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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Banalización del terrorismo: fase dos

Activistas de los CDR en el Arco del Triumfo de Barcelona

Manuel Cancio Meliá

Identificarse con Casandra (la hija de Príamo, no la tuitera injustamente sometida a persecución penal por un delito de terrorismo y finalmente absuelta por el Tribunal Supremo) siempre implica reconocer la propia irrelevancia, asumir el hecho de no haber sido escuchado, de no haber podido impedir el mal del que se alertaba. Sólo puede quedar la amarga, estéril y pequeña satisfacción de que el tiempo te haya dado la razón. Cabe imaginar que así se siente una parte importante de los penalistas (de la Universidad y del mundo judicial) que advertimos durante la tramitación parlamentaria de la Ley Orgánica 2/2015 –que reformó los delitos de terrorismo– de que el texto propuesto resultaba altamente deficiente desde diversos puntos de vista técnico-jurídicos y político-criminales. Quizás también se sienta Casandra Joan Coscubiela, quien indicó lo que podía llegar a pasar con profética clarividencia (aunque sólo hayan pasado tres años, las cosas han cambiado muchísimo), alertando a los entonces parlamentarios de Convergència i Unió de que lo que pretendían aprobar acabaría siendo usado en su contra en Cataluña.

Ya antes de la radical reforma aprobada por los dos ex-bi-partidos había comenzado un proceso de extensión práctica de la noción legal de terrorismo. Primero fue la ampliación del concepto de terrorismo por vía de la ofensiva judicial del “todo es ETA”, abarcando no sólo la kale borroka –que había sido tratada durante décadas como desórdenes públicos u otros delitos comunes–, sino también al entorno estrictamente político de la organización terrorista. A partir del fin de ETA como organización armada en 2011, comenzó una nueva etapa: en esta fase uno de la banalización del concepto de terrorismo, se trataba sobre todo de rastrear determinadas manifestaciones de opinión escandalosas en la red y someterlas a persecución penal (en particular, aplicando el art. 578 CP, que castiga la exaltación del terrorismo y la humillación de las víctimas desde 2000). A pesar de la atención que ha merecido en el debate público y de la justificada crítica que se ha generado desde diversos sectores sociales, políticos y jurídicos, por estar en entredicho la libertad de expresión, esta primera fase puede quedarse en un mero prólogo, en un anuncio de tormenta nada más. En efecto: procesos recientes en los que se ha calificado la conducta investigada como terrorista, como los relativos a los hechos de Alsasua de 2016 o los de los llamados “Comités de Defensa de la República” en diversos puntos de Cataluña, pueden implicar entrar en una fase dos de la banalización de los delitos de terrorismo, en la que ya no se trata de atraer al campo de lo terrorista actos de comunicación de diversa índole, sino conductas que pueden ser gravemente delictivas ya de por sí, y que, transformadas en terroristas a través de la nueva y laxísima cláusula de definición del terrorismo del art. 573.1 CP, son susceptibles de ser castigadas con penas severísimas. Parece claro que este tratamiento desorbitado de los hechos desvía la atención de los hechos delictivos realmente cometidos y es susceptible de generar una reacción social muy adversa, contribuyendo a procesos de polarización de la ciudadanía.

Como advertimos en 2015, la nueva fórmula legal puede servir para convertir en terrorismo lo que no lo es – y ahora, con toda la severidad de los delitos de terrorismo. En efecto, formalmente y a primera vista, las conductas enjuiciadas en los dos casos mencionados podrían estimarse delitos de terrorismo después de la reforma de 2015, ya que ahora, el Código Penal, abandonando el anterior concepto legal, que sumaba subversión del orden constitucional y violencia armada, tan sólo prevé una serie de finalidades alternativas (unidas por “o”): subvertir el orden constitucional, afectar a las “instituciones políticas o estructuras económicas o sociales del Estado” u obligar a los poderes públicos a hacer algo o dejar de hacerlo, o alterar la paz pública gravemente, o “desestabilizar” a una organización internacional, o provocar terror en la población o una parte de ella. Si a esta definición tan genérica se suman los delitos comunes que son susceptibles de convertirse en terroristas, se asume que lo sucedido en relación con los llamados CDR es constitutivo de delitos de desórdenes públicos graves, y los hechos de Altsasu se califican como delitos de lesiones y atentado, la subsunción como delitos de terrorismo es posible, aparentemente.

Sin embargo, esto es sólo una apariencia. Todo delito de terrorismo, si no queremos alejarnos del sentido común, de la directiva de la Unión Europea de 2017, de la tradición jurídica española y del significado de las palabras en el lenguaje común, implica la utilización de violencia gravísima contra personas para generar terror en la ciudadanía. Si no hay hechos violentos contra personas destinados a generar una intimidación masiva de la población, no puede haber terrorismo en un Estado de Derecho. Son Estados autoritarios los que extienden la noción de terrorismo para abarcar hechos delictivos comunes o incluso la mera disidencia política. Por ello, ya ahora es necesario llevar a cabo una interpretación correctora de la norma tal y como está redactada: exigir siempre la concurrencia del programa de subversión política y la presencia de violencia armada contra personas concretas, aparte de la génesis de terror que da nombre al delito.

En este sentido, la interpretación literal del nuevo texto que ha hecho la Fiscalía en el caso de los CDR, así como el Juzgado Central de Instrucción en relación a los hechos de Alsasua, no se ajusta a Derecho y resulta claramente inadecuada. Lo sucedido no pasa de desórdenes públicos o de atentado, respectivamente –dejando de lado la posible concurrencia de delitos de pertenencia a una organización criminal–, porque no se ha utilizado violencia gravísima contra las personas, y, por ello, no se ha generado una intimidación masiva (“terror”).

El Juzgado Central de Instrucción al que le ha correspondido la causa relativa a los CDR ha rechazado de plano la calificación de las conductas en cuestión como terroristas, optando, por lo tanto, por una interpretación sistemática correctora de la letra de la Ley. Sin embargo, el Fiscal General del Estado ha manifestado que considera la posibilidad de recurrir esta decisión, y respecto de la causa derivada de los hechos de Altsasu, ha sido el propio Tribunal Supremo el que ha confirmado que aprecia indicios de posibles delitos de terrorismo.

No cabe seguir confiando siempre en que los tribunales pongan la cordura de la que carecen el legislador y su Ley. La regulación aprobada por PP/PSOE en 2015 es claramente inadecuada, y, a mi juicio, inconstitucional (al menos, por vulnerar el art. 25 CE: principio de legalidad). Hace posible que hechos delictivos comunes, o incluso de meras manifestaciones de opinión escandalosas se califiquen abusivamente como actos de terrorismo, con normas especiales en cuanto a los derechos en el proceso y determinando la competencia de un tribunal especial como es la Audiencia Nacional. Es necesario reformar los delitos de terrorismo para evitar una espiral que puede ser muy peligrosa.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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