar la complacencia que la película parece mostrar hacia la doctrina de la “obediencia debida”. Al fin y al cabo, el policía franquista fue un torturador porque ese es el papel que le tocaba jugar durante la dictadura. Una vez cambiado el sistema político, el mismo policía acata igualmente las órdenes de sus superiores. Por eso incluso persigue a un poderoso terrateniente, en ese camino de redención que le llevaría a demostrar que ha asimilado las nuevas exigencias de la igualdad ante la ley. Con este movimiento, se exime de responsabilidad al policía por los abusos cometidos en el pasado, cuya causa reside en el régimen al que sirvió, y de ahí que tuviera todo su sentido la decisión de amnistiarlos (una amnistía mínima, puesto que -como se ha señalado antes- en el pecado llevaban la penitencia).

Por todo lo anterior -y continuando con la metáfora de la Transición con la que permite jugar la película-, entonces tampoco habría sido tan negativa la decisión de amnistiar los crímenes de la dictadura, dado que fue esta amnistía la que permitió que la sociedad española se redimiera y encauzara su camino hacia ese prometedor futuro democrático que entonces parecía otearse en el horizonte.

En cualquier caso, opte el lector por una u otra interpretación, La isla mínima proporciona elementos para entender las raíces de la podredumbre institucional y moral que hoy padecemos a todos los niveles, dado el origen corrupto que estuvo en la base del nacimiento y legitimación del sistema político actual. De ahí, finalmente, la necesidad de un proceso constituyente que, por un lado, genere otro relato legitimador diferente del de la Transición y, por otro, cree los mecanismos institucionales necesarios para evitar prácticas como las que se aprecian en la película.

“Todo en orden, ¿no?”. Con esta frase termina la exitosa La isla mínima, donde tras un correcto thriller se esconde una potente película política ambientada en la España de inicios de los años 80. Es decir, en la España de la Transición, en ese momento de crisis en que -parafraseando a Antonio Gramsci- ni la dictadura terminaba de irse ni la democracia de llegar. Una época en la que todos los gatos eran pardos y frenético era el ritmo de políticos, jueces y policías a la hora de acomodarse a las exigencias del nuevo régimen. Y ello, como es bien sabido, en un ambiente asfixiante, plúmbeo y sórdido que la película sabe reconstruir a la perfección.

Dos son los personajes sobre los que gira la trama de La isla mínima: dos policías, interpretados por Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo. Representan, respectivamente, ese terrible pasado que no se marcha y ese futuro esperanzador que no se concreta. Así, mientras que el primero responde al prototipo de policía franquista, ejecutor del sistema en el que vive, el segundo nos presenta en cambio a un policía garante de la legalidad y los derechos. Un policía con una carrera prometedora -al igual que el régimen naciente-, pero que, de momento, tiene que purgar sus penas “en provincias” por haberse creído que la democracia española era más avanzada y tolerante de lo que realmente era en esos años.